Tierra Adentro
Diana Martín. “Transferencia de piernas” Temple al huevo/Tela

Ana Teresa Hernández es una de las voces feministas más jóvenes de nuestro país. En este testimonio comparte con los lectores cómo fue que se acercó a los estudios de género y lo que implica ostentar esa polémica etiqueta hoy en día, así como una reflexión en torno a lo que ella considera la herramienta más poderosa que los feminismos tienen para la reconstrucción del mundo: compartir historias.

“Ella es Ana. Es feminista”.

Desde hace unos años así me presentan algunas amistades. No es que esté mal, la verdad sí soy feminista. Lo desconcertante es que precisamente esa palabra sea mi identificador. Me pregunto con frecuencia si en serio soy tan feminista como para que la gente me reconozca por ello. A veces pienso que mis amigas y amigos me hacen un favor al crear esa nueva persona, un personaje interesante ajeno a mí. La mayoría de las veces estoy convencida de que en realidad me he ganado el epíteto de “la feminista” por razones menos positivas: siempre soy la primera en quejarse si una película tiene una heroína débil (eso si la película tiene heroína en primer lugar, claro); no dudo nunca en decirle a alguien que su chiste es ofensivo y no da risa; y una vez discutí, sin pena alguna y cierta rudeza, con el tío de una amiga al que acababa de conocer, por haber insinuado que las mujeres queremos vengarnos por todos los años de opresión masculina.

Algunas personas dirían que lo de feminista me lo he ganado por peleonera. Justo ahí es cuando empiezo a tener problemas. Es ya un lugar común asociar al feminismo con mujeres enojadas, malcogidas, que odian a los hombres, etcétera. La figura prevalece. Como feminista, lo que menos quiero es cooperar con esta idea. Por eso cuando me presentan así me siento incómoda. Por un lado sé que celebran mis bríos, eso me enorgullece: que me consideren fuerte y fiel a mis convicciones. Al mismo tiempo sé que lo hacen porque ser peleonera es parte de un bien intencionado -aunque algo torcido– ideal feminista, sé que, hasta cierto punto, cumplo con el estereotipo.

Debo confesar que en un principio no “me hice feminista” por peleonera, de hecho, mis inicios fueron muy pacíficos. Olí injusticia y reaccioné como pude, con las herramientas rudimentarias de quien improvisa debido a la ignorancia. Una persona muy querida me regaló Cuentos de amigas, una antología compilada por la escritora española Laura Freixas. Sólo incluía autoras. Freixas describe al por qué de esta selección como una forma de reconocer una “deuda histórica”[1]. Conforme leía las cifras que evidenciaban la inequidad dentro del mundo literario contemporáneo (¡el Premio Cervantes sólo ha tenido 4 ganadoras!) no podía dejar de sentir decepción e ira, después de todo, quería escribir. Inspirada por mi lectura, convoqué a un taller conformado únicamente por autoras. Sermonée a mis amigas sobre la importancia de reunirnos para hablar de literatura escrita por mujeres, de estar conscientes de nuestro papel casi invisible, ¡de las estadísticas! Nos reuníamos a discutir textos que hablaran de mujeres y, por supuesto, con material creado por nosotras. En retrospectiva me doy ternura: ¿qué pretendía con ese taller? ¿a dónde quería llegar?

Pienso ahora en las primeras mujeres que quisieron hacer algo respecto a su desfavorable situación. Primero en los clubes secretos de intelectuales en el siglo XVIII, tan útiles y pintorescos, paralelos a mi historia. También me vienen a la mente las grandes, como Mary Wollstonecraft, autora de Vindicación de los derechos de la mujer (ahora considerada obra pilar dentro del feminismo) y Olimpia de Gouges con su Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana. ¡Ojalá hubiera manera de compararme con ellas! Finalmente pienso en que esas primeras mujeres que quisieron hacer algo respecto a la inequidad de género, como mi taller femenino, “no cuestionaban el origen de esa subordinación femenina”[2] que tanto daño nos hace.

