Exvoto: un viaje a Wirikuta
Alguien, que podría ser nadie en especial, desaparece por un período de tiempo de larga o corta duración y regresa convertido en el “gran hombre medicina”; pero nadie nunca sabe con precisión qué le ocurrió.
—Aliester Crowley, Magick
Habíamos hecho el pacto de beber diez botellas de Brüt por cada año de la década que terminaba. Nos dijo, seguramente mintiendo, que aquella era una tradición muy querida de su país y que significaba mucho compartirla con nosotros. No hicimos preguntas y aceptamos sabiendo que lo único que buscaba era que nos emborracháramos juntos. De hecho, no lo llamábamos Brüt, sino “licor de burbujas”, así lo había propuesto el propio Saúl Galo, a quien le gustaba hablar como personaje de novela de Boris Vian. Galo era pintor de oficio, pero había elegido el camino de la magia y su familia se había opuesto con ímpetu feroz; los andeonimbvanos tenían fama de supersticiosos, y tener un aprendiz de mago en la familia era considerado un imán de infortunio. Desde luego, sus padres desconocían el verdadero propósito de aquel viaje. Yo también le había mentido a mamá para que nos prestara su vieja camioneta, una Guayín Escort con quemacocos y reproductor de CD.
Partimos a la mañana siguiente. Nos acompañaba un especialista, nuestro amigo, el ingeniero metalúrgico Archibaldo Quinto-Só, quien venía en el asiento trasero observando la carretera con binoculares y haciendo anotaciones en una libretita. Archibaldo era profesor de química en la Prepa Norte y había decidido probar el peyote para poner a prueba sus sentidos. Mientras, registraba formaciones minerales para que sus alumnos las encontraran en un atlas topográfico.
Saúl Galo también era maestro, daba las clases de poesía hispanoamericana y soluciones imaginarias en una secundaria católica. Sus estudiantes lo amaban, pero el director Ibáñez estaba dispuesto a deshacerse de él a la más mínima provocación. Por eso cada vez que lo echaban, los alumnos de Saúl Galo apilaban los pupitres, quemaban los basureros y rayaban “Ibáñez es puto” en las paredes. Todo esto y más hasta que el profesor Galo fuera reintegrado a sus labores.
Llegamos a Matehuala al medio día. Pedimos hamburguesas y papas fritas en el restaurante de las Palmas Inn. Yo, que había dado la clase de Historia de México, les conté a mis amigos que Julia Roberts se había hospedado en aquél lugar durante la filmación de La Mexicana, película del 2001 producida por Dreamworks. Cada mañana un helicóptero de la Fuerza Aérea Mexicana recogía a la señorita Roberts en el campo de golf del hotel y la llevaba al set de filmación en Real de Catorce, en cuya antigua plaza de toros se había improvisado un helipuerto. Gracias a esa película, Real de Catorce se había transformado en un pueblo mágico con basura y hoteles boutique.
Después de comer regresamos a la Guayín y tomamos la carretera secundaria que atravesaba Cedral, uno de los primeros repositorios de huesos humanos en México. Imaginé la Tierra mientras conducía: los pasos, la soledad y el cansancio de los cazadores del Pleistoceno, con sus corazones latiendo y sus barbas escarchadas por los milenios. Antes de internarnos en el desierto, Galo quería ver la colección de exvotos dedicados a San Francisco de Asís de Real de Catorce, también conocido como “El charrito”. Unos kilómetros adelante nos dirigimos la desviación y subimos por un camino empedrado entre los cerros. En el paisaje se sucedieron nopales y edificaciones en ruinas. Desde un mirador era posible contemplar la inmensidad del altiplano potosino. Finalmente llegamos a Ogarrio, el túnel de dos kilómetros que atravesaba la roca, del otro lado del cual —según decía Saúl Galo —todos estaban muertos.
Entramos a la parroquia y vimos la efigie de “El charrito” sentada en un trono de oro detrás de una vitrina. La túnica de penitente estaba decorada como un vestido apache. Al fondo del templo quedaba la capilla de los exvotos. Cientos, tal vez miles de muestras en miniatura de arte popular y mística mexicana cubrían las paredes y se apilaban hasta el techo. Galo estudió aquellos iconos con detenimiento. En las tablillas podían verse representados todo tipo de acontecimientos en donde “El charrito” había obrado de forma milagrosa: recuperaciones, nacimientos, matrimonios, hallazgos de ganado, duelos y justas de amores, accidentes aéreos y ferroviarios, migraciones, incendios, inundaciones, lluvias, cosechas, granizadas, nevadas, terremotos, viajes, desapariciones y una que otra resurrección.
—¡Mago de Magos! —exclamó Saúl Galo con las manos cruzadas detrás de la cintura.
