Tierra Adentro

Empecé un proyecto postal, el destinatario me decepcionó y nunca lo envié. Lo guardé en un cajón como prueba de una intención. Hace un par de semanas recibí una postal previamente anunciada. Fue enviada desde Varsovia casi cuatro meses antes. Revisé el buzón cada noche, casi como un ritual, suponiendo que quizá nunca llegaría. Llegó y su significado había cambiado. El remitente ya no estaba en el lugar desde el que la envió, quizá ya no querría decir las mismas cosas o tal vez ya me las había contado de viva voz. Yo (el destinatario) la esperaba como un objeto, como el final de un trayecto y no como un mensaje en sí.

Supuse, por la tardanza, que se había perdido entre oficinas de correo. Pienso en el recorrido de las cartas como pienso en un viaje: gente pierde aviones, se queda varada en un control aduanal o decide no tomar ningún rumbo. Entre el punto de partida y el destino hay una serie de factores que pueden hacer que un mensaje llegue o no. Me gusta pensar en aquello que transcurre entre el momento en que alguien escribe una carta y en el que otro la lee. También pienso en las postales que no llevan sobre, en cómo son leídas por todas las manos por las que pasan; la mayoría de las veces incomprendidas, como un mensaje cifrado y sin sentido. El mensaje sólo funciona para quien fue escrito y adquiere sentido en contexto.

Las cartas, además de llevar un mensaje, tienen la posibilidad de construir relatos y plantear tramas. Éste es el caso de las novelas epistolares, que cuentan una historia desde varias perspectivas y dan voz a los personajes en distintos tiempos. También interviene la idea del tránsito de la carta de unas manos a otras, elemento que articula y condiciona el relato mismo.

Lo epistolar está presente en toda la literatura y la literatura juvenil no es la excepción. Esta narración en primera persona suele “eliminar” la intermediación entre el personaje y el lector para generar empatía y sentido de horizontalidad con un público adolescente al que se tacha de complicado. Me vienen a la cabeza varios ejemplos de obras epistolares para este público, pero me detengo en uno reciente: Punkzilla. Es la primera novela de Adam Rapp traducida al español, publicada en la colección juvenil del Fondo de Cultura Económica en el 2016. Un relato que sigue el recorrido de un adolescente que escapa de la escuela militar y cruza Estados Unidos para encontrarse con su hermano moribundo. Durante el sinuoso camino, Jamie, el protagonista, escribe cartas donde le cuenta a su hermano todo lo que le sucede durante el recorrido.

Las palabras de Jamie tienen un tono contestatario y rebelde, escribe de corrido e inventa palabras, lo sabe y no le importa. A partir de su huida de la academia militar, pasa meses en Portland, donde tiene sus primeras experiencias con drogas y mujeres. Come y duerme donde puede, nunca sabe qué pasará al día siguiente. Disfruta de esa vida decadente que nunca pudo tener con sus padres en Cincinnati, le alegra ser dueño de sí mismo. Al enterarse que a su hermano le queda poco tiempo de vida, se arriesga y se expone a las condiciones más precarias con tal de cruzar el país para encontrarse con él.

Sus cartas están intercaladas con respuestas, algunas de fechas previas al tiempo de la narración y otras que siguen la cronología. Cartas que se atraviesan en el camino de aquellas que Jamie envía, unas que nunca responde, otras que nunca recibe o que recibe cuando es demasiado tarde. En Punkzilla el lector va un paso adelante del protagonista, tiene información adicional y se vuelve cómplice del relato. Lee cartas que no le están dirigidas, como si husmeara en el correo ajeno o escuchara conversaciones detrás de la puerta. Las obras epistolares le dan al lector un sentido de cercanía con los personajes. Lo que supone, a pesar de ser ficción, que un discurso privado se vuelve público.

Probablemente la mayoría de los lectores de Adam Rapp jamás han recibido o enviado una carta. Tal vez muchos de los problemas de Jamie pudieron haberse resuelto con un e-mail, un mensaje de texto o una llamada, pero las cartas siguen funcionando como un código narrativo. La materialidad del mensaje y su tránsito de una mano a otra cuentan una historia en paralelo. Es el relato de la intención, la espera, la duda y el silencio.