Lucero del alba
CAPÍTULO V. RONALD
La pista se perdía entre los témpanos. El monstruo buscaba su elemento. Sacarlo de su escondite era una hazaña digna de Beowulf y de los impávidos gautas. Mitad caballo, mitad ballena, con colmillos afilados como espadas, la criatura podía moverse a placer en el océano y en tierra firme.
Los antiguos ingleses lo llamaban Horschael. El nombre había llegado a la isla a bordo de los barcos vikingos. Hrosshvalr o Rosmhvar lo llamaban los noruegos: el caballo marino, la ballena anfibia. Para llegar a su guarida era necesario cruzar el mar del Norte hasta llegar a los fiordos de Noruega, en donde normalmente se escondía. Allá se podía avistar su dorso negro cuando rompía las olas. El animal huía al mínimo ruido de remos golpeando el agua; nadaba hasta el círculo polar, en donde el hielo bloqueaba la quilla de las naves balleneras. En el límite del mundo, los lapones lo llamaban Morsa, animal sagrado digno de respeto y temor. Pero la cacería se extendía más allá, hasta doblar el Cabo Norte y llegar a la tierra de los pueblos fínicos. En su lengua la quimera colmilluda se llamaba Mursu. En las rocas aplanadas, ya cansada, esperaba el golpe final del héroe, que lanzaría el arpón desde la proa y le atravesaría el corazón por la mitad.
Con la pluma le pegó al portalápices y lo tiró sobre la mesa. El ruido hizo que todos voltearan. La mirada del profesor Bradley cruzó el salón hasta clavarse sobre el responsable.
Ronald se apresuró a recoger los lápices y volvió a su trabajo. La luz de la tarde comenzaba a disminuir. Miró el reloj: cuarto para las cuatro. Dedicó demasiado tiempo a la etimología de la palabra walrus, “morsa”. La había seguido hasta el Polo Norte. Además, había pasado tiempo con waggle, “agitar”, y ya le tenía miedo a las infinitas acepciones de want, “querer”. Un montón de hojas con apuntes cubrían el escritorio. La mayor parte tenían tachaduras y ya estaban arrugadas. Hipótesis, intentos por transitar caminos desconocidos.
Para la morsa había intentado seis. Le servía para aguantar el aburrimiento de ese trabajo de compilación.
Bradley, por el contrario, tenía prisa: las últimas letras del diccionario tenían que estar listas en un año. Ya habían tenido que esperar mucho: a que acabara la guerra, “que la cultura de la palabra volviera a predominar sobre la barbarie de las armas”, que el batallón de trabajo se recompusiera y llenara los vacíos provocados por el káiser. Ronald estaba allí para eso. Y porque, pese a su lentitud, era muy talentoso. Bradley lo sabía. Pocos entre los jóvenes colaboradores dominaban las lenguas nórdicas como él. Además estaba ahí porque le pagaban: con una familia a cargo, no había que ser remilgoso.
Ronald amaba las palabras, pero de una manera personal y peculiar. Eran como símbolos arcanos, enigmas por resolver; contenían historias, abarcaban siglos y continentes. Cada palabra sugería otras, quizá nunca pronunciadas, pero del todo plausibles, todavía más densas en significados y referencias, y por lo tanto más verdaderas. Pero entre esas paredes no podía estirarse mucho la liga: había un límite inamovible. En la visión de los fundadores, el Oxford English Dictionary debía ser la piedra miliar de la civilización británica, la suma de todo lo que se decía en inglés y de cómo se decía desde el principio de los tiempos hasta la época moderna. La fantasía no tenía cabida.
“Palabras, palabras, palabras” era la cita preferida de Bradley: la repetía tantas veces que ya ni siquiera se daba cuenta; lo hacía por hábito, como hablando consigo mismo. Ronald odiaba a Shakespeare. Le parecía increíble cuántas voces le correspondían, como si hubiera querido usar todos los vocablos posibles. Un verdadero usurpador de la lengua, voraz y avaro.
