Marzo con M de mujer escritora
Como cada año, marzo llega con la encomienda de reflexionar en torno a las condiciones sociales que siguen determinando el desarrollo y la vida de las mujeres alrededor del mundo. Para el ámbito literario, esto implica aventurarnos a responder la pregunta que ha moldeado de manera significativa las dinámicas de producción y recepción literaria de las últimas décadas: “¿qué es ser una mujer escritora?”
Querer decir algo significativo en torno al ser una mujer que escribe me parece una trampa seductora: soy incapaz de desaprovechar cualquier oportunidad de hablar acerca de mí, pero tampoco quiero comprometerme a construir una máscara textual de mujer que pueda ser utilizada para explicar y medir a otras que se denominan como tal. Es una responsabilidad demasiado grande, y yo quiero escribir para escapar de mis obligaciones.
Algo que he aprendido tras años de estudiar literatura escrita por mujeres es que cuando queremos calificarla, corremos el riesgo de caer en reduccionismos que la encasillan dentro de categorías condenadas al esencialismo. Desde los setenta se han propuesto teorías que buscan desentrañar cómo la experiencia femenina se refleja en características textuales que pueden materializarla: la fragmentación en la narrativa, el tiempo cíclico de las mujeres, la estética de lo doméstico, la influencia de la menstruación, la maternidad y el deseo en la literatura. Siempre me resultará peligroso afirmar que existe un vínculo incuestionable entre el género sexual y la escritura, el cual se puede analizar en las marcas sintácticas, figurativas o retóricas de un texto. Como si el ser mujer se redujera a una experiencia corporal o de marginación ante lo masculino. O como si no existieran otras múltiples variables raciales, corporales, lingüísticas o sociales que imposibilitan unir las incontables realidades en las que vivimos las mujeres bajo el concepto insostenible de “experiencia femenina”.
Sin embargo, noto con una mezcla de felicidad y preocupación que cada vez es más frecuente encontrar la etiqueta de “escritura de mujer” en modelos de interpretación textual, clasificaciones editoriales, ciclos de difusión cultural, premios literarios, cursos universitarios y diversos espacios de escritura. Felicidad porque, como mujer que escribe, me brinda mucha seguridad saber que hay una gran diversidad de espacios dedicados a la discusión y promoción de textos que antes no tenían muchas posibilidades de entrar al ruedo del campo literario. Pero preocupación también al pensar que estos espacios puedan facilitar la institucionalización de la escritura de mujeres como un género literario o editorial segregado y autocontenido.
Muchas personas insisten en afirmar que esta oleada de visibilización de la escritura de mujeres es una manipulación comercial para colocarla como un tema “de moda” en la época de la supremacía de la corrección política. A mí me parece más bien una consecuencia natural de la paradoja que distingue el panorama literario en México, en el cual la población lectora está integrada en su mayoría por mujeres (según el INEGI, el 68% de las personas que leen en México lo son), mientras que (no tan) inexplicablemente los escritores hombres siguen dominando el mercado editorial.
Aquellas mentes escépticas pueden consultar los datos publicados por la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana, los cuales revelan que, de los 1,444,280 libros editados en 2019, tan solo la quinta parte fueron escritos por mujeres. Podemos formular múltiples hipótesis al respecto: prácticas patriarcales y discriminatorias que persisten en la industria editorial; o quizá una desproporcionada distribución en la publicación, difusión y ventas de libros pertenecientes a otros géneros no literarios y la participación o no de las mujeres en ellos.
A pesar de mi recelo al intentar definir la escritura de mujeres, no me gustaría negar la potente afinidad que muchas experimentamos cuando leemos a otras mujeres; así mismo las metáforas que se han empleado para dotar de sentido a las expresiones textuales que identificamos como femeninas y que hablan acerca de una realidad íntima y poderosa que actualmente encuentra resonancia cada vez en más lugares de discusión y producción literaria. Me refiero a esas escrituras que se materializan en la maleabilidad de los fluidos y la inestabilidad del cuerpo, o aquellas que construyen dramas monumentales en torno a la parálisis y la tensión de los silencios. Están también aquellas escrituras que se regocijan en los placeres cotidianos del cuidado colectivo, las complicidades y rivalidades entre congéneres, las que detallan obsesiones romántico-eróticas o denuncian las violencias extremas que miles de mujeres y personas feminizadas sufren día con día. Pero, ¿estas afinidades son suficientes para definir lo que es la escritura de mujeres?
Hay una sola manera de comprender a profundidad a qué nos referimos con escritura de mujeres y es leyéndolas.
La escritura de mujeres es aquella que se denomina de esa manera, no porque represente alguna certeza ontológica en cuanto a la relación entre el ejercicio literario y el género sexual, sino porque irremediablemente nos lleva a pensar y proyectar todo lo que asociamos con ser mujer en nuestra interpretación de un texto que se firma con el nombre de una. Curiosamente, esto no les sucede a los hombres con frecuencia. A menos de que un hombre escriba desde una masculinidad muy explícita o sea leído empleando el filtro interpretativo de la perspectiva de género, su escritura es analizada como escritura sin más, sin correr el riesgo de que lo que escriba se tome como punto de referencia para esbozar una poética de lo masculino. Así, la escritura de mujeres es un concepto que se sostiene no en un conjunto de características estructurales o temáticas compartidas, sino gracias a los horizontes de expectativa de quienes las editan, promueven y leen.
Al escribir, me siento más atraída a rumiar acerca de lo que no cuadra en mí, no para encontrar soluciones que me hagan una mejor persona, sino para darle rienda suelta a ciertos lados de mi personalidad que secretamente disfruto. Pero confieso que cuando escribo desde la autoconsciencia del ser mujer escritora, me cuesta escapar del miedo que me da no cumplir con el estándar imposible de la feminista ideal. A veces me pregunto si ese espejismo existe sólo en mi cabeza o si es una expectativa muda, pero poderosa que guía la escritura de otras. Yo, al igual que Margaret Atwood, concibo la literatura como algo intrínsecamente egoísta (e incluso algo que raya en el hedonismo), pero cuando miro a mi alrededor, no puedo evitar sentir que tengo una responsabilidad implícita de escribir para el beneficio colectivo de mi género. Es por eso que mis escritoras favoritas son aquellas que reclaman el derecho a estar equivocadas, a abordar temas poco femeninos y a tener opiniones y conductas imperfectas.
Durante muchos años creí en la promesa utópica de que la escritura de mujeres puede cambiar el mundo, pero con el tiempo me he dado cuenta de que eso coloca sobre los hombros de las mujeres de carne y hueso que escriben un peso demasiado grande. Uno de los pilares que sustentan la escritura de mujeres es su origen como un acto de resistencia, un llamado a visibilizar las voces que permanecieron excluidas y silenciadas del campo literario por siglos, pero para muchas escritoras concebir la creación exclusivamente como un acto revolucionario puede llegar a ser limitante y agotador.
A veces quisiera ser libre de mi género, ser considerada un ser humano antes que cualquier otra cosa, pero sé en el fondo que no existe algo como “un ser humano”. Existen las personas que, gracias a su variedad infinita, siempre eluden la rigidez de las taxonomías antropológicas. Cada persona es un caldo compuesto de diferentes ingredientes donde, bajo la cocción constante de la vida cotidiana, no deja de cambiar de texturas, olores y sabores. Uno de esos ingredientes es el género, que como un obstinado diente de ajo siempre se camufla, muta y se rehúsa a desaparecer.
Lo que más agradezco de la escritura de mujeres es la posibilidad que me ha dado de conocer mujeres increíbles que han sido mis guías en la travesía del estudio y la creación literaria. Si no fuera por mis profesoras en la universidad, nunca habría podido comprender la densa pasión de la poesía decimonónica o la cripsis metafórica de la literatura modernista. Sin ellas, las propuestas teóricas del posestructuralismo seguirían ocultas tras la convulsiva sintaxis de quienes las redactaron. Las amigas que he hecho en salones y talleres literarios me han contagiado de sus obsesiones escatológicas, científicas, tenebrosas y tiernas; y con ellas he encontrado un lugar seguro para explorar con humor, irreverencia y delirio psicodélico la inagotable fuente de curiosidades e intereses que compartimos. Esos debrayes, junto con los experimentos literarios que mis conocidas comparten en redes sociales y reuniones íntimas, son mi tipo de literatura femenina favorita. Para mí, la escritura de mujeres trasciende los límites de la textualidad y el campo editorial. Es una cultura en la que puedo decir con toda seguridad que me he desarrollado de manera indescriptible y gozosamente femenina.