Tierra Adentro
Fotografía de Wenuan Escalona
Fotografía de Wenuan Escalona

En el crepúsculo gris de un octubre que ya no recordaba el esplendor de los antiguos otoños soviéticos, Maksim Mest regresó a su morada, una construcción anónima de ladrillos ennegrecidos que el tiempo y la negligencia habían reducido a una sombra de sí misma. La fábrica Krupskaia & Putilov, donde sus horas se consumían en labores repetidas y sin gloria, le había dejado en las manos no solo el cansancio, sino también una especie de vacío sin metafísica.

Al cruzar el umbral de su apartamento, Maksim se encontró con una carta. El sobre, de un papel áspero y amarillento, llevaba el sello de una exrepública soviética, un lugar que ya solo existía en los mapas de sus recuerdos. La caligrafía era extraña, casi arcaica, como si hubiera sido escrita por una mano que desconocía el presente.

Al abrirla, Maksim intuyó algo terrible. El texto, breve y lacónico, constaba de ocho líneas. El remitente parecía vacilar entre la urgencia de la noticia y el peso de las palabras que informaban que el señor León, su progenitor, había ingerido por descuido una dosis letal de aconitina y fallecido en el hospital Kachkovski-Makovski, en la calle Gonchára, 33 b, el día 25 de aquel mes. El mensaje estaba firmado por un tal Bogdan Yeltsivitch, de Tallin, compañero del sindicato de su padre, quien ignoraba que se dirigía al hijo del difunto.

Maksim se sintió burlado. No por el contenido de la carta, sino por el sello, por el autor, por el destino que había tejido una narrativa tan absurda como inevitable. El aturdimiento que lo embargó no era solo el del duelo, sino el de una revelación: la vida de su padre, como la suya propia, era un desencuentro de injusticias, casualidades y equívocos. Recordó entonces una tarde lejana, cuando aún era niño, y su padre le contó la historia de un hombre que, al morir, descubrió que toda su existencia había sido el sueño de otro hombre. En ese momento, Maksim comprendió que la muerte de su padre era, de cierta manera, la muerte de una ilusión, la desintegración de un mundo que ya no estaba allí.

Maksim, distraído por imágenes que cruzaban su mente, como espectros de un tiempo ya extinto, no notó que la carta se deslizó al suelo, donde quedó reposando como un artefacto olvidado de una civilización pérdida. Su sensación inicial fue de un malestar que se manifestaba en su cuerpo, instalándose en el abdomen e irradiando intensos pinchazos en la parte trasera de las piernas, que, poco a poco, lo consumían.

La muerte de su padre fue, para Maksim, como un apocalipsis particular, el último evento que podría ocurrir en el mundo. Y una vez iniciado, seguía ocurriendo indistintamente, como un río que no cesa de correr incluso después de alcanzar su meta. La muerte, comprendió, no era un momento, sino un proceso continuo, una sombra que se extendía sobre el tiempo y la distancia.

Entonces, con un gesto casi automático, Maksim recogió la correspondencia que yacía en el piso y se dirigió a su habitación. Como alguien lleno de certeza, la guardó en el cajón, entre papeles y objetos sin importancia. Allí, la carta aguardaría, como un enigma por descifrar.

Vislumbraba el futuro próximo. Probablemente, ya estaba allí, guardado en aquel cajón, lo que habría de ocurrir. El tiempo, lo sabía, era una espiral donde pasado, presente y futuro se entrelazaba. La muerte de su padre era solo un eslabón más en esa cadena, un evento que ya había ocurrido y que seguiría ocurriendo, como un eco indisoluble.

Aquella noche, mientras el silencio envolvía el apartamento y el mundo exterior parecía desvanecerse en la oscuridad, Maksim se sentó al borde de la cama y contempló el cajón cerrado. Allí yacía no solo una carta, sino toda la complejidad de su propia existencia.

En una espiral en crecimiento, el joven Mest, a pesar de la cultura patriarcal que lo rodeaba como un muro invisible, derramó lágrimas durante todo el día. Lloró no solo por la muerte del señor León Listrov –que antes se llamaba León Mest–, sino por el fin de un mundo que ya no existía. El suicidio de su padre era, para él, no solo una tragedia personal, sino el colapso de un orden cósmico, el derrumbe de un universo que hasta entonces había parecido inmutable.

Vino a su cabeza, como un río que desborda sus márgenes, los recuerdos de los veranos en la casa de campo al sur de la ciudad, cerca del palacio de Peterhof. Allí, entre bosques y lagos, el tiempo parecía suspenderse, como si el mundo exterior no tuviera poder sobre aquel pequeño fragmento de eternidad. Recordó las pescas y los paseos en barca con su padre, cuando el silencio entre ellos se llenaba solo con el sonido de los remos y el canto de los pájaros.

