Donna Tartt juega a ser Dickens
Titulo: El jilguero
Autor: Donna Tartt
Editorial: Lumen
Lugar y Año: México, 2015
Esta es la novela que le valió a Donna Tartt el premio Pulitzer, la que le tomó once años desde su última publicación (Un juego de niños, 2003), la que la colocó inamoviblemente sobre el pedestal radiante y ambiguo del bestseller: la gloria entre sus lectores, el oprobio entre sus críticos.
En ella, Tartt desarrolla uno de sus temas favoritos: la infancia de un huérfano oscuro y taimado, o más exactamente, la transición de la adolescencia a la adultez de un ejemplar indiscutible de la ominosa soledad e indiferencia que acompañan siemprea quienes suelen reconocerse bajo la marca literaria del «blaisé». Como los héroes de Dostoievski o Dickens, Theo Decker va capoteando su timidez y mala fortuna, gracias a la providencial ayuda de una serie de personajes con mejor talante y estrella, algunos egoístas y miserables, otros simplemente bonachones. Es el propio Decker quien nos va contando su historia a través de un alargadísimo flashback, con tres elementos como punto de cohesión: el amor por su madre, su amistad con un muchacho ruso de nombre Boris, y la azarosa posesión de El jilguero, obra maestra del pintor de Delft Carel Fabritius, luego de una explosión en el Museo Metropolitano de Nueva York.
El hallazgo de El jilguero funge entonces como el punto de arranque de una serie de acontecimientos que obligarán al protagonista a trocar su vida apagada y mediocre por una existencia colindante con el crimen y el delirio, lo que representa también el esfuerzo de Tartt por integrar cierto elemento simbólico (un jilguero pequeño, atado y domesticado) como complemento de la soledad y la belleza pictórica que transcurren a lo largo de toda la novela. Mediante el óleo de Fabritius, la autora retoma aquel aforismo clásico sobre la creación literaria: utpictora poiesis: como la pintura, así debe ser la poesía, y en un sentido más amplio y contemporáneo, todo arte de la palabra.
Bajo esa premisa, Tartt hace alarde de un poder descriptivo riguroso –quizá preciosista– en el que los paisajes desolados de una ciudad desértica como Las Vegas, conviven con las vetas antiguas de muebles victorianos e incluso con los hábitos alimenticios del criminal Boris, el eterno amigo de Decker. Justamente este aspecto del libro ha sido más censurado que alabado. Y, en efecto, sólo aquellos lectores de largo aliento (que se encuentran en las antípodas de Borges para quien un texto como este de casi 1,200 páginas le parecería sin duda un tedio) podrán juzgar si algunos párrafos exclusivamente descriptivos, resultan imprescindibles, o bien, responden a un mero capricho de su autora.
Por su carácter ilustrativo, iniciático incluso, la novela está emparentada en más de un sentido con el Bildungsroman (o novela de formación) pero es justo decir que Tartt ha intentado actualizar el género mediante un estilo más crudo y desencarnado, en el que las referencias lo mismo al horizonte pop norteamericano que a la alta cultura universal (Harry Potter, Los siete magníficos, Pushkin, Dostoievski, el propio Fabritius o el ebanista inglés Chippendale) sacuden por su lenguaje directo y libre de afectación; rasgo, por cierto, que el lector mexicano podría pasar desapercibido en la marcada traducción peninsular. Según ésta, los personajes de Tartt «hacen la colada», son los «más enrollados», huyen de «seguratas» al tiempo que comen huevos con «beicon».
En el despliegue de personajes que representa un pequeño mosaico de la sociedad norteamericana, Tartt reproduce ciertas obsesiones que la hermanan con otros escritores de su siglo: el retrato de una sociedad alimentada por los narcóticos y otras drogas duras, la ambigüedad sexual y el racismo de nota capitalista que se suele ejercer en una ciudad multiétnica sin importar ni su nombre ni su filiación política. A través de la mirada de Decker y su comparsa Boris, la autora ha logrado renovar su propia picaresca, no tanto por aquellas desmesuradas aventuras de sus protagonistas, sino por sus paisajes, por elevar aquellos escenarios (la colosal Nueva York, la calamitosa Las Vegas, la acanalada Ámsterdam) al rango de ciudad ideal y patibularia, a la manera del Londres de Charles Dickens.
De hecho, ésa ha sido una de las objeciones que le ha impuesto la crítica: demasiado Dickens, dicen; y, aunque las referencias de Tartt a su maestro londinense en más de un sentido trascienden el plano del homenaje, tocará al lector juzgar el mérito de esa voluntad de imitación de estilo. En todo caso, pese a su excesiva extensión, y a la manía de su autora de «sobre enredar» la trama, El jilguero merece toda la atención que ha recibido, si no como una de las mejores novelas del cuarto de siglo (en esa tendencia tan norteamericana a la adulación y la grandilocuencia), al menos como la obra consumada de una narradora en la madurez de sus facultades que no conoce las prisas del mercado. Quizá tengamos que esperar otros once años para leer su próximo libro.