Archibaldo fue el primero en desesperarse, me convenció de salir a comer un esquite a la plaza. Saúl Galo volvió hasta casi una hora más tarde agitando un pedazo de madera que llevaba en la mano.
— ¡Lo robé de la sacristía! —dijo con una sonrisa triunfal— ¡aquí le vamos a hacer un exvoto al desierto!
Subimos a la Guayín y nos pusimos en camino. La tarde estaba soleada y entraba un poco de viento por el quemacocos. Del reproductor de CDs llegaba la música folclórica de Andeonimbva, el país de origen de Saúl Galo, este había tomado el asiento trasero y se había puesto a decorar su exvoto. A través del espejo retrovisor, Galo me pareció un antiguo escribano copto, con las melenas y las barbas revueltas por el aire. Archibaldo sacó su catalejo y enfocó el paisaje. Las grandes yucas se abrieron espacio entre de los valles, en formación para la gran noche intergaláctica.
Llegamos a Estación Wadley, en los márgenes de Wirikuta, justo donde una línea del tren partía en dos al desierto y se perdía en la nada. Ahí buscamos a don Luis, a quien llamaban “El Jefe del Desierto”. Vivía en El Tecolote, un rancho pasando las vías, siguiendo la carretera hasta el final y luego tomando un camino de terracería por el monte. Unos amigos en la ciudad nos habían hablado acerca de “El Jefe” y nos explicaron cómo encontrarlo. También nos dijeron que él no pedía remuneración alguna, pero que le gustaba el trago y que se daba por bien servido con un panalito de Tonayán de los que se afirmaba, tomaba uno diario.
En la terracería vimos a tres chicos wixárikas y ofrecimos llevarlos. Vestían con jeans y camiseta y los tres llevaban colgado un morralito con bordados alienígenas. Ellos también buscaban a “El Jefe del Desierto”. Querían cortar peyote pues esa ere el último día del año y había una fiesta importante esa noche en el Cerro del Quemado. Sus nombres eran Sebastián, Sabino y Julián. Eran originarios de Nayarit, aunque vivían en Chihuahua. A decir de Sabino, “El Jefe” sabía dónde encontrar los bulbos más carnosos de aquella zona. La camioneta de mamá dejaba una estela de polvo. Los wixárikas nos guiaron por los caminos mientras de fondo sonaban las mandolinas de Andeonimbva.
Llegamos hasta una choza de adobe y techo de lámina de donde salió un hombre vestido de militar. Era corpulento, mestizo y ajado, y llevaba un machete colgado a la espalda. Debido a su bigote entrecano le calculé unos sesenta años. En una de sus manazas lucía un anillo con la máscara funeraria del rey Tutankamón. Se alegró mucho de ver a los wixárikas. A nosotros nos preguntó quiénes éramos y qué buscábamos. Saúl Galo le entregó el panalito de Tonayán y le dijo que éramos peregrinos de la ciudad y veníamos por la medicina. “El Jefe” montó en su bicicleta y nos pidió que lo siguiéramos. Condujimos entre mezquites, biznagas, saguaros y candelabros. Llegamos a los pies de una yuca que sobresalía entre las demás debido a su tamaño y era —según nos dijo “El Jefe” —, su silla. Desde ahí podía verse todo el universo. Nuestro guía le pidió a Saúl Galo que tomara asiento en la raíz del árbol y volteara al cielo con los ojos cerrados. De su casaca militar extrajo un viejo papel doblado cientos de veces. Leyó en voz alta:
Nací en cuna muy humilde y he vivido en la pobreza
los llevo en el corazón y el recuerdo es mi riqueza.
Yo iba por un camino oscuro y de pronto encontré una luz,
esa luz son ustedes, los que han venido al desierto.
Ustedes son mi consuelo, son mi alegría,
yo los llevo dentro, de noche y de día.
Me gusta estar en las montañas
donde azota el viento,
soy un pobre tallador,
pero Jefe del Desierto.
Estallamos en júbilo y admiración.
“El Jefe” destapó el panalito de Tonayán que le habíamos llevado y le dio un trago. Luego nos acompañó a cortar peyote, que crecía debajo de una hierba llamada Gobernadora. Una vez advertido el primer botón, todos los demás empezaron a brotar del suelo como cosa de encantamiento. Los había macho y hembra. Los machos eran solitarios y servían para espermar el aire. Las hembras tenían propiedades alucinógenas, crecían formando constelaciones y en verano les brotaba una flor. También estaba el peyote brujo, cuya formación prismática era muy interesante, pero que provocaba vómitos y mareos. Habían sido diseñadas por los pleyadianos para que replicaran patrones de alineamientos cósmicos. El hombre nos enseñó a cortar a las hembras, rebanando primero la mitad superior de sus pétalos, luego cubriendo la raíz con barro para que retoñara varios años después. “Las estamos matando”, pensé, y ahí me sentí un turista de la magia, saqueando al desierto de aquellas preciosísimas joyas.
