MACONDO NO TIENE QUIEN LE ESCRIBA
10 años sin Gabriel García Márquez
Morirse lo pone a uno de moda, pero es una moda pasajera
que el escritor no disfruta.
Javier Marías
En estas últimas semanas le he dado muchas vueltas al tema de los manuscritos póstumos. ¿Hasta qué grado es válido lucrar con el archivo literario de un escritor muerto? Por un lado, entiendo el punto de vista de los autores y distingo dos actitudes diametralmente opuestas con respecto a sus inéditos. Están los que fusionaron arte y vida y cada garabato lo convirtieron en un preciado objeto artístico digno de la posteridad. También están los que cosecharon una obra preciosista, bien delimitada de su quehacer cotidiano, y fueron geniales en su obra y tediosamente ordinarios en su día a día. Entonces, ¿deben los herederos apostar la memoria de sus célebres antepasados, ya sea con un fin monetario, o para seguir avivando la llama de su talento en el porvenir?
Es una pregunta tentacular que desprende otro rizoma de respuestas, según sea el caso. Hay quien cree que Virgilio y Kafka nunca hablaron en serio cuando pidieron que sus manuscritos se convirtieran en cenizas tras su muerte, y cómo le agradecemos a sus respectivos albaceas que no hicieran caso. Su poética aún navega por el imaginario popular y sería difícil concebir la actualidad sin el periplo de Eneas o el más kafkiano de los textos kafkianos, El proceso.
En otros casos, la publicación de confidencias, quizá demasiado íntimas, de autores canonizados hace un cortocircuito en la mente de los lectores más respetuosos. ¿Debería estar yo leyendo esto?, se preguntaron muchos con los diarios gástricos de Thomas Mann, donde tomaba nota de cada uno de sus achaques; le pasó por la mente a Dorothy Parker al leer el Diario de la cuentista neozelandesa Katherine Mansfield: “Lo que leemos es tan íntimo que casi me siento culpable por haber transitado estas páginas. Es un libro magnífico, pero creo que solo los grandes y tristes ojos de Katherine deberían haberlo leído”.
Existe otra variedad de autores, en su mayoría poetas dementes, que entremezclaban a tal grado vida y obra que cualquier cosa suya que se publique en la posteridad nutre y sigue engrandeciendo su leyenda. Me ocurrió al leer “La historia nos absorberá”, epigramas o glosas surrealistas que garabateó el poeta Mario Santiago Papasquiaro sobre las páginas de un libro de Orlando Guillen y que editó bellamente Ediciones Sin Fin. Siento algo semejante con Cartas a la princesa, la relación epistolar, brillantemente editada por Ignacio Echevarría, que sostuvo el novelista uruguayo Mario Levrero con su amiga, doctora y más tarde esposa Alicia Hoppe. Si bien se trata de textos íntimos, pareciera que estos autores hubieran escrito cada letra, cada recibo, cada lista del súper, pensando en su legado literario. También tiene algo que ver con la consagración en vida, de donde desprendo mi primera sentencia: los escritores raros son más interesantes en la posteridad.
Pensemos ahora en el escándalo editorial más reciente, una novela póstuma de Gabriel García Márquez, En agosto nos vemos (Diana, 2024). Una novela en la que Gabo trabajó con mucho esfuerzo hasta que ya no pudo y le pidió a sus herederos que la destruyeran por imperfecta. ¿Hicieron bien en ignorarlo y regalarle a los lectores del siglo XXI una última obra del premio Nobel colombiano? ¿Actuaron como Max Brod al negarse a quemar los papeles póstumos de Kafka o como los editores rapaces de Millenium, la saga policiaca, que siguen sacando secuelas de la trilogía de Steig Larsson que ya a pocos interesan? De aquí desprendo mi segunda sentencia: la calidad estética de una obra eximirá a sus herederos de la culpa de lucrar con los manuscritos póstumos de sus talentosos parientes.
Por otra parte, entiendo la postura del lector, sobre todo la del lector obsesivo, la del narrador de Los papeles de Aspern de Henry James que está dispuesto a todo con tal de conocer un fragmento más de la obra de su autor predilecto; a veces por verdadera devoción, a veces por interés academicista. Pero de todas las perspectivas, me quedo con la que compartió Javier Marías sobre su amor por la obra de Thomas Bernhard. Fue él quien promovió que la obra del genio austriaco se publicara en español por primera vez con la editorial Alfaguara (aunque le pusieron muchos peros en su momento) y de inmediato el estilo laberíntico de Bernhard adoctrinó en las siguientes generaciones a un centenar de imitadores hispanoamericanos. Sin embargo, Marías contaba que él guardó sin leer la última de las novelas de Bernhard, Extinción, para que siempre le quedara algo nuevo de él en el futuro; ese libro, inédito a sus ojos, le daba esperanza de que la literatura siguiera siendo excelente el día de mañana.
