Tierra Adentro
Marcha 8M en la CDMX, 2019. Fotografía de Ro Ochoas. Recuperada de Wikimedia Commons. (CC BY-SA 4.0)
Marcha 8M en la CDMX, 2019. Fotografía de Ro Ochoas. Recuperada de Wikimedia Commons. (CC BY-SA 4.0)

En memoria de Alma Chavira,

a 30 años del inicio

de la guerra feminicida.

Escribo este texto como un ejercicio de memoria. Entiéndase apenas como una mirada singular, pero también compartida, sobre los avatares del feminismo mexicano, especialmente en el centro del país, en la última década.

Una mirada es un fragmento y una perspectiva, no pretende recordar la totalidad o nombrarla cabalmente, pero tampoco ensimismarse en la particularidad. Lo que busca es encontrarse con otros ojos para compartir lo visto, para ampliar la perspectiva y aprender de otras posiciones desde donde se pueda mirar nuestra historia reciente; para no olvidarla, para hacer balance, para explicitar y teorizar nuestros aprendizajes.

En enero se cumplieron 30 años del hallazgo del cuerpo de la niña Alma Chavira Farel, en Ciudad Juárez. Ella fue la primera de esta guerra feminicida. Ninguna nos imaginábamos, en ese entonces, el terror que ensombrecería a esta ciudad fronteriza y, mucho menos, su expansión al resto del país.

En México, la entrada en vigor del neoliberalismo y su política de despojo trajo consigo la expulsión de millones de personas del campo, amplios procesos migratorios a las principales ciudades del país y a Estados Unidos en busca de trabajo. Trajo, a la par, la guerra y también la democratización.

No nos olvidemos que la vitoreada “transición democrática” en el 2000 sucedió durante la guerra contra los pueblos mayas del sureste de Chiapas que se insurreccionaron el 1 de enero de 1994, justo cuando el Tratado de Libre Comercio (tlc) entró en vigor. Neoliberalismo, democracia y guerra, en nuestro país, van de la mano.

Va a ser en el 2006 que el ascenso de la derecha militarista y conservadora extenderá la guerra a todo el territorio nacional simulando una política antidroga. No sólo las luchas orgánicamente antagónicas al neoliberalismo —como la zapatista, las campesinas o las de los sindicatos combativos— se vieron afectadas por la salida de los militares a la calle y la invasión de sus territorios, sino que cimbró a lo largo y ancho del país.

Las condiciones de precarización económica aunadas al tráfico de armas, drogas y militarización, provocaron numerosos desgarramientos en el tejido social que afectaron de manera especialmente cruel a las mujeres. Por mencionar algunos ejemplos:

La militarización y su demanda de esclavitud sexual provoca un aumento en las desapariciones de mujeres jóvenes; la venta indiscriminada de armas tanto en el mercado legal como ilegal, un incremento en la muerte de mujeres provocadas por armas de fuego; las masculinidades fragilizadas por la precarización laboral recurren a todos los tipos de violencia hacia las mujeres para reafirmarse frente a su crisis 1. Además, la precarización de la vida misma ha enfermado los cuerpos y, por lo tanto, las necesidades de atender los cuidados, desbordan el peso que ya históricamente se ha puesto sobre nuestros hombros.

Es de esta coyuntura y de sus secuelas, que irrumpe el movimiento feminista, ya que el proceso de institucionalización y oenegización del feminismo que se dio durante la década de los noventa —y se consolidó en la primera década de este siglo— como era de esperarse, no fue capaz de hacerle frente y parar la embestida que se vino en nuestra contra.

 

24 de Abril del 2016: El acontecimiento

El acontecimiento que cimbró al país ocurrió un 24 de abril del 2016. Las pequeñas protestas callejeras, que seguían resistiendo a pesar de la normalización de la vía institucionalista, junto a otras miles de mujeres confluyeron en una marcha feminista sin precedentes.

Con las consignas como: “ni una más, ni una más, ni una asesinada más”, “contra la violencia machista, autodefensa feminista”, “verga violadora a la licuadora”, entre otras, expresaron su hartazgo y su indignación.

Hastiadas por la indolencia y la complicidad del Estado y sus instituciones, se organizaron y rompieron la continuidad tradicional de la cultura patriarcal. Fue una acción masiva y organizada. Se acompañó y fortaleció con una rica producción de sentidos y argumentos desplegados en una gama de expresiones capaces de interpelar a la más radical pero también a la más despolitizada.