Así se empieza. En un principio mis intenciones y cuestionamientos eran limitados, pero lo que ocurre con el feminismo es que una vez que te pones las famosas “gafas moradas”, ya no te las puedes quitar, sólo se intensifica su graduación. Empezamos, mis amigas y yo, con el taller en privado, y luego, cual sufragistas (toda proporción respetablemente guardada) salimos de nuestras salas para luchar de forma activa contra de las injusticias. Nuestro medio, por azares del destino, fue un programa de radio en línea sobre equidad de género, Nuestra habitación. Por dos años hicimos crítica a la cultura popular con el fin de acercar el feminismo a la cotidianeidad, de restarle el peso académico y elitista que a mucha gente estorba.

¿Para qué cuento todo esto? ¿Por qué es importante que comparta mi historia? Escogeré la aparente salida fácil y diré “lo personal es político”[3]. Es en serio, cuento lo que me pasó para humanizar al feminismo, ¡la ironía que implica tener que hacerlo! Mi evolución fue sencilla: vi algo que me pareció injusto y desde entonces procuro hacer lo posible porque no sea así. De eso se trata esto después de todo, a diferencia de la opinión popular respecto al feminismo. Por otro lado, también comparto mi experiencia porque así como lo dijo la escritora Chimamanda Ngozi Adichie en la célebre TED Talk de hace unos años, es importante conocer más de una historia. Todas las anécdotas cuentan porque todas son distintas y esto es fundamental para el feminismo contemporáneo, que no quema brassieres ni odia a los hombres.

Me corrijo: no debo hablar de “feminismo contemporáneo”, sino de feminismos. Mujeres hay más de una, igual que historias, por lo que un solo feminismo es insuficiente para cubrirlas. Es necesario ampliar el espectro e incluir a todos los contextos posibles. Mi historia personal es específica, por lo que mi lucha no es igual a la de una mujer de campo que ha tenido que trabajar desde los 11 años y exige un sindicato. Ambas pertenecemos al mismo bando, nuestros ideales básicos de justicia son los mismos, sin embargo, aunque la causa mayor sea paralela, nuestro día a día define los objetivos. Somos aliadas, más que hermanas.

Así pues, el feminismo de hoy son muchos feminismos, es una noción elástica e incluyente. Las mujeres comenzamos a compartir nuestras historias enlatadas por mucho tiempo, al salir dejan la puerta abierta para que entren un montón más. El hecho de poder hablar sobre nosotras implica que tenemos voz, y quien tiene voz existe. Sin embargo, a pesar de esta afortunada evolución del mundo, del feminismo, la mayoría de las mujeres aún viven en el olvido, en silencio. Pronto me di cuenta de ello, y si en algún momento había estado contenta porque el escenario parecía mejor que antes gracias a la inclusión, esta obvia revelación se encargó de recordarme que faltaba mucho por mejorar.

Algo importante que he aprendido en mi corta trayectoria feminista es que la pasividad no es una opción válida. Si tienes voz y sabes que hay gente que no, es tu obligación hacer lo posible porque su historia sea visible. En este caso, la voz de una se convierte en la voz de otra. Este es el objetivo del feminismo: luchar por ti y por quien lo necesita, pero no puede o no sabe cómo. ¿Cómo se hace? Personalmente, descubro formas distintas todos los días. Aún así, mi preferida, la que creo más eficaz, es compartir historias, propias o de quienes no cuentan con espacios para hacerse oír.

Llenar el mundo de historias de mujeres es enriquecerlo, convertirlo en un lugar verdaderamente habitado por todos, más justo. Pienso en la española Rosa Montero y su libro Historias de mujeres,[4] que reúne semblanzas de antepasadas sobresalientes, algunas desconocidas, otras muy famosas. Con este libro ligero, sin pretensiones académicas, Montero logra algo maravilloso: revelar el espectro humano de las mujeres. En su libro recupera no sólo la originalidad de escritoras y pensadoras importantes, sino también la mezquindad de algunas y la infamia de otras. Las historias de las mujeres que ya no están nos acercan a ellas y nos brindan posibilidades, eliminan la censura del deber ser. No somos sólo madres, no somos sólo “buenas” por ser mujeres, ni somos unas “pobrecitas” víctimas. También somos valientes, tramposas, generosas o malvadas. Somos personas capaces de todo sentimiento y acción.

