Lo que nunca nadie dice
(Tito 2:2-3)
En la televisión Checo Pérez entrevistado: creo que se lograron los resultados con lo que se nos presentó, sin duda el equipo técnico hizo un excelente trabajo y se notó a lo largo de la carrera. Del radio sale la voz de Jim Morrison, algo de un jefe nativo americano desangrándose sobre el asfalto. La música y la entrevista mezcladas con la llamada por celular de Ricardo: ¿y del Mono qué has sabido? No me digas, cómo crees. Sí, pues sí, se notaba que no la iban a hacer. Oye, pásame la dirección para visitarlo.
Ricardo tiene tinnitus, al menos eso dice para justificar su manía de llenarse de ruidos. Es la edad, a otros cuates también les ha pasado. En realidad no sabe de nadie que también lo padezca. Dejan de escuchar, pero eso de un perpetuo tintineo, no. La información la sacó de internet. Una simple búsqueda de Google arrojó varias respuestas, algunas contradictorias y otras que brincaban de un misticismo de ritual de luna a estadísticas científicas que jamás citaban fuentes. De las muchas páginas consiguió recetas caseras, aquellas que le parecieron más lógicas y menos elaboradas: antes de dormir limpiar los oídos con un cotonete bañado en alcohol, tomar más agua, untarse mostaza en la parte trasera de las orejas y ponerse al sol. Nada funcionó. Ahora se limita a torturar a su esposa, Mague, con el ventilador puesto a todo durante la noche. Es ruido blanco, tu mente lo va a bloquear, te juro que te acostumbras.
Mague lleva cuarenta años normalizando los ronquidos salvajes de Ricardo; el supuesto ruido blanco del ventilador, que suena más como un generador de luz capaz de dar energía a una maquila, es un sustituto regular. Lo malo de cómo ronca es que no es igual nunca, de repente está como licuadora con falso y luego pasa a ser una motoneta.
Mi Charly, te dejo, ya la señora me anda viendo como si le debiera dinero. Mague no ha salido del baño, Ricardo mintió para poner un poco de atención en lo que dice Checo Pérez. Nada fuera de lo común. No vale la pena entrevistar a ningún deportista. Siempre dan el cien por ciento y hacen lo que pueden con lo que se les dio. Pero Ricardo piensa que algo en el rostro del piloto amenaza con una respuesta anómala, algo que rompa con la regla. Falsa alarma. Todo igualito.
Un taconeo se aproxima, logra sobreponerse a pesar de The Doors y Checo. Es Mague, trae un vestido azul con flores violetas que hacen juego con su rebozo. Da una vuelta ante la mirada de Ricardo. ¿Qué tal? Órale, guapísima. ¿Ya nos vamos? Pues sí, te estoy diciendo desde hace rato, pero no escuchas. Es que estaba en el teléfono, deja me pongo los zapatos. A Ricardo le choca esperar, por eso siempre intenta ser el último en estar listo. Mejor ser esperado. Mague sabe esto y aprovecha para hacer unas cuentas de la administración del edificio.
En el carro la tinnitus es ignorada gracias a la voz de Janis Joplin. Ricardo, siendo copiloto, es el encargado de poner la música. Desde hace diez años no maneja. Pudo ser por un accidente traumático, una catarata incipiente, pero no. Vio el documental de Al Gore sobre el cambio climático y decidió vender su camioneta. Ahora se mueve en puro metro y con su esposa, en el carro, cuando tiene que ir al sur de la ciudad. A Mague no le importa, siempre la ha relajado manejar, incluso en el tráfico pesado; ocasiones en las que algún taxista o microbusero la rebasa mentándole la madre y ella impasible, con una sonrisa sincera y un Dios te bendiga que enfurece a los ya enfurecidos conductores.
Llegan al restaurante y preguntan por la mesa de los Rubalcaba. Un mesero los guía hacia un salón: doce lugares ya casi todos ocupados por cabezas encanecidas, las de los hombres, y con tintes varios, las de las mujeres. La ovación general maquilla los saludos individuales. Unos segundos pasan y se vuelve posible escuchar a cada uno. Hola, ¿cómo han estado? Qué elegantes. ¿Te pido un tequilita o una cuba? Aquí a mi lado, perfecto. Ya solo faltan Pepis y Romina.
Las hermanas de Mague llevaban meses sin verla, de inmediato forman una célula de conversación. Los cuñados quedan libres para hablar de la carrera de Checo. ¿Realmente crees que un día de estos llegue a ganar? No, para nada. De que es más fácil eso a que ganemos
un Mundial, sin duda. Eso sí. Yo la verdad es que no lo creo. Soñar no cuesta.
Las mujeres hablan del deterioro de la ciudad. No hay calle sin baches. Y luego los socavones. Imagínate que te toca y, pum, terminas quién sabe dónde. Los políticos son puros ladrones. A mí lo que me impresiona es que de cierta forma funciona el país. Escuchas esas cosas y la verdad es que sí es un milagro que no estemos nadando en aguas puercas. Más impresionante es que nadie haga nada, cuánto aguantamos de estos cabrones.
Vibra una llamada entrante; Mague abandona el grupo de hermanas para contestar. Pasan tres minutos y regresa. Romina no viene. Dice que Pepis no se siente bien. ¿Dijo algo más? No. Para mí que ese se puso hasta atrás y ahora se la está cobrando a la pobre. Pero, ¿cómo no va a venir? Que lo deje con uno de sus cuates. La verdad es que es un egoísta, desde hace meses tenemos esto planeado y… bueno, ya, ¿para qué me enojo? Pídete otro tequila.
Llega la comida y las células se desintegran. En la mesa se acomodan por parejas. Mague toma la mano de Ricardo, la siente fría, como la ha tenido desde que eran jóvenes. En sus cartas de amor, escondidas en la mace ta de la casa de él, Mague dejaba escrito: tus manos, quiero calentarlas, llenarlas de besos y dejar que me recorras. Él se sentía acomplejado, intentaba ponerlas a una temperatura aceptable antes de tocarla, no tardó en rendirse y aceptar que ella fuera la encargada de hacerlo.
No son nada espectaculares los platillos: sopa de tortilla genérica, chiles rellenos de un picadillo sin sal acompañados de frijoles refritos, seguramente de bolsita, de la marca Doña Isadora. Al postre de arroz con leche solo lo pela una mosca solitaria, que está teniendo el mejor día de su corta vida. Las sillas se desacomodan y las conversaciones de entre varios se desatan.
Fernando, el esposo de la hermana mayor de Mague, Inés, le cuenta a Ricardo que últimamente hace natación todas las mañanas. No tienes idea de lo mucho que me ha ayudado con la espalda baja. Ricardo contesta algo. Fernando se acerca a su oído. No te escuché nada, soy medio sordo. Ricardo pega sus labios a su oído y le repite: para cagar, güey, qué fibra ni qué madres, te lo tomas en el desayuno.
Mague está con Alina, la hermana con la que más se lleva. Te digo que ya no sé qué hacer. Se supone que las vacaciones son para relajarse y este se la pasa peleando con Brenda. Yo encantada por ver a los nietos, pero de verdad… hasta se gritan. Es que ella trae esa onda del yoga y el gluten, a Hernán le choca, se mete a internet nada más para conseguir argumentos para discutir con ella. Sí, Ricardo también se