Desde entonces, madres y familiares de víctimas de feminicidio encabezaron movilizaciones multitudinarias constituidas de manera compleja, interclasista, en las que confluían sectores estudiantiles y productivos, feminismos del centro, de la periferia, lésbicos y trans; había cantidad de capuchas, latas, batucada, carriolas, poesía, pañuelos verdes y morados. En ese momento, todas cabíamos, la sensación era de una urgencia mortal, en el país asesinaban a 6 mujeres al día y queríamos que parara.

En otra dimensión de la vida social, las redes virtuales compartieron narraciones en primera persona y cubrieron páginas enteras contando todas las formas de violencia que enfrentan las mujeres, por lo que hicieron visible y juzgable lo que antes no se decía, ya sea por culpa, por vergüenza o porque era costumbre que aparentaba ser naturaleza.

Estos relatos multiplicados y los análisis que se generaron, develaron la llana imposición de la violencia, lo injustificado de la culpa y de la vergüenza, el reconocimiento del daño y la necesidad de poner un alto. Se hizo teoría en las redes, se tejió —y se sigue haciendo— una gramática y sentidos comunes.

La toma de la calle y la de las redes virtuales, para expandir las voces del feminismo, fue crucial. En esta articulación, la calle nos hacía sentir fuertes y las redes de la virtualidad, ubicuas. Era como decirle a esta sociedad que nos había parido y criado que ya no íbamos a complacerla con nuestro silencio, que teníamos razón y que estábamos en todas partes.

Romper el consenso patriarcal y construir una nueva ética en torno a nuestros cuerpos y nuestras relaciones se volvió una tarea urgente. Se pusieron en jaque la normalización de la violencia y del abuso sexual, la heterosexualidad como régimen político obligatorio, la iglesia, el amor romántico, el Estado y sus instituciones.

Para la mayoría de nosotras, todo era radicalmente nuevo. Entonces hubo necesidad de hacer memoria, de mirar el acontecimiento, también, como resultado de décadas de lucha vividas y promovidas por otras miles de mujeres que estuvieron resistiendo en sus propios frentes, abriendo brechas por montes que nosotras ahora caminamos con menos dificultad.

Agradecimos. Se produjo un diálogo intergeneracional muy sugerente para todas las partes: queríamos conocernos, articularnos, organizarnos, construir una agenda feminista autónoma e independiente que no estuviera anclada a las formas de hacer política institucional o partidista. Así se enlazaron la experiencia de quienes ya estaban y la iconoclasia, la irreverencia y la potencia disruptiva de quienes apenas llegaban.

Era el momento de la sorpresa. Al Estado y a buena parte de la sociedad les tomó por sorpresa la constante irrupción de un movimiento feminista tan vivo en las calles. Conmemoraciones (8M/25N), feminicidios, búsqueda de mujeres desaparecidas y reivindicación de derechos desplegaron —continuamente— amplios contingentes de la Victoria Alada al Zócalo de la Ciudad de México.

Por supuesto, nos enfrentamos a la reacción, no sólo ideológica, sino a la reacción de la fuerza. El aumento de los feminicidios ha sido una respuesta disciplinaria que intenta contener, debilitar y asfixiar los alcances en el ejercicio de la libertad y la dignidad que hemos reivindicado y experimentado en estos últimos años de lucha.

 

8 de marzo del 2017: La disputa por la memoria y por la calle

Este día fue muy significativo para el turgente movimiento feminista en la Ciudad de México. La marcha para conmemorar el día de la mujer trabajadora había sido empujada durante décadas por los sindicatos y sus brazos feministas para reivindicar la lucha de clase de las mujeres, denunciar la explotación y pelear por el reconocimiento de derechos civiles y políticos.

Sin embargo, ese 8 de marzo la composición de la movilización encontró en las calles no sólo a las filas mixtas de los sindicatos, organizaciones no gubernamentales y de la sociedad civil, sino también y por primera vez de manera tan masiva, al movimiento feminista.

El acumulado de fuerza que se había concentrado casi un año atrás seguía rindiendo frutos y convirtió la movilización del 8M en una conmemoración del movimiento feminista en general, que ya para entonces era mucho más amplio y plural, y no sólo del sindicalismo o de las instituciones y oenegés.

Feminismos ácratas, anticapitalistas, lésbicos y separatistas, entre otros, disputábamos la memoria de las mujeres de la fábrica de Cotton para poner luz sobre las nuevas formas de explotación laboral a las que nos enfrentábamos pero, a su vez, marchábamos contra todas las demás formas de violencia que no terminan con la clase.