—Es una estrella el peyotito —dijo “El Jefe” mientras se hincaba para rebanar una de cinco pétalos.
Se arremangó la casaca y nos enseñó la palma abierta de su mano. Ahí, las líneas del destino se cruzaban entre sí como en la faz de un híkuri. El fenómeno llamó particularmente la atención de Galo quien tomó su mano para examinarla. A Galo le gustaba bromear con que la quiromancia era en Andeonimbva lo que el psicoanálisis en Argentina.
— ¿Usted a veces se siente muy solo, verdad? —preguntó Galo.
—A veces —contestó el Jefe contrayendo el brazo —pero los tengo a ustedes, que son mis amigos.
Saúl Galo y “El Jefe” se sonrieron y se pusieron de pie para abrazarse. El Jefe desenroscó la tapa del panalito de tonayán y le dio un trago. Luego nos lo pasó a todos. Nos contó su historia: nos dijo que la primera vez que había tomado la medicina tenía catorce años y lo había hecho en compañía de un homicida que huía de la ley. El Jefe, que era callado y taciturno y vivía en aquél páramo remoto, experimentó el ágape de la fraternidad por primera vez en su vida. El asesino enfrentó su conversión y desapareció; pero a partir de entonces empezaron a llegar por miles al desierto. Gente de toda nacionalidad venía en pos del híkuri; algunos siguiendo el camino de la magia, otros buscando un alivio a la esquizofrenia de la modernidad. Aquél anillo de Tutankamón en las manos del jefe, había sido herencia de un brujo sudanés.
Santiago, Sabino y Julián se despidieron de nosotros para regresar a la carretera. Se fueron por un sendero mientras el sol se ocultaba, iban sacando botones de peyote de sus morralitos y se los iban comiendo en el camino como si fueran papitas. Montamos el campamento y metimos la cosecha dentro de una hielera para comerla en la noche. Archibaldo se me acercó y me dijo en voz baja que sospechaba que “El Jefe” era el asesino en su propia historia y que las líneas de su mano se las había hecho él con su machete. Le dije que dejara de ser tan escéptico. Saúl Galo bajó el madero que se había robado de la sacristía y en donde había pintado el exvoto para el desierto: era una tablilla con forma de obelisco sobre cuya superficie lucía el retrato de un asceta misterioso. Nuevamente se trataba del monje que había divisado aquella tarde por el retrovisor. Sin duda, Galo había proyectado su imagen mientras lo dibujaba. Probablemente no fuera un monje, probablemente fuera la rememoración subliminal de algún mago andeonimbvano. El rostro grisáceo, perdido en el espesor de las melenas, las barbas y la negritud de los hábitos. Los dos ojillos negros mirando al cielo con temor de dios. En la punta del gorro-obelisco: el Udyat, también llamado Ojo de Horus, emblema de la tradición egipcia.
—Está bien bonito —exclamó “El Jefe”— bien bonito. Póngalo por ahí donde se vea.
Galo plantó en la arena su tótem o exvoto y lo orientó hacia eclíptica. Ahí quedó instalado como mojonera o marcador lunar. El Jefe subió a su bicicleta y estrechó nuestras manos. Lo vimos darle traguitos a su Tonayán mientras se alejaba pedaleando.
Primero fui un ratón de los desiertos en busca de mi presa. Pateando la meseta perseguí las cochinillas, los dulces armadillos del polvo. Más no advertí los ojos acechando tras los matorrales: lince, serpiente, perro, coyote, gato doméstico. Fui cazador y fui cazado, principio y fin de la cadena proteínica. Las moléculas aparecieron flotando como si fueran luciérnagas. Después eché a correr queriendo ser colibrí, golondrina, murciélago, tecolote; pero me detuve en seco al darme cuenta que había recorrido ya cinco mil trecientos millones de años al pasado y había trilobites nadando bajo la hierba Gobernadora. Uno, que se había enterrado debajo de la arena, llamó mi atención por su caparazón iridiscente. Con mis manos removí la arena para tocarlo; mas haciéndolo no encontré el dinosaurio que buscaba, sino lo que parecía la tapa de un ataúd. Caí preso de un terror indescriptible. Seguí removiendo aquella superficie y apareció una placa con mi nombre. Claramente podía leerse: Antón Kgagari (1984-2010). Necesitaba levantar la tapa y contemplar lo que había dentro. ¿Me vería a mí mismo en estado de putrefacción o enfrentaría una muerte inmediata?
Pero ahí no había ningún ataúd. Por más que removiera la tierra solo había polvo. Estaba teniendo alucinaciones producto de la mezcalina y las sombras engañosas que proyectaba la luna. Caí en cuenta de ello cuando escuché la voz de Archibaldo detrás de un arbusto. Mantenía una conversación consigo mismo sobre el tema del espacio-tiempo y la materia. Podía oírlo tan nítidamente como si estuviera sentado al otro lado del arbusto. Me dispuse a saltar sobre él para asustarlo, pero cuando lo hice no había nadie.
