Los malos maestros, un escollo que hay que saber brincar Entrevista con Gustavo Marcovich
Durango, Dgo. 2 de octubre de 2013. Gustavo Marcovich me concedió una entrevista sobre su novela Responsables en este momento (Ficticia/Universidad Autónoma de Nayarit, 2013) a pesar de saber que yo no la había leído. El libro llegó a mis manos un par de días antes de conocerlo a él, pero no pasé de la primera página porque ya había arrancado el Festival José Revueltas que lo convocó, y en el que también participé, aparte de estar atenta de los movimientos de Lasse Soderberg, Víctor Manuel Mendiola y Evodio Escalante, amigos de la sociedad de escritores de Durango, invitados a pasarla bien en un encuentro literario más, éste salpicado de dulces de almendra, corridos y mezcal.
Marcovich cuenta que vive aislado en un pedazo de bosque de Valle de Bravo, con su mujer y su hijo Camilo, el niño capaz de platicar con los policías y divertirse cosechando hongos, muy lejos de siquiera atisbar lo que a su padre hoy le preocupa tanto: la decadencia existencial de los adolescentes y su desesperanza. Muchos pasajes de la novela nos llevan a pensar en esto, desde luego, pero para Marcovich lo malo es que todo ese vacío le va a tocar a Camilo, aunque —aclara— ahí estará él para “ayudarlo en su entendimiento del mundo”. Dicho esto, sin dejar de pensar en su hijo, se impone la ironía: “con que aprenda las tablas de multiplicar —cosa que ya nadie sabe— soy feliz”.
No hay humo de cigarro que oculte el sarcasmo que caracteriza a este profesor de física y química en una prepa.
Empecemos por lo que significa para ti esta leyenda en la portada de tu libro: Premio Nacional de Novela Breve “Amado Nervo”.
—Primero debo aclararte que iba a ser una novela de 400 o 500 páginas, pero tengo un hijo como de tres años, y gracias a él mi novela fue breve (risas); paso mucho tiempo con él. Pero volviendo al tema, es mucha condensación escribir una historia con un límite de páginas y con muchos personajes; para mí, que soy químico era como una gran ecuación a resolver, y lo tomé así: plantear las incógnitas, ver cómo se entremezclan y resolverlo todo en pocas páginas. El hecho es que por mi formación química soy más bien parco y hosco. Los químicos somos muy huevones, así que no hacemos casi nada; no nos la pasamos largas horas en el laboratorio experimentando para ver qué va a pasar, más bien lo discutimos y lo planeamos y pensamos mucho antes de hacer cualquier cosa, así que yo tenía casi toda la historia en la cabeza y un día me tuve que sentar a escribirla.
Desde tu punto de vista, ¿qué méritos tiene Responsables en este momento para haber ganado?
—Eso habría que preguntarle al jurado, pero me concentré en que estuvieran bien resueltos todos los personajes y que todas las historias acabaran; algunas acabaron bien y otras mal para desgracia de los personajes (risas).
Ya que tuviste la idea en la cabeza largo tiempo, te pido que ahondes en la idea de lo que significa vivir con los personajes.
—Eso es divertido, en algunos momentos te sientes bastante potente pero en otros, harto. Yo básicamente tenía todo el asunto del estado de depresión general en que vivimos acumulado en la cabeza, pero a la vez, la novela trata de no ser depresiva ni muy descriptiva porque supongo-presupongo que la mayoría de la gente que lee ya está enterada de muchas cosas que me tomé la libertad de obviar, por ejemplo no especificar detalles de una tortura en cuarenta páginas, pues la mayoría ya sabemos cómo es una tortura, afortunadamente no en carne propia, pero mucho ya es relato escrito e historias en primera persona que cada vez nos cuenta gente más cercana. Entonces, la novela está ambientada en el pueblo donde yo vivo —aunque traté de que no pareciera— donde se mezclan todos los asuntos de hoy en día (como casi en cualquier pueblo del país), y la sensación más molesta a mi entender no es lo peligroso o lo sangriento de los hechos cotidianos, sino el nivel –por un lado, de que ya todos somos culpables o víctimas, de un segundo a otro, aun estando, como ahora, plácidamente sentados aquí– y el nivel de indiferencia que me recuerda mucho a lo que se vivía en Argentina, donde yo nací, y por lo cual dejamos el país. Yo era muy chiquillo pero pasé la infancia impregnada de la sensación de la indiferencia de la gente ante los desaparecidos; la frase normal era que si desaparecían es porque algo habrían hecho. En México ahora estamos en este punto: dar por hecho que si se llevan a los vecinos es porque seguro estaban metidos en el ajo.
Marcovich siguió la ruta de la docencia por recomendación de un profesor que, vislumbrando el desastroso declive de los jóvenes de nuestra época le dijo: “deja de chorear tanto, si quieres hacer algo da clases, y cuanto más pequeños los alumnos, mejor, agárralos chiquitos”.
A pesar del negro panorama social a la vista de todos, Marcovich concluye que ésta no es la peor época de México ni de la humanidad. El problema —rectifica— es que este camino en el que vamos, ni siquiera es un camino, sino más bien es como un estacionamiento, o una plataforma de carros chocones, y no se ve la solución.
¿Tus estudiantes te leen?
—No, no saben leer.
¿Saben de tu doble vida?
—Sí, pero les cuesta mucho leer. No tienen la capacidad de hilvanar una oración entera. No se pueden concentrar. Estamos trabajando mucho para que aprendan a leer, pero que me leyeran a mí sería lo de menos, me conformo con que lean cualquier cosa… Mi estadística personal indica que hasta los 18 años, entre todos, han leído medio libro en promedio. Eso sí es dramático. Lo mismo les pasa con las matemáticas: no pueden multiplicar y sumar con facilidad. Ya no les enseñaron en la primaria lo único importante: aprender de memoria las tablas de multiplicar y aprender a leer.
¿Qué tal te fue a ti? ¿Cómo fueron tus maestros?
—Unos ojetes todos. No, quizá tuve diez buenos en total —incluyendo los de las carreras de Química y Economía en la UNAM—, pero obviamente tuve de toda clase, incluyendo los que me golpeaban, no que ahora empujas a un alumno y ya te cae (la Comisión de) Derechos Humanos, pero como yo le digo a mis alumnos: los malos maestros, que somos la mayoría, somos un escollo en la vida que hay que brincar. ¿Antes cómo molestábamos a los maestros? –se pregunta el escritor–. Sabiendo más que ellos y humillándolos en público, lo cual los ponía realmente mal, pero así competíamos por la sobrevivencia y teníamos que chingar como podíamos.
Eres un ejemplo a seguir —le digo—. Y me convenzo de esto al leerlo y ver cómo encaró el valemadrismo de algunos personajes, esa actitud ruin de la que ciertas gentes se ufanan, como si la muerte no fuera capaz de sorprendernos en pleno despelote.