Madrid-Wuhan
La chica que está en la mesa de al lado estornuda. En México se responde a cualquier estornudo (hasta los de pimienta) con un: ¡Salud!, pero en España solo se replica en confianza y nunca más de una vez. Además aquí dicen ¡Jesús!, y ese es un nombre que algunos prefieren evitar.
La chica estornuda de nuevo. Calculo en mi mente si la distancia que nos separa es superior a la estatura de Michael Jordan; así suelo estimar los dos metros. El basquetbolista mide 2.02, por lo que hay un mínimo rango de error. La prensa indica que en un trecho menor a dos metros el virus se propaga con facilidad, en un avión estás jodido, lo mismo en un autobús, en una sala de cine, en una manifestación.
Aparento calma, pero mi mano busca de manera inconsciente un caramelito de propóleo que me traje de México. Según mi hermano, filósofo apicultor, las abejas producen el propóleo para desinfectar cualquier sustancia intrusa que entre al panal. Imagino que el dulce hace lo mismo en mi garganta.
Estoy en la terraza de un café en el centro de Madrid, la temperatura oscila entre los 15 y los 5 grados, hay fuertes vientos y oleadas de polen primaveral, lo que justifica tantas narices rojas, gargantas carrasposas y ojos irritados. Pero pocos saben con seguridad qué bicho tienen, tal vez solo los que dieron positivo en la prueba descansan felices, como los tuberculosos en La Montaña mágica. Los demás enfermos buscan a los de su categoría, quienes están sanos no quieren acercárseles, pero de ninguna manera se quieren juntar con los que pueden estar peor.
Sólo hay una verdad en esta ciudad cercada, nadie quiere estar solo en el Apocalipsis. Ya lo dijo Jim Jarmusch: “sólo los amantes sobreviven”. La chica me mira. Me dedica una sonrisa que ya me sé de memoria, una que significa: “se te cayó algo” o “¿me regalas un cigarrillo?” Se acerca a mi mesa, es bonita, tiene el look mitad bohemio mitad Inditex que prolifera en las ciudades españolas; sus ojos azul Cómex me dibujan una sonrisa, pero no puedo dejar de ver su nariz respingona, roja y humedecida. Me pregunta por la calle del Príncipe. Sé que está a tan solo unas cuadras, nace en la plaza de Santa Ana donde está el Teatro español, incluso tengo entradas para la función del miércoles de Diálogo del amargo de Federico García Lorca; sin embargo, me paralizo, una gotita de saliva brota de sus labios y finjo no entender su idioma, cabeceo como un demente y huyo.
¿A quién le importa el teatro? Todo se va a cancelar: las clases, los conciertos, el futbol, las presentaciones de libros, el cine, los mercadillos. Sin actividades culturales ni cerveceo, Madrid es tal vez la ciudad más aburrida del mundo. Corro de vuelta a casa, aunque esa “casa” sea una pequeña habitación sin luz por la que pago una cifra mensual con la que viviría bien durante todo un año en una playa oaxaqueña.
Apuro el paso cuando veo caras enfermizas; si oigo un acento italiano o un carraspeo, agacho la cabeza; si distingo rasgos orientales, cambio de calle. En mi habitación hay el mismo clima que allá afuera, ni siquiera es frío, solo es una destemplanza de ideas. Preparo un té inspirado por los tantos remedios de abuelita que se me ocurren. La olla se convierte en un caldo de ajo, jengibre, cebolla, cúrcuma, pimienta y miel.
Me hago a la idea: leeré hasta que todo pase, estoy preparado para este tipo de situaciones, se supone que a eso me dedico, a estar solo; la literatura es el arte de domesticar la soledad. Pobres de los otros: los maratonistas, los cocainómanos, los chicos antro, los bailadores, los entrenadores de gimnasio. No sé si sobrevivan al aislamiento.
Leo el nuevo Premio Herralde de Novela, Nuestra parte de noche de Mariana Enriquez, avanzo cincuenta páginas antes de darme cuenta de que no me estoy involucrando con la lectura. Hay muchos distractores: ¿por qué los rusos no se han enfermado?, ¿de verdad sirve el propóleo?, ¿por qué me aterra tanto que no haya una mente maestra detrás de esta pandemia?, ¿y por qué está otra vez de moda el terror fantástico?, ¿qué chingados hago leyendo una novela de fantasmas? Nunca me gustó el género del terror, ¿debo de forzarme a leerlo solo porque el fin del mundo está a la vuelta?
Paso mejor a La tentación del fracaso, los diarios de Julio Ramón Ribeyro, y busco si en algún momento vivió algo parecido como emigrante latinoamericano en Europa. No encuentro ninguna pandemia pero sí una frase que me retrata: “A los 28 años uno se vuelve estúpido, mezquino, terriblemente egoísta. Antes de resolverse a la acción piensa en mil detalles insignificantes”. Estoy a pocos días de cumplir 29 —probablemente celebre mi cumpleaños en cuarentena— y me siento más insignificante que nunca.
Decido salir, ser parte de algo, existir en conjunto tal vez por última vez. Lo primero que veo sobre la Gran Vía, en la manifestación del día de la mujer, es a un viejito desubicado que enarbola un enorme cartel no sé si en contra o a favor del coronavirus, al otro lado tiene un mensaje que acusa a Pablo Iglesias de mentiroso.
Me uno al contingente sin ánimos de gritar, porque muchas consignas quedan mal con voz grave (¡escucha, hermana, aquí está tu manada!), pero sobre todo por temor a los microorganismos que salen expulsados de miles de gargantas al unísono. La marcha es festiva e internacionalista, se habla de Chile, de Argentina, de Kurdistán, no obstante, resulta desangelada si se compara con las de otros años. El clima no ayuda, tampoco el miedo.
Tres días después, Irene Montero, ministra de Igualdad, da positivo en la prueba de coronavirus. Algunos se preguntan si no se habrán contagiado todos en la manifestación. Cierran las escuelas, prohíben las reuniones de más de mil personas. Se desatan las compras de pánico: el Mercadona vacío, el Carrefour sin carne ni verduras, en el Lidl escasean los enlatados.
Madrid ha caído. Resulta estúpida la comparación, pero el ambiente de pánico no deja de repetirme la caída de Madrid en la Guerra Civil frente a las tropas franquistas. Encuentro más tarde una de esas coincidencias inverosímiles que nos facilita Wikipedia: a la ciudad de Wuhan, epicentro del brote de coronavirus, se le conoce como “el Madrid del este” por las similitudes en su asedio durante la Segunda Guerra Sino-Japonesa.
No queda más, hay que huir de aquí. Suspenden todos los vuelos a Europa, ya no hay escape. Regreso a mi habitación, leo en un post de Patricio Pron una brillante idea de Paul Virilio que define lo que está pasando: “Nos enfrentamos a una situación de emergencia provocada por un verdadero delirio colectivo que está, a su vez, reforzado por la sincronización de las emociones, es decir, por la súbita globalización de los afectos en tiempo real que golpea a la humanidad en el mismo instante”.
Clausuro mi atención cibernética con esa cita, apago los aparatos y le doy otra oportunidad a la novela de Enriquez. Es el día uno de mi cuarentena. Tengo la creencia de que estos encierros hipocondriacos tendrán a la larga un efecto positivo en la sociedad. Leo en paz y sin ninguna prisa, ¿no era esto lo que quería desde hace tanto tiempo?