Llamé su nombre:
—¿Archibaldo?
Nadie respondió.
—¡Galo, Archibaldo! —grité —¿están ahí?
El desierto era silencio y mi cabeza me estaba jugado trucos.
—¡Contesten, chingada madre!
Empecé a impacientarme.
Me sentía intoxicado, incluso caminar me costaba trabajo; ¿cómo diablos había podido alejarme tanto saltando como ratón? Caminé sin saber a dónde iba, en dónde estaba. Todo era el mismo páramo lunar con matorrales.
De pronto comencé a sentir que alguien me seguía.
Giré de forma instintiva.
Me encontré con un perro criollo que no pareció inmutarse frente a mi espaviento. Se me quedó viendo y yo miré adentro de sus ojos y fue como si percibiera una energía humana habitando se cuerpo. El perro me pasó por un lado y siguió su marcha. Se detuvo unos pasos adelante y esperó un momento. Tenía que ser “El Jefe del Desierto”, pensé, y me pareció lo más lógico bajo la influencia del híkuri. Un momento después divisé el resplandor de una fogata y escuché la voz de mis amigos. Al fin y al cabo no me había alejado tanto del campamento. O quizás sí, millones de años en el radio de unos cuantos metros.
Galo y Archibaldo Quintó-Só bebían Brüt y platicaban a carcajadas. Sus pupilas parecían botones negros. En ellos se reflejaba la luz de las llamas. Al verme no se sorprendieron demasiado. Cuando les pregunté si habían escuchado mis gritos me contestaron que no, que solamente me había ausentado unos minutos y que por eso no se habían preocupado. Les quise hablar sobre mi encuentro con “El Jefe” transformado en perro, pero cuando lo busqué desde luego ya se había ido.
Lo que se hallaba muy presente en el interior de mi carne era la vegetación, cuyas espinas podía sentir sin dolor adentro de mi piel. Cada árbol era único y diferente del otro. Cada uno tenía, por así decirlo, su propia personalidad. También tenían un alma, un aura y siete cuerpos sutiles, como todos los seres vivos. Esto podía ser visto en leves gradaciones de color alrededor de la planta. No había una sola piedra que estuviera ahí por casualidad; todo, incluida nuestra presencia, parecía ser parte de una arquitectura secreta.
Cerré los ojos y observé los mandalas proyectados en el interior de mi frente, fractales fosforescentes reconstruyéndose sobre sí mismos, estructuras huicholas, andinas y tibetanas, serpientes escalando pirámides y enroscándose en discos giratorios con el símbolo del ying y el yang.
Saúl Galo nos dijo que necesitaba pegar un pis y desapareció.
Archibaldo Quinto-Só y yo nos sentamos a platicar alrededor de la fogata y abrimos otra botella de Brüt. Me confió no estar tan seguro ya de su teoría sobre la verdadera identidad de “El Jefe”; aunque en verdad, dijo, tampoco creía seguir asegurando muchas cosas. En todo caso, poco importaba si el Jefe había sido o no el verdadero asesino de su historia, o si se había marcado la mano con su propio machete. Lo que más le desconcertaba, dijo Archibaldo mirando sobre su hombro como si temiera que alguien lo escuchara, era percibir en su cuerpo las vetas de plata que fluían como ríos detenidos bajo la tierra. Podía, por ejemplo, ser consciente de fenómenos ni siquiera observables dentro de un laboratorio, tales como el desdoblamiento del espacio-tiempo y la licuefacción de la materia.
De pronto vimos una señal en el cielo: un triángulo luminoso formado a partir de la alineación de un conjunto de nubes. Al centro de este triángulo brillaba la luna como un reflector. Era el mismo Udyat sobre la punta del gorro del nigromante andeonimbvano. El exvoto se hallaba directamente alineado con éste fenómeno. Archibaldo y yo nos conmovimos.
Saúl Galo surgió de entre los matorrales.
No llevaba camisa y respiraba con agitación. Su pecho estaba bañado en sudor. Era obvio que había entrado en alguna especie de trance. Nos dijo que había bailando enloquecidamente poseído por el espíritu de Tamatzi, el dios wixárika de los arqueros. Sobre la palma abierta de su mano había una pequeña caracola blanca.
—Es un atrapalunas —nos dijo— si miras a través del orificio puedes ver el inframundo.
Archibaldo cogió la pieza y la inspeccionó. Luego me la pasó con indiferencia.
El nácar estaba horadado y adentro de la concha había una piedrecilla suelta que la hacía sonar como una sonaja. Me llevé aquél atrapalunas y enfoqué el desierto. Se veía exactamente igual.