Tierra Adentro

Los poetas, puestos a elegir su propia obra, son implacables. Podan a destajo, son demasiado exigentes con su poesía y sólo dejan a los lectores futuros una muestra muy exigua.  En 1980, dos años antes de morir, Efraín Huerta (Silao, Guanajuato, 1914- Ciudad de México, 1982) publicó su antología personal Transa poética, en la que incluyó poemas fundamentales como “La muchacha ebria”, “Buenos días a Diana Cazadora”, “Juárez-Loreto”, “El Tajín” o “Borrador para un testamento”. Sin embargo, en esa transa, el lector sale desfalcado no sólo porque los poemas aparecen sin la referencia al libro al que pertenecen sino porque en tan mínima antología se extrañan muchísimos buenos poemas y, sobre todo, los memorables poemínimos. El problema se soluciona, por fortuna, en el tomo de su Poesía completa.

En esta Transa poética, Huerta no incluyó un altísimo poema como “Declaración de odio”, ni ninguno de sus poemínimos que aunque pueden leerse en la Poesía completa allí aparecen distribuidos en tres apartados, de manera que la mejor edición para leerlos y disfrutarlos realmente es los dos pequeños tomos de Poemínimos completos (Verdehalago/ BUAP, 1999), edición que conocí gracias a que hace unos años me la regaló su hija Andrea. Sin embargo, en la nota de presentación a Transa poética el propio Huerta habla de los poemínimos:

Un poemínimo es un mundo, sí, pero a veces advierto que he descubierto una galaxia y que los años luz no cuentan sino como referencia, muy vaga referencia, porque el poemínimo está a la vuelta de la esquina o en la siguiente parada del Metro. Un poemínimo es una mariposa loca, capturada a tiempo y a tiempo sometida al rigor de la camisa de fuerza. Y no lo toques ya más, que así es la cosa. La cosa loca, lo imprevisible, lo que te cae encima o tan sólo te roza la estrecha entendedera –y ya se te hizo.

En los poemínimos se cumple cabalmente aquello de “lo breve si bueno, dos veces bueno” pues gracias a su contención hay un giro con sentido del humor al lugar común, al refrán, algunos son afortunados retruécanos y otros ingeniosos silogismos, tienen algo de aforismos y greguerías así como guiños irónicos a otras obras y, sobre todo, en ellos Huerta es sarcástico hasta consigo mismo. Pero, tal vez, quien mejor definió a los poemínimos fue el cubano José Lezama Lima, quien en una carta desde La Habana le escribió a Huerta en mayo de 1974:

Sus epigramas tienen la buena chispa y la mejor abeja. Son inteligentes y rápidos y se apoderan del instante sin esforzarse casi, con una ligera presión del pulso. Tuerce la fuerza milenaria del refrán y lo pone a pasear a nuestro lado, hasta que entramos en un cafetín que crece o se reduce según el ritmo de su respiración.

A lo largo de sus casi cincuenta años de productiva labor poética, Huerta fue muchos poetas como puede notarse claramente en su Poesía completa: primero el de los sórdidos amaneceres en Los hombres del alba, su primer libro importante, y sobre el cual José Joaquín Blanco dice en su Crónica de la poesía mexicana: “Una poesía dura, con algo de comisaría política, engolosinada en su capacidad permanente de cólera, que encuentra en la sordidez de la ciudad el espacio poético efectivo”; después, el activo militante político, cardenista y antiimperialista que escribió poesía social en “¡Stalingrado en pie!”, “¡Mi país, oh mi país!”, “Cantata para el Che Guevara”, entre otros; el intenso poeta que cantaba el amor a la mujer y que no pocas veces me recuerda al chileno Gonzalo Rojas y, finalmente, el desparpajado que escribe deslumbrantes poemas con bastante humor.

Huerta perteneció a la generación literaria conocida como Taller, nombre de la revista que publicó junto con Octavio Paz, Rafael Solana y Alberto Quintero Álvarez entre 1938 y 1941, aunque la amistad más fructífera, su verdadero cómplice fue José Revueltas, con quien incursionó en el cine durante la Época de Oro del cine mexicano y de quien en noviembre próximo también se conmemorará el centenario de su nacimiento. Al final de su vida, Huerta fue el poeta tutelar del grupo “La espiga amotinada” (Lizalde, González Rojo, Bañuelos y Labastida) y de los Infrarrealistas (en Los detectives salvajes, Bolaño lo retrata como Amadeo Salvatierra, el poeta con el que los muchachos pasan largas noches de conversación mientras beben el tan recordado mezcal “Los suicidas”). “El Cocodrilo” Huerta vuelve en este mes, como todos los junios que aparecen a lo largo de obra poética, para refrendar el lugar que ocupa en la poesía mexicana del siglo XX:

Cuando yo vuelva, en junio,

a la hora de siempre,

en tus manos doradas dejaré una paloma.