Los dos Galos
Saúl Galo me había dicho que quería poner a un lémur devorando un viejo ejemplar de Balzac. Después propuso un tren a alta velocidad surcando el desierto del Krotnia. Todas sus ideas me parecían fascinantes. Tenía varios bocetos y yo le apuntaba algunos detalles. Pasaron unos cuantos días y no nos decidíamos qué pintar. La pared donde iba a dibujar el mural daba justo de frente a la puerta de entrada y medía casi cuatro metros. Yo recién acababa de llegar a vivir a Villa Oporto y en cuanto vi la gran pared blanca quise un Saúl Galo imponiéndose en todo el departamento. Mientras más lo platicábamos más me entusiasmaba.
Lo hizo en una tarde. Llegó con una libreta, un lápiz, cuatro plumones Sharpie, un seis de XX, dos cajetillas de cigarros y su iPod lleno de música gitana. Recién entró comenzó a dibujar en una hoja de su Moleskine una versión muy precaria de lo que sería la versión final del mural. Estaba improvisando. Comenzó dibujando un hombre con los brazos cruzados, le puso traje y corbata, de su rostro colgaba una barba maravillosa, tenía una melena pronunciada y los ojos cerrados. Parecía que nos ignoraba, era místico y desbordaba flujo de conciencia. Lo estudió durante largo rato y al final le añadió una larga y gruesa cola de lémur. Era lo que faltaba. Era el detalle glorioso de su pieza. Ahora solo quedaba trasladar aquél pequeño dibujo a la inmensa pared. Ya estábamos convencidos. Sentíamos la fuerza de la ilustración en nuestra sangre.
Platicamos de literatura, bebimos algunas cervezas, fumamos, él bailó un par de canciones de Devendra Banhart y cuando estaba listo tomó un lápiz y comenzó a maquetar en la pared. De un brinco. Sin reglas, sin proyectores, sin dirección. Simplemente se dejó arrastrar por la grandeza de la pared. Como si aquella figura representara su existencia. Un reflejo claro de su físico y su alejamiento. Para alcanzar las partes más altas tuvimos que subir un buró arriba de otro, después un banco, y como si fuera un delgadísimo funambulista, se tambaleaba en las alturas sin dejar un solo instante de trazar. El hombre hermético con cola comenzaba a cobrar forma. Era imponente. Agregó detalles de greca (después llamada la característica greca Saul Galo) a la barba y al cabello. Había elegancia. Era un gigante resignado a ser testigo de todo lo que pasaría a partir de ese momento en Villa Oporto.
Después de cuatro horas lo tenía casi terminado. Lo miré de lejos y me percaté del parecido que tenían entre ellos. Ese viejo con cola de primate era Saúl Galo. Su reacción ante los acontecimientos era confusa y retadora. Ambos estaban mirándose como si se conocieran desde siempre, desde la hipercosmia. Aplicó los últimos retoques, se bajó de los burós y se puso a contemplarlo en mutismo. Ahí estaban ambos de brazos cruzados explicándose el funcionamiento de la integridad. Era estupendo. Lo abracé, le agradecí, bailamos, invitamos a los amigos para que lo apreciaran. Los más cercanos a él comprendieron que el artista tuvo un instante pizarnikiano. Era su primer mural. Era la primera vez que Saúl Galo se apoderaba de una pared entera y demostraba sus habilidades en la ilustración. El poeta estaba orgulloso de su obra. Fuimos felices de estar ahí en ese momento. De reencontrarnos en nuestra ciudad y anticipar lo que seríamos en las fauces de un mural delineado con plumones, simple, auténtico.
Saúl Galo fue el nombre que se le dio al personaje. Su autor y él eran el mismo ser. Lo tuve durante dos años hasta que me mudé de casa. Algunos propusieron llevarme la pared entera, otros querían fotografiarlo para hacer réplicas en tamaño real. Al final se quedó ahí, al centro de una estructura vacía. Tiempo después supe que fue borrado por el nuevo inquilino. Antes de irme, cuando el departamento ya estaba desocupado y repleto de eco, me quedé un momento hechizado por el mural. Sabía que era la última vez que lo vería. Había sido testigo de centenares de estampas y despliegues de baile pop. Nos vio borrachos, enamorados, tristes, leyendo, furiosos. Pero sobre todo, nos conoció felices, juntos, inmediatos. Saúl Galo (el mural) sabía cuánto nos amábamos. Supo que los amigos siempre se amarán y siempre se leerán entre ellos porque antes que nada éramos escritores. Pienso con tristeza en los dos Galos y sé que ambos desaparecieron. Sólo nos quedaron fotografías, poemas y recuerdos fantásticos. Cuando se desvaneció el primero, un tiempo después, el otro también se borraría. Se comprobó lo que siempre sospechamos: ambos eran la misma persona.