Los tesoros del recuerdo
Titulo: ¡Llegaron!
Autor: Fernando Vallejo
Editorial: Alfaguara
Lugar y Año: México, 2015
En una de sus cartas al joven poeta Franz Xaver Kappus, Rilke le decía que en todo debería encontrar inspiración; que si su vida cotidiana le parecía pobre, no la culpara a ella: «acúsese a sí mismo de no ser bastante poeta para lograr descubrir y atraerse sus riquezas». Y agregaba: «para un espíritu creador, no hay pobreza. Ni hay tampoco lugar alguno que le parezca pobre o le sea indiferente». Pero en caso de que no hallara inspiración ahí, le aconsejaba que volviera su atención a la infancia, que intentara «hacer resurgir las inmersas sensaciones de ese vasto pasado». Y si, una vez más, el entorno le era adverso, la infancia le depararía innumerables tesoros: «aun cuando usted se hallara en una cárcel, cuyas paredes no dejasen trascender hasta sus sentidos ninguno de los ruidos del mundo, ¿no le quedaría todavía su infancia, esa riqueza preciosa y regia, ese camarín que guarda los tesoros del recuerdo? Vuelva su atención hacia ella».
La infancia como fuente inagotable de experiencias es la materia prima de ¡Llegaron!, la novela más reciente de Fernando Vallejo (Medellín, Colombia, 1942). De hecho, la infancia es la etapa que Vallejo siempre rememora: a lo largo de su obra narrativa hay evocaciones o recuerdos de sus primeros años en la finca de Santa Anita, a unos cuantos kilómetros del centro de Medellín. Sin embargo, este nuevo libro tiene una relación más estrecha con su primera novela, Los días azules (1985; luego incluida en El río del tiempo, Alfaguara, 1999) en la que también evoca sus años de infancia, sin duda, los mejores de su vida, de ahí el ilustrativo título. En una página de Los días azules, Vallejo escribe: «Ausente de pecado mortal, la niñez es la época más tediosa de la vida» pero, agrega, «un día, por fin, la deja uno atrás con su vacío incolmable». Sí, tal vez nos parezca que en esa etapa no suceda nada relevante, pero lo que viene después no puede llenar semejante dicha.
Como en esa novela, que es un diálogo con su perra Bruja, y en las dos anteriores (en El don de la vida habla con la muerte y en Casablanca la bella con las ratas), Vallejo conversa durante un vuelo de la Ciudad de México a Medellín con su antiguo psiquiatra, a quien le cuenta sus días infantiles y en su recuerdo incontenible el diálogo se le vuelve monólogo, como diría el poeta Gilberto Owen. Ese monólogo está lleno de instantes; Vallejo va y regresa sin orden aparente, como recuerdos que se agolpan en la mente y, sin perder ese impulso, así son transcritos en la página en blanco. Porque el cofre ha sido abierto y los tesoros del recuerdo, del que le hablaba Rilke a Kappus, ya no pueden contenerse. El lugar idílico es la finca Santa Anita y hasta ahí llegan los hijos de Lía y Aníbal con los abuelos: Fernando, el mayor, y sus otros seis hermanos. Precedidos por el «¡llegaron!», pregón soltado por Elenita, la tía abuela, ciertamente llegaba también la revolución: «Lo que estaba bien lo dañábamos, lo que estaba mal lo empeorábamos y lo que estaba aquí lo poníamos allá. Gato que aparecía, gato que perseguíamos con los perros detrás siguiéndonos ladrando». La finca se vuelve el espacio de esa infancia porque ahí tienen cabida los innumerables hermanos, la abuela, el abuelo, la tía abuela, el erudito tío Ovidio, el padre, a quienes Vallejo les profesa uno de sus contados amores, y por otro lado la madre, el mayor de sus odios, a quien llama «La loca» (la misma de El desbarrancadero, que ordena y manda desde las alturas mientras uno de sus hijos agoniza).
Hay lectores y también, sorprendentemente, críticos literarios que, en las novelas recientes de Vallejo, como es el caso de ¡Llegaron!, sólo han querido ver sus desplantes y, como consecuencia, han reducido toda la construcción de una impecable escritura a unos cuantos improperios (lo mismo a los señores académicos de la Lengua y a Malala, premio Nobel de la Paz, que al presidente Juan Manuel Santos o ahora al papa Francisco, como antes a la «alimaña» Juan Pablo II y a Benedicto XVI). Es cierto que ya desde Los días azules se vislumbraba ese afán de epatar que se consolidó en sus obras posteriores, principalmente en El desbarrancadero (Alfaguara, 2001). Pero lo cierto, además, es que esos insultos solo son un aderezo para disfrutar más sus obras: en las páginas de Los días azules despotrica con toda justificación contra los salesianos, en cuya escuela hizo sus primeros estudios, y el odio a la humanidad no ha hecho sino crecer pues, rememora, «de rencor en rencor me fui adentrando en la noche oscura del odio, donde dispersas brillaban una que otra chispita de amor». De manera que su corrosivo humor sólo es un elemento más en la narrativa de Vallejo; lo que realmente debería importarle al lector es que su escritura es deslumbrante, acaso una de las pocas que actualmente se escriben con verdadera pasión en la lengua española.