En nuestro país contamos con mujeres como Verónica Murguía, ganadora del Premio Gran Angular Internacional 2013. Con su novela Loba,[5] Murguía abre las puertas a un tipo de personaje que casi no vemos: la mujer joven como personaje heroico en la literatura. Loba es una suerte de pionera porque, aunque ya se han escrito muchos libros de fantasía con heroínas, en México son aún una rareza, y no suelen ser los ganadores de reconocimientos importantes. Novelas como esta son prueba de que es posible llegar lejos con historias de mujeres, de niñas; son prueba de que hablar de mujeres es hablar de humanidad, de temas que competen a todas las personas y no sólo a nosotras.

Fuera del ámbito tradicionalmente creativo, pienso en CimacNoticias, la agencia multimedia que se dedica a elaborar notas periodísticas con perspectiva de género; en la serie Catolicadas del grupo Católicas por el derecho a decidir; un grupo que, a pesar de pertenecer a esa doctrina religiosa, lucha a favor del aborto legal; pienso en Fondo Semillas, una asociación que trabaja para mejorar la condición de vida de las mujeres a través de la inversión social. Son sólo algunos de los esfuerzos que pretenden despertar una conciencia política, eliminar prejuicios, revertir la inequidad en el panorama actual de nuestro país. Para eso sirven las historias también: para solidarizarnos y brindar oportunidades a quien las necesite.

Aunque vivir con demasiadas historias encima puede ser abrumador. Al principio la información es paralizante, sobre todo porque hay mucho por hacer y no tenemos claro por dónde empezar. En mi caso (vuelvo a mi historia, la que mejor me sé), debo confesar que, por un lado, vivo cansada y de mal humor. Cansada de que se me asocie a un orden vetusto, de trabajar y no ver resultados inmediatos. Esto provoca mi mal humor. Por otro lado, vivo muy feliz y llena de energía. El feminismo consigue esto: te llena de ambivalencias, de matices. Mi felicidad proviene de poder apreciar un mundo más amplio; el dinamismo, de lo energizante e inspirador que resulta conocer más historias. Cada una es una posibilidad de cambio, de experiencias increíbles, buenas y malas.

Compartir historias, verídicas o producto de la imaginación, de maldad o gentileza, es un acto feminista. Al mostrar lo que se considera inexistente se da un paso hacia el cambio. Las historias, íntimas o ajenas, nos regalan el privilegio de cuestionarnos. Hacerse preguntas obliga a buscar respuestas, y si hay algo que necesitamos siempre es eso: soluciones.

Invito a quienes me leen a compartir su propia historia, incluso a que lo hagan con la mía. Pero, sobre todo, a prestarle la voz a quien quizá sólo puede hablar muy bajito. Si procuramos que se conozca todo el espectro de historias que conforman a la humanidad, podremos comenzar a armar una sociedad empática que tome en consideración a más personas, más contextos. Quizá así consigamos que cada espacio sea más justo, llevadero y disfrutable para todos. Como debería ser la vida.


Notas

[1] Freixas, Laura, ed., Cuentos de amigas, España: Anagrama, 2009.

[2] Varela, Nuria, Feminismo para principiantes, España: Ediciones B, 2005.

[3] Frase popularizada por Carol Hanisch en el ensayo que lleva ese nombre, publicado en 1969.

[4] Montero, Rosa, Historias de mujeres, España: Santillana Ediciones, sexta edición, febrero 2011.

[5] Murguía, Verónica, Loba, España: SM, 2013.

 


Autores
(Ciudad de México, 1988) Escritora y traductora. Estudió Letras Modernas Inglesas en la UNAM y Creación Literaria en la escuela de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM). Fue guionista y locutora del programa de radio en línea (transmitido por Código CDMX) Nuestra Habitación, un espacio  de crítica, reflexión y humor con perspectiva de género. Actualmente se dedica a la edición y creación de contenidos en línea, además de sus proyectos creativos personales.