Tierra Adentro
Archivo Warpola.

Las cosas, no importa lo que digan tus padres, tus amigos, tu viuda, la guardia civil o el periódico, sucedieron realmente así. Esta es la única versión oficial del evento en papel institucional y con sellos aprobados.

Era un jueves y había llovido. Estoy segura de eso porque debió haber sido el asfalto húmedo lo que me hizo resbalar y caer de rodillas en la calle antes de que sonara el teléfono cargado de vueltas de tuerca y ruiditos agudos.

—Tu rututurut tudijo el teléfono.

Contesté y del otro lado me esperaba el piar de un pajarito, un gorrión para ser exactos:

—Fifififififfu dijo el pajarito.

—No —le dije.

El pajarito insistía con un piar triste. Era casi como una disculpa que solicitaba credibilidad.

—Fififififififfu repitió.

—No volví a repetir esta vez más claro, más fuerte y determinante.No es cierto dije y colgué el teléfono.

Me levanté pero las piernas se me volvieron a doblar y caí encima de otro charco. Me eché a reír de tal manera, que la gente en la calle se empezó a reír conmigo. Reí tanto, que se me saltaron las lágrimas hasta que no pude dejar de llorar.

(Si te preguntan, lloraba de la risa, no por otra cosa.)

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—¿Qué vas hacer? —preguntó mi jefe que iba caminando a lado mío, refiriéndose a la llamada. Las lágrimas, mientras tanto, se me cristalizaban en los cachetes y me las arrancaba de un solo jalón.

—Le voy a pedir el auto a Wes y me iré con él al funeral. Al fin y al cabo seguramente querrá ir.

—¿Anderson?

—Sí.

Y eso hice, le hablé a mi padre. Le anuncié que volvía a la tierra que me vio cursar mi educación universitaria para ir a tu funeral. Nos fuimos en un Mercedes blanco.

—Wes, cariño, nunca pensé que fuera tu tipo de auto.

Cruzando el límite estatal, tuvimos que regresar a su casa unas tres veces para que se cambiara de ropa; le preocupaba que su traje cortado especialmente por Louis Vuitton no combinara con tu féretro. Al final, eligió una bonita combinación de traje con chaleco en una tonalidad de los bosques de New Heaven en otoño, aunque era primavera y hacía muchísimo calor. Yo me arreglé como siempre pensé que lo haría para asistir al funeral de Johny Cash: me pinté los labios de rojo y me puse mi vestido negro, el de los cisnes blancos;  pero hacía tanto calor que se fueron volando al norte. Lo dejaron completamente liso, negro y muy solemne.

Entrando a la nave de la iglesia vi al Coronel, a Magister, Giussepe y a Carolina. Nos abrazamos hasta que llegó el verano.

El ataúd estaba cerrado. Tu foto, encima de la tapa, lo guardaba. Te reías en ella como si nos estuvieras haciendo una broma. Abracé a tu madre y le di un beso a la bala que el Ruso colocó sobre tu caja.

Presentamos nuestros respetos frente a ti haciendo el baile de Snoopy y sus amigos: dos pasos hacia adelante con la cabeza gacha y dos hacia atrás llevando los brazos a ritmo. Tomamos asiento en las bancas.

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El padre tomó la revista Mecánica Popular y leyó el sacramento. Las señoras mayores se encargaron de leer extractos del artículo “Cómo son las tormentas de nieve en Marte”. Las ostias comenzaron a repartirse pero yo no fui por ninguna porque no había de sabor pistache. El vestido se me pegaba a los muslos, las lágrimas a los cachetes, el calor de tantas maquinarias que producían sollozos era sofocante; los zapatos se me hundían en el fango sobre el que estábamos parados, el mismo del pantano de la tristeza donde murió Ártax, el caballo de Atreyu.

Había mucha gente en la iglesia, tanta, que Salvador Elizondo tuvo que quedarse afuera. Podíamos oír sus gritos de gato, de escritor, desde adentro; gritaba que él era Gerardo Arana.

Cuatro muchachitas muy jóvenes y guapas se desmayaron en diferentes partes del templo.

Yo deseaba que alguien, de una puta vez, abriera ese féretro para comprobar que Salvador tenía razón y era su cuerpo, y no el tuyo, el que estaba ahí para poder reírnos con una comedia de enredos de escritores.

Pero sobre todas las cosas, deseaba que se acabara la misa para volver corriendo a casa, subir las escaleras a mi cuarto, trepar el librero y alcanzar la máquina de tiempo que una vez me regalaste. La usaría, te preguntaría qué harías  mañana y así nos olvidaríamos de todo este asunto. Pronto recordé que seguramente te habrías llevado contigo la llave que activaba la maquinaria y que, seguramente, estaba guardada en esa bonita caja que forma tu pecho con tu espalda.

La misa llegó a su fin. Comenzó a llover dentro de la iglesia mientras el sol asfixiante quemaba todo afuera.

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