Los feminicidios seguían —y siguen— siendo emergencia nacional, lo mismo que la violencia física y sexual cotidiana. La potencia que habíamos encontrado de organizarnos por nuestra cuenta fuera del mundo de lo mixto, nos hacía sentir fuertes para disputar la calle a los varones que marchaban con organizaciones y sindicatos: “¡Feminista a la vanguardia, macho, atrás aunque te arda!”. Costó golpes, amenazas e insultos, pero el 8 de marzo, desde entonces, no volvió a ser el mismo.

 

16 de agosto del 2019. El despliegue de la ira 2

Aunque el gobierno de Mancera, del 2016 al 2018, se caracterizó por el uso de granaderos y por la represión de la protesta social, en los dos primeros años de la irrupción del movimiento feminista la confrontación era aún incipiente. Mirando en retrospectiva, en ese momento apenas estábamos midiendo fuerzas.

Fue el 16 de agosto del 2019, luego de 3 años de constante movilización callejera, multiplicación de colectivas, creación y sostenimiento de espacios organizativos y de encuentro, que nos enfrentamos a varios casos de violación perpetrados por la policía y la paciencia se agotó.

Me acordé de Fanon ese 16 de agosto, me acordé de esos cuerpos que se liberan de la tensión del sometimiento colonial y esclavista. Recordaba su reivindicación del uso de la violencia para enfrentarse al colono. Las luchas, los escenarios, los actores, son a todas luces distintos. Pero el sometimiento y los cuerpos liberándose, resuenan. La fuerza desplegada por cuerpos hasta entonces domeñados para contener la ira nos sorprendió a todas.

Se multiplicaron las células del bloque negro. Adhiriéndose o no al anarquismo, muchas compañeras formaron grupos de protesta callejera. Aunque tienen muy mala propaganda por parte de los medios y el imaginario de la opinión pública, lo cierto es que son el resultado del descontento y la rabia que produce la violencia imparable en nuestra contra. No son un problema, son una consecuencia.

En este contexto se creó una fuerza policiaca especializada y concentrada para contener la protesta feminista. Las nombraron “ateneas”, apelando a la diosa griega de la sabiduría y de la estrategia en la batalla. Aunque en este momento aún podía vérseles primerizas, desorganizadas y desconcertadas, con el tiempo fueron consolidándose y aprendiendo técnicas no sólo de contención sino de represión y amedrentamiento.

8 de marzo del 2020: juntas y organizadas somos muy fuertes

La marcha del 8M del 2020 fue la movilización feminista más multitudinaria en la historia de nuestro país. En la Ciudad de México las calles aledañas al zócalo estaban desbordadas.

Las dos asambleas feministas activas en ese momento, la Asamblea Feminista Metropolitana (afm) Coordinadora 8M —de cuño sobre todo sindicalista— que llevaba ya varios años organizando la marcha y la Asamblea Feminista Autónoma e Independiente (afai) —de mayor inclinación ácrata— que había surgido luego de las protestas de agosto del 2019, se habían articulado exitosamente meses atrás en la conmemoración del 25 de noviembre y decidieron continuar “juntas y organizadas” para la movilización del 8 de marzo.

Fue un trabajo arduo. A pesar de las diferencias —en ocasiones de forma y, en otras, sustanciales— sobre las maneras en las que se hace política o protesta, se logró la unión ante la urgente necesidad de hacer frente común a la guerra en nuestra contra.

Las campañas de deslegitimación gubernamentales —en las que se asumía que el movimiento feminista era impulsado por intereses conservadores— estaban más activas que nunca. Las peleas partidistas por el poder envolvieron al feminismo y tuvimos que defendernos tanto del oportunismo de la derecha como de la deslegitimación del progresismo. Les ha costado mucho entender a los de arriba que nos organizamos de maneras autónomas, independientes y que no somos un botín en disputa.

La pandemia: división, desmovilización y criminalización

Unos días después de la marcha del 8 de marzo del 2020 se empezó a hablar con más seriedad de la posibilidad de una pandemia. Recuerdo el susurro de la duda, parecía que querían amedrentarnos, que ahora que éramos tan fuertes, habían inventado una historia para pararnos. No queríamos creerles, la adrenalina de lo que vivimos el 8 aún nos recorría el cuerpo.

Pasó. Llegó la pandemia. Y aunque no paramos de movilizarnos, la masividad, la continuidad y nuestra presencia en las calles se vieron mermadas significativamente. Ya sea por razones económicas, de salud, por labores extra de cuidado, la calle nos fue quedando más lejos, menos accesible.

La pandemia fue un cisma. Veníamos fuertes, pero también sosteniendo discusiones y fracturas internas que nos estaban ocupando una cantidad de energía enorme y la pandemia las amplificó.