Evocó los paseos al atardecer por los bosques, donde la luz del sol filtrada por las hojas creaba patrones efímeros en el suelo, un mosaico que se desvanecía con cada paso. Recordó también a los animales que la familia criaba, no por lujo, sino por necesidad, para garantizar su propia subsistencia. El trabajo en la huerta, a veces divertido, a veces agotador, era una lección de vida que su padre le había enseñado sin palabras. Allí, entre hileras de legumbres y verduras, Maksim había aprendido que la tierra era generosa, pero exigía dedicación y respeto. Y en el jardín de su madre, había descubierto la belleza de aquellos días, un contrapunto necesario a la dureza del trabajo en el campo.

En este instante, sentado en su humilde habitación con las lágrimas secándose en el rostro, Maksim comprendió que aquellos recuerdos eran como islas en un océano de olvido. Cada uno de ellos era el fragmento de un mundo, un mundo que su padre se había llevado consigo al partir. Maksim Mest, sentado en su cuarto, permitió que los recuerdos lo transportaran a aquellas conversaciones familiares después de la cena, cuando el aire aún conservaba el aroma de sopa de remolacha y pan negro. Eran momentos de rara intimidad, donde las palabras fluían como un río tranquilo, pero que a veces revelaban corrientes subterráneas de dolor y desilusión. Fue en una de esas noches cuando su padre, el señor León Listrov, le confió el secreto que explicaba la ruina de la familia.

El recuerdo emergió en la conciencia de Maksim, pesado y confuso, como un sueño que no se disipa al despertar. Recordó el robo de los vouchers, aquellos pequeños papeles que, en el caótico periodo posterior al colapso de la URSS, representaban no solo la esperanza de una vida mejor, sino también la traición de un sistema que había prometido igualdad y había entregado desolación. El señor León Mest, con voz grave y los ojos fijos en el vacío, declaró que el estafador no era otro que Vladimir Putilov, exdirector del sindicato de metalúrgicos de la antigua fábrica Kirovzal.

Putilov, hombre astuto y sin escrúpulos, se había aprovechado del colapso de la Unión Soviética como un buitre que se alimenta de carroña. Veloz como un relámpago, se convirtió en el único dueño de la otrora poderosa fábrica, grabando con oportunismo y sin ocultar su vanidad su propio nombre en la marca de la decrépita estatal soviética. La fábrica Krupskaia & Putilov, donde Maksim trabajaba ahora, era un monumento a la traición y la codicia.

Desde 1992, Maksim había guardado bajo siete llaves el secreto que su padre le confió. Nunca lo había revelado a nadie, ni siquiera a su mejor amigo, Dimitri Yatsar. Quizás por no querer alimentar su propio sentimiento de venganza. O tal vez porque, en el fondo, sabía que la verdad era un arma de doble filo, capaz de cortar tanto al verdugo como a la víctima.

El hecho era que el propio señor Piotr Putilov tampoco tenía conocimiento de aquella confidencia. Para él, el pasado era una historia que ya no importaba. Pero para Maksim, aquella revelación era una llama que nunca se extinguía, un peso que cargaba en silencio, como guardián de un secreto que probablemente no tenía valor para nadie más que para sí mismo.

El shock económico que barría el país como un viento gélido había condenado a millones de trabajadores al sádico juego de las sociedades regidas por la lógica liberal. Era un mundo nuevo, pero no mejor, donde la promesa de libertad se había revelado como un cruel espejismo, y la igualdad, otrora un sueño colectivo, se había transformado en una pesadilla de competencia y desesperación. Los trabajadores, antes dueños de sus vidas, ahora eran rehenes de una máquina implacable que succionaba sus energías y solo devolvía migajas.

Maksim Mest, como tantos otros, sentía el peso de esta nueva realidad. La fábrica Krupskaia & Putilov, otrora símbolo de orgullo y resistencia, era ahora un lugar de desesperanza donde el trabajo no dignificaba, sino que solo agotaba. La huelga, como un grito de rebelión, se había instalado entre los camaradas de su sector. Eran hombres y mujeres cansados pero no derrotados, que buscaban una respuesta a la injusticia que los consumía.

Esta vez, sin embargo, la respuesta no sería la misma que había destilado una revolución violenta capaz de cambiar radicalmente siglos de dominio despótico. Ahora se trataba de una lucha sin estrategia, por, para y en nombre apenas de la supervivencia diaria. Era una batalla sin gloria, donde la única certeza era la incertidumbre del mañana. Y sin embargo, incluso en esta lucha desesperada, se repetían los instrumentos de resistencia contra una economía vampírica que chupaba la sangre de los trabajadores sin piedad.

Intentando contener la agresividad que se aproximaba como una tormenta, Maksim se posicionó contra cualquier tipo de violencia. Sabía que la violencia, por más justificada que pareciera, era un callejón sin salida, un bosque oscuro. En cambio, proponía la resistencia pacífica, la unión de los trabajadores en torno a una causa común, la búsqueda de soluciones que no destruyeran lo poco que aún les quedaba.

Pero Maksim también sabía que su voz era solo una entre muchas, y que la rabia y frustración de los trabajadores eran como un volcán a punto de entrar en erupción. Veía en los ojos de sus camaradas la misma desesperanza que sentía en su propio corazón, y sabía que, tarde o temprano, todo explotaría.

A las dieciocho horas, justo al terminar su jornada, Mest se dirigió a un club de contornos ambiguos en las afueras de la ciudad. El recinto semiclandestino albergaba una sauna, un bar, varias mesas de billar y una piscina, elementos que componían una ritualística masculina, un refugio donde los hombres se reunían para compartir historias, chistes vulgares y consumir alcohol tras la rutina laboral. Para entrar, debió deletrear su nombre y patronímico, presentar un documento que acreditara su mayoría de edad y soportar con resignación las bromas groseras que resonaban incesantemente en aquel lugar.

Mest y Dimitri conversaban sobre los planes para el domingo, sobre novias y amores pasajeros. Mest, a pesar de su imponente estatura y complexión robusta, se consideraba falto de suerte cuando el tema eran las mujeres. Permaneció en silencio mientras Dimitri disertaba con entusiasmo. En el ambiente, varias mujeres trabajaban, y una de ellas, joven y de mirada penetrante, cruzó su vista con Mest antes de dirigirse a un hombre más viejo que se encontraba a cierta distancia. Mest, intrigado, sospechó que aquel podría ser Vladimir Putilov, alguien que le resultaba familiar aunque no sabía exactamente por qué. La curiosidad lo consumió, pero antes de que pudiera acercarse para disipar la duda, se alejó con una animosidad que no supo explicar.

Ya en casa, Mest preparó una sopa de origen georgiano, un plato común en su ciudad natal que le traía consuelo y nostalgia. Tras la comida, se acostó y cayó dormido rápidamente. Así, el viernes 25 de octubre llegó a su fin, dejando tras de sí preguntas sin responder y una sensación de inquietud que persistiría en los días siguientes, como un hilo invisible conectando los eventos de aquella noche.

Al día siguiente, Mest despertó muy temprano, invadido por una ansiedad cuyo origen no lograba discernir. Era una inquietud sutil, el embrión de algo ignoto, pero no una angustia. Había, sí, una atenuación, un alivio casi imperceptible al constatar que seguía vivo aquella mañana. No tenía la obligación de escribir un guion original para sus actos; la ideación y el argumento del destino ya no tenían cabida en sus divagaciones. El desenvolvimiento de los acontecimientos escribía, poco a poco, su historia, y pronto ocuparía la totalidad de lo real.

Al leer el periódico, se encontró con la noticia de que los oligarcas de su país habían apoyado vehementemente al excomunista, ahora elegido presidente. Un odio de clase corrió como sangre por sus venas, un sentimiento antiguo y familiar que siempre lo había acompañado como una sombra. Movido por un impulso que no supo explicar, llamó directamente a la extensión del despacho del señor Putilov. Usó una especie de refrán, sugiriendo que pretendía revelar información que podría ayudar al patrón a contener la furia de los obreros en huelga. Con voz vacilante, informó que iría personalmente al despacho justo después del anochecer. Lo tembloroso de su voz, lejos de delatarlo, contribuyó a la veracidad de sus palabras, dando mayor seguridad a su interlocutor.

Pasó el sábado entero en casa, sin salir del apartamento, ni siquiera para tomar aire. Pensamientos compulsivos de una imposible restauración de la realidad se mezclaban con la añoranza de su padre, una figura que ahora habitaba solo en el reino de los recuerdos. Las horas de aquel día, casi vacías de presente, fueron llenadas por un pasado que insistía en regresar, como un fantasma incansable.

Sin saber exactamente cómo sería su domingo, Mest se dejó envolver por el caos de los recuerdos, que chocaban contra él como olas que insisten en volver al continente. Abrió el cajón donde guardaba los accesorios familiares de pesca y caza, objetos que habían pertenecido a sus parientes y que ahora eran solo reliquias. Entre ellos estaban las pertenencias del tío Sasha, hermano de su padre, un hombre que solía afilar cuchillos y pequeñas navajas con una precisión casi ritual. El tío Sasha, que en realidad trabajaba como proletario en una fábrica de Moscú, era también un hábil cazador, y sus herramientas afiladas parecían contener la esencia de aquellos días en los bosques y a orillas de los lagos.

El joven Mest recordó los veranos e inviernos en que los hermanos se reunían, alternando entre el óblast de Moscú y la región de Leningrado, para pescar o cazar. Era otro ritual masculino, una tradición que unía generaciones. Recordó especialmente un domingo lejano, cuando el tío Sasha y su padre cazaron y despiezaron un jabalí, asegurando el asado que celebrarían más tarde. Maksim Mest tenía solo dieciséis años entonces, y el mundo parecía un lugar más simple, más claro.

Contempló las armas de caza, reliquias de la familia que habían conservado su respetado abuelo, los tíos y su querido padre. Entre los artefactos estaba una TP-82, pequeña arma portátil de emergencia, además de la TOZ-34 y las navajas transferidas PK MOOIR n° 6. Junto a estos objetos de sus parientes, el joven Mest había guardado la carta recibida cinco días atrás. La tomó extendiendo su mano izquierda sobre un objeto; con la otra mano manipulaba un cuchillo de caza y se observaba reflejado en un pequeño espejo frente a su rostro, revisitando el texto. Iba alternando en sus manos los objetos, entre ellos una taza, donde bebía un té mientras la voz de Viktor Tsoi entraba por la ventana de su habitación.

Despertó aquel lunes gris preso de un sentimiento de exasperación; ya no sentía furia solo hacia el asesino, odiaba a toda la humanidad. Poseído, embebido en su cólera, preparó meticulosamente su mochila, encontrando en aquellas circunstancias los espacios oportunos en su interior. Allí colocó las armas de caza familiares; empuñó la foto de su tío y su padre juntos, testimonio de aquel día donde el jabalí fue el botín. Cerró la puerta. Bajó las escaleras precipitadamente, como si fuera un personaje histórico, ágil, investido de su función en el devenir. Abandonó el vetusto edificio soviético. Partió hacia el trabajo.

Al llegar a la fábrica, hizo lo que habitualmente no hacía. Era un día donde la obligación profesional no tenía cabida. Había sido reemplazada por un mandato del destino. Otorgó poco o ningún sentido a las leyes de su país. Un día de excepción, ya no existía como un simple empleado; nacía, en aquellos instantes, el hombre que emergía de los desenlaces. Entonces se dirigió al fondo de la fábrica, donde se encontraba el despacho del señor Vladimir Putilov. 

Subió las escaleras, llamó a la puerta y colocó la mochila sobre su pecho, entreabierta, con su mano derecha junto al gatillo. Oyó una voz clara y fuerte: “Puede pasar”. El señor Putilov estaba sentado, revisando documentos que requerían su firma. Estampó su rúbrica en el último recibo, alzó la vista y dijo con una pequeña sonrisa en el rincón de la boca, mezclada con su habitual tono de desprecio y banalidad: “Buenos días, Maksim Mest. ¿Qué me trae?”. El joven Mest lo miró fijamente a los ojos durante varios segundos, guardando silencio. Sacó el arma y disparó sin piedad. El primer tiro lo falló, al igual que el segundo. Putilov, alarmado, empujó la silla hacia atrás y se llevó las manos al rostro. El tercer disparo fue certero: impactó las vértebras cervicales y los músculos posturales.

El señor Putilov abrió los ojos con desesperación, llevándose las manos al cuello; los documentos, títulos, registros, recibos y facturas quedaron manchados de sangre. Mest comprendió que no podría confiar más en la vieja arma soviética. Torpemente buscó un cuchillo dentro de la mochila, sacando en su lugar la foto del tío Sasha y del viejo señor Mest. La fotografía emergió de la oscuridad de la mochila hasta encontrarse con su mirada. Reconoció la imagen del jabalí abatido y colgado; la descartó. Entonces dio con el cuchillo, lo empuñó con firmeza y se lanzó hacia su patrón, que agonizaba sobre la mesa. Clavó repetidamente el metal afilado en el cuello y el pecho con movimientos vertiginosos, repitiendo la acción hasta que la muerte se apoderó irrevocablemente del cuerpo del oligarca.