Alguien empezó a ponerse de pie y a decir adiós con sobrios gestos de despedida. El color gris de las tareas contagiaba las maneras: hablar en voz baja, moverse el mínimo indispensable. Ronald se había adaptado. Salió de la antigua sede del museo, base que se le concedió a los compiladores del Diccionario para llevar a término su gran obra. Broad Street todavía estaba libre del ajetreo de togas y los cuellos almidonados que al cabo de una hora la llenarían. La recorrió hasta la esquina y se dirigió a casa. En la siguiente esquina se detuvo a contemplar el nuevo edificio del Ashmolean, que ocupaba ese lado de Beaumont Street. La escalinata, las líneas neoclásicas del edificio, el frontón sostenido por cuatro columnas jónicas: cada detalle magnificaba la gloria de quien, gracias a su propia fama, había convencido a la universidad de transferir allí el museo. Sir Arthur Evans no se hubiera sentido contento con nada menos para conservar los adornos del rey Minos que había sacado a la luz con tanto cuidado. Arqueólogos y clasicistas reinaban en la Nueva Arcadia
Oxoniense. Para ellos se construían esos edificios. Los filólogos debían sentirse satisfechos con los edificios en desuso.
Fue precisamente al museo a donde se dirigió. Desde hacía un tiempo había tomado esa costumbre, una desviación antes de regresar a casa, un secreto innocuo.
A esa hora las salas estaban vacías, faltaba poco para el cierre. A la entrada, el guardia lo saludó llevándose la mano a la visera. Por alguna oscura razón el guardia pensaba que Ronald era un artillero, compañero suyo, y por eso le permitía entretenerse dentro unos minutos fuera del horario de visitas. Ronald había pertenecido a los Fusileros de Lancashire, pero nunca se le había presentado la ocasión de desmentir a ese hombre, así que podía permitir la confusión sin sentirse culpable.
Dejó atrás las colecciones minoicas y subió al siguiente piso. Cuando entró en la sala, sintió una emoción sutil que le cosquilleaba la nuca. La iluminación de la exposición era la única fuente de luz que quedaba. La gran vitrina octogonal predominaba en el centro de la sala. Desde lejos se podían ver las piezas dispuestas sobre un plano inclinado, casi como si formaran una flecha apuntando hacia arriba. Anillos. Formas y dimensiones muy variadas. Ángeles y dragones, cruces y emblemas, perlas y piedras preciosas. Habían pertenecido a papas, obispos, príncipes italianos. Eran círculos que sellaban pactos entre los hombres, vínculos de poder, el sentido de una fe inmortal. Algunos sellaban un vínculo conyugal que había sobrevivido a los propios amantes, y quizá guardaban lemas grabados en su interior.
Tocó el vidrio con la nariz para observarlos mejor. La banda de oro que llevaba en el dedo era muy poca cosa comparada con tal ostentación. Pensó en Edith, en su amor por ella. Sintió culpa y quiso salir corriendo a casa.
Cuando volteó, se sobresaltó y casi golpeó la vitrina. Había alguien en el umbral, una silueta apenas iluminada. Un pequeño ser, más bajo que él, con una gran cabeza. Le recordó la ilustración de un trasgo en un libro de cuentos de cuando era niño. Le dieron escalofríos, justo como le pasaba ante esa página.
—Le pido perdón —dijo el hombre diminuto—. Pensé que ya no había nadie.
Se acercó con pasos pequeños y delicados. Ronald vio cómo le echaba un vistazo a través de la vitrina. Tenía los ojos de un azul intenso que captaban la luz.
—A veces trato de imaginarme quién llevaba esos anillos en el dedo.
Parecía como si retomara una charla que hubiera iniciado hacía un rato. ¡Allí estaba alguien que compartía su secreto!
—Hombres que sostenían el peso del poder —contestó Ronald.
Por un segundo el otro pareció entristecerse, todavía pensativo.
—Quién sabe si todos estuvieran a la altura.
—Yo creo que no. El poder corrompe —Ronald fingió toser—. Creo que el museo ya cerró.
—Oh, no soy un visitante —respondió el otro, con los ojos puestos sobre la colección de anillos—. Y mucho menos un ladrón —bromeó—. Tenía yo una reunión con el director. ¿Usted viene seguido?
—No —mintió Ronald—. ¿Usted sí?
—Venía desde antes de la guerra. Disculpe —le dijo mientras mostraba la mano derecha, vendada, y luego le extendió la izquierda—. Me llamo Lawrence.
Ronald lo saludó.
—Tolkien.
—Llegas tarde. La cena está fría.
Ronald apoyó el maletín en una silla a la entrada, besó a su esposa y dejó que le quitara el abrigo.
—Lo siento. Se me fue el tiempo.
El pequeño John corrió hacia él aun con el riesgo de tropezarse y le pidió que lo abrazara. Su risa infantil le quitó a Ronald el aire distraído que tenía desde que estaba en la sala de los anillos. Jugó un rato con el niño, luego se sentó a la mesa. Frente a él, Edith lo veía comer en silencio. Habló sólo hasta que él terminó.
—¿Me quieres contar qué te pasó?
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