A mí me ha pasado lo mismo innumerables veces —teniendo en cuenta que los libros que más me gustan los escribieron autores que les dio por morirse en mi juventud—, me pasó con el mismo Javier Marías, cuya novela El monarca del tiempo guardo en un estante esperando mi vejez, si es que llego a viejo. Cuando lo conocí en Madrid y se lo conté, Marías me contestó secamente: “No vale mucho la pena”. También me ocurrió con Sepulcros de vaqueros, libro póstumo de Roberto Bolaño que en su momento suscitó críticas por su publicación semejantes a las de En agosto nos vemos. Recuerdo que iba a la mitad de la segunda nouvelle de las tres que conforman el conjunto y en un instante me di cuenta de dos cosas, que de verdad la estaba disfrutando y que, cuando llegara al punto final, habría terminado de leer todo lo que Bolaño había escrito; sin pensarlo, lancé el libro por los aires y nunca más volví a atisbar ni una letra de su interior.
Un sentimiento similar me contuvo al imbuirme en la historia de Ana Magdalena Bach, protagonista de la novela póstuma de García Márquez, En agosto nos vemos. Ana Magdalena es una mujer de 46 años, hija de músicos, y está casada desde hace 27 años con Domenico Amarís, un director de orquesta también hijo de músicos: “un caricaturista musical capaz de salvar una fiesta con un bolero de Agustín Lara en el estilo de Chopin o un danzón cubano al modo de Rajmáninov”. Ana Magdalena, año con año, visita cada 16 de agosto la tumba de su madre para llevarle un ramo de gladiolos y contarle sus cuitas. Poco antes de su muerte, la madre indicó que quería que la enterraran en una isla poco accesible a la que Ana Magdalena Bach viaja en transbordador.
La novela cuenta con seis capítulos escritos con alegre y rítmica claridad, con un estilo ágil y desenfadado que recuerda más a la magia cómica de Doce cuentos peregrinos que al mágico realismo de párrafo serpenteante en Cien años de soledad. En el barco con rumbo a la isla, Ana Magdalena únicamente se deja acompañar por un libro sobrenatural diferente: Dracula de Bram Stoker —del cual lamenta que Coppola, “en su película inolvidable” omitiera el episodio en el que el Conde desembarca en Londres transformado en perro—, El día de los trífidos de John Wyndham, Crónicas marcianas de Ray Bradbury, El diario de la peste de Daniel Defoe.
“Detestaba los libros de moda y sabía que el tiempo no le alcanzaba para ponerse al día. En los años recientes se había metido a fondo en las novelas sobrenaturales”.
En verdad, los lectores ya conocíamos el argumento de la novela En agosto nos vemos, pues en 1999 García Márquez publicó en El País el primer capítulo o relato de la novela y más tarde aparecería en el mismo diario una entrevista donde revelaba que: “El común denominador del libro es que tratará de historias sobre amor de gente mayor”. Una confusión posterior llevó a pensar que el personaje protagonista femenino encontraría en la isla al amor de su vida, sin embargo, el editor de la novela cuenta en el epílogo: “Gabo me confesó divertido que no era el amor de su vida lo que su protagonista encontraba, sino un amante diferente en cada visita”.
De eso trata, en pocas palabras, la novela póstuma de García Márquez, de una mujer que aprovecha la visita que hace a la tumba de su madre cada año para buscar, en un hotel diferente, con un libro diferente, a un amante diferente que reinvente toda una vida de fidelidad conyugal. Las descripciones de estos amoríos son gráciles e inocentes:
“Se acaballó sobre él hasta el alma y lo devoró para ella sola y sin pensar en él, hasta que ambos quedaron perplejos y exhaustos en una sopa de sudor”.
Los encuentros sexuales de Ana Magdalena son siempre fortuitos y, sin juicios morales, suelen tener una consecuencia cómica que orilla a la protagonista, si no al arrepentimiento, sí a la renovación de sus expectativas sobre el sexo masculino.
… y lo único que le quedaba en su noche loca era un triste olor de lavanda en el aire purificado por la borrasca. Sólo cuando cogió el libro de la mesa de noche para guardarlo en el maletín,se dio cuenta de que él le había dejado entre sus páginas de horror un billete de veinte dólares.
A lo largo de la novela, Ana Magdalena no superará la grosería de que su primer amante le dejara un billete de veinte dólares, es decir, que la tratara como a una trabajadora sexual:
“Aunque no fuera consciente de las razones de su cambio, algo tenía que ver con ellas el billete de veinte dólares que llevaba en la página dieciséis de su libro. Lo había padecido con un sentimiento de humillación insoportable y sin un instante de sosiego. Había llorado de rabia por la frustración de no saber quién era el hombre a quien tendría que matar por haber envilecido el recuerdo de una aventura feliz”.
Porque los amores de Ana Magdalena en la isla donde está enterrada su madre, además de fortuitos, son anónimos. Ella nunca pretende conocer los nombres de sus amantes ni tiene planeado seguir en contacto con ellos después de la visita. Su matrimonio es feliz y anómalamente erótico después de veintisiete años y dos hijos. Su hijo mayor realiza estudios en el extranjero y es exitoso, como el padre, y su hija, después de una aventura con un trompetista que recuerda a la canción Ligia Elena de Rubén Blades, tiene en mente enclaustrarse en un convento, cosa que su madre no ve con buenos ojos, pero nada puede hacer para que desista.
García Márquez se vale del paralelismo entre las tres mujeres del relato (el fantasma de la madre, María Magdalena y su hija) para estructurar una fina crítica a la modernidad. Los cambios del paso del tiempo orillan a la protagonista a sentirse siempre incómoda en los hoteles donde pernocta: “Entró en el cuarto, se quitó los zapatos, se tiró boca arriba en la cama y encendió un cigarrillo. Las alarmas de incendio se disiparon. Casi al mismo tiempo llamaron a la puerta, y maldijo el hotel donde la ley perseguía a los huéspedes hasta la intimidad del retrete”. Ana Magdalena, con las nuevas leyes antitabaco, parece también hacer una crítica a la nueva moral de las instituciones, empresas y a la de su propia hija que está aferrada a hacerse monja: “una modernidad represiva que terminaba por ser de un moralismo medieval”.
Sin embargo, ésta no es una novela satírica ni corrosiva, sino el retrato íntimo y entrecortado por los años de una mujer que busca revolucionar, no sus creencias, sino sus vivencias, sólo por el hecho de hacerlo. La prosa de García Márquez es tierna en los diálogos con sus sucesivos amantes y cada capítulo tiene un pequeño desenlace que le revela al lector la sorpresa de sus mejores cuentos:
“Nunca se preocupó por saber quién era él, ni lo pretendió, hasta unos tres años después de aquella noche brutal, cuando reconoció en la televisión su retrato hablado de vampiro triste solicitado por las policías del Caribe como estafador y proxeneta de viudas sin sosiego, y probable asesino de dos de ellas”.
Si el segundo amante era, quizá, un asesino serial, el tercero resultará ser Aquiles Coronado, un compadre de toda la vida que, como el necio Florentino Ariza de El amor en tiempo del cólera, llorará rogándole para llevársela a la cama aunque sea una vez. Ella lo rechaza. Pero la pluma de García Márquez no es nada benévola con la descripción de estos hombres patéticos: “Le quedaban ímpetus de gladiador, pero tenía la piel rocallosa, una papada renacentista y unas hebras de cabellos amarillentos erizados por la brisa del mar”.
El tercer amante es joven y ella le adivina la edad musicalmente: “calculó que él no pasaba de los treinta años, porque apenas si daba pie con el bolero”. Me parece que la “imperfección” que encontraba Gabriel García Márquez en esta novela recae en que él quería construir una gran novela sobre su más grande pasión en la vida: la música. Y pese a tratarse de un excelente relato, intrigante, rítmico, bellamente escrito, chistoso y a la par desolador, quizás no sintió que estuviera a la altura de su arte predilecto. No obstante, En agosto nos vemos es una novela bailadora, cadenciosa, melódica, que se goza a nivel lenguaje y que llega a profundas conclusiones: “era absurdo esperar un año entero para someter el resto de su vida al azar de una noche”.
Si bien espero que no aparezcan en los próximo años nuevos inéditos de García Márquez (y mucho menos de plumas ajenas) afincados en Macondo, considero que En agosto nos vemos sí supera la calidad artística que, de acuerdo a mi segunda sentencia, puede eximir la culpa lucrativa de sus herederos para regalarnos un nuevo relato del Premio Nobel colombiano, el cual, pese a sus pequeñas deficiencias, su inconclusión, y las arengas paratextuales, creo que es, tal como está, mejor novela que muchas novelas soporíferas modernas que el mercado editorial disfraza de obras maestras.