La disputa por el sujeto del feminismo que se opone a la participación de las mujeres trans en la lucha antipatriarcal; la división sobre el reconocimiento o no del trabajo sexual como agencia y su diferencia con la trata; además de las clásicas disputas entre las posiciones autonomistas y las institucionales o los propios conflictos interpersonales característicos de toda la vida social, venían ya provocando algunas rupturas, grietas e incluso desgarramientos internos.

Durante la pandemia afrontamos un proceso de polarización muy cruento. Cuando la polarización interna es tan tenaz, la articulación es más débil o, incluso, poco probable. En este contexto la criminalización de la protesta se hizo camino y se abrieron decenas de carpetas de investigación.

Desde los discursos presidenciales y de los medios masivos de comunicación se generó el consenso social necesario para reprimir las movilizaciones —que ya para entonces estaban menguadas— sin altos costos políticos.

Para cuando llegó el desalojo violento de la Okupa Cuba, la represión se había normalizado y el acumulado de fuerzas multitudinarias en la calle, había cedido. Ahora tenemos, quizás por primera vez en nuestra historia, presas políticas del movimiento feminista y la respuesta que hemos dado no ha sido suficiente para conseguir su libertad.

 

Apuntes para un necesario balance

Estoy cansada del catastrofismo que nos conduce invariablemente a la derrota y tampoco me siento interpelada por los discursos de esperanzas acríticas que iluminan horizontes imaginarios. Es difícil hacer un balance porque los pesos y contrapesos no alcanzan ningún tipo de equilibrio y porque constantemente el escenario, los actores, las tácticas se están moviendo.

No obstante, quiero aventurarme a escribir algunos apuntes, porque hacer un balance en solitario tampoco tiene mucho sentido. Si acaso son considerados útiles o detonadores para balances colectivos, habrán cumplido su objetivo.

A treinta años de la guerra feminicida, la lucha del movimiento feminista pasó de ser un grito de horror a consolidarse como un actor político colectivo que está transformando el mundo de las relaciones sociales, sus códigos más anquilosados y trastocando pilares fundamentales de la sociedad moderna.

Gramsci sostenía que la hegemonía se lograba no sólo a través del uso de la fuerza sino, también, del consenso social. La hegemonía patriarcal con todas sus instituciones y su cultura machista está enfrentando el agrietamiento del consenso social que lo legitima. Es cierto que no en todas las geografías de este país o, incluso, de esta ciudad, pero es claro que hay grietas donde antes no las había.

Ya no es tan sencillo deslegitimar la voz de una mujer que denuncia algún tipo de violencia. Es más, se denuncia. Por cualquier medio: desde el boca a boca, el escrache, el recurso legal; se habla, fenómeno que tampoco antes era tan visible. Ahora hablamos abiertamente de las violaciones y de todo tipo de abusos sexuales que hemos enfrentado y sobrevivido, porque hemos creado un pacto entre nosotras, de creernos, de saber que no fue nuestra culpa y que no tenemos por qué escondernos detrás de la vergüenza. Me parece que esta es una de las mayores fortalezas porque trasciende al movimiento y cimbra a la sociedad entera.

En este momento en que el consenso patriarcal se agrieta, la reacción de la fuerza opera como un mecanismo efectivo para preservarlo. Más de 3500 mujeres son asesinadas al año, decenas de miles piden auxilio cada mes.

Las instituciones del Estado no han logrado eficientar el acceso a la justicia ni a la seguridad necesaria para las mujeres y a nosotras —aunque se han multiplicado los espacios y las compañeras entrenadas para hacerle frente a la violencia machista— nos hace falta aún recorrer un largo camino para fortalecernos en la autodefensa.

El movimiento feminista se expande, como movimiento social, se entrelaza en los espacios donde se teje la vida social en su totalidad y produce efectos. De un lado se expande y lleva al límite la crisis de lo mixto. Nos pasó en los colectivos y organizaciones de izquierda compuestos de manera mixta por hombres y mujeres. La negativa, la respuesta organizada y la producción de otros sentidos feministas que buscan hacerse comunes sobre el cuerpo para detener y confrontar la violencia sexual, llevó al límite la contradicción de género. Se produjo una especie de retorno, como si hubiéramos estado exiliadas de nosotras mismas, regresamos y regeneramos, resignificamos y reconstruimos espacios separatistas: de nosotras para nosotras.

Ha sido potente y a veces aterrador reconocernos en estos nuevos espacios, hemos tenido que aprender otras formas de hacer política, a replantearnos las alianzas fundamentales y a navegar entre Caribdis y Escila, entre el cinismo y el dogma. Y también hemos aprendido que el separatismo es estrategia, táctica, deseo, pero no principio.

Se expandió y provocó, también, una fuerte oleada lesbofeminista. El lesbofeminismo es una corriente crítica fundamental porque anuda el amor entre mujeres con la lucha antipatriarcal. Y cuando digo “patriarcal”, me refiero al conjunto civilizatorio que llegó con la colonia y que trajo consigo el régimen político heterosexual y el modo de producción capitalista basado en la esclavitud y en el racismo.

Pero también se expandió hacia otras regiones de la vida social, por ejemplo, hacia los sectores de clases media y alta subsumidos en una cultura de consumo altamente despolitizada. Largo hemos debatido sobre los alcances y los límites de esta masificación. Porque es cierto que diluye el contenido más crítico: la comercialización y banalización del feminismo lo domestican, lo hacen a la medida del capital, lo convierten en mercancía y lo fagocitan. Sin duda esto ocurre. Sin embargo, aún en estas apuestas diluidas, la crítica a la normalización de la violencia sexual se sostiene y cobra un vigor inusitado históricamente, nada menospreciable, me parece.

El punto es no perder de vista que el horizonte de la lucha es más complejo y tiene frente a sí a la decadencia de la civilización occidental que nos conquistó desde hace cinco siglos y nos lleva arrastrando en su derrumbe.

Cuando decimos que el feminismo es un movimiento antipatriarcal no sólo nos referimos a expresiones que dan cuenta de la lucha por los derechos, o la que va directamente contra el Estado y el capital, o la lucha por el reconocimiento de identidades, cuerpos, formas de vida que han sido negadas, ocultadas y vejadas. Tampoco al movimiento de víctimas que aglutina desde el dolor y la búsqueda de justicia. Son todas estas y muchas más expresiones.

El horizonte es más amplio, hacerle frente a una civilización en decadencia supone acelerar el derrumbe, pero también resguardarse de él y, además, ir practicando otros mundos de vida que nos permitan partir de la dignidad de nuestra existencia y nos acerque al gozo y a la justicia.

Estamos haciendo política en distintos espacios y con distintas temporalidades. Entre la urgencia y la simultaneidad del desastre y la construcción de horizontes de liberación más profundos, nos vamos encontrando, pero también desencontrando. Estamos haciendo política desde distintos cuerpos herederos de luchas históricas, pero no podemos pensarnos solamente como amigas o enemigas.

Todos los movimientos antidogmáticos tienen la peculiaridad que, en su interior, conviven numerosas visiones y posiciones que pueden ser antagónicas entre sí. El feminismo no es la excepción. Y aunque pueda darse de manera cruenta, es necesario. Quiero creer que con el tiempo encontraremos maneras menos violentas para dirimir nuestras disputas y nuestros conflictos internos.

Estamos viviendo ahora las secuelas de la pandemia, secuelas económicas, corporales, emocionales, psicológicas, existenciales y espirituales que se expresan cotidianamente y merman nuestras fuerzas para sostener el ritmo y el empuje tenaz de nuestro movimiento.

Del horror a la organización, de la sorpresa al despliegue de  la ira, de la ira a la pandemia, las calles se han poblado y despoblado en estos últimos años. Ya sabemos que el acontecimiento no puede durar para siempre, tiene su temporalidad de quiebre, de ruptura. Sin embargo, en estos flujos y reflujos van quedando sedimentos y de ahí hemos venido construyendo los pilares de una nueva historia. Y también sabemos que de ninguna voluntad depende la historia, sino de los procesos largos, contradictorios y limitados que vamos caminando. Como dicen las compas: vamos despacio, porque vamos lejos.

 

  1. Parafraseando a Sayak Valencia en Capitalismo Gore (2010).
  2. Expresión que aprendí de mi maestra y amiga Raquel Gutiérrez con la que nos interpela en su Carta a mis hermanas más jóvenes I.

Autores
Doctora en Estudios Latinoamericanos en el área de Filosofía. Dedicada al estudio de la Filosofía Política feminista, latinoamericana y de liberación. Forma parte de la escuela de pensamiento y de la Asociación de la Filosofía de la Liberación (AFyL). Vive en la Comuna Lencha Trans, un espacio político autogestivo que apuesta por la vida comunitaria en la urbe y es miembro de Biznaga Editoras, una colectiva editorial feminista concentrada en publicar a mujeres y disidencias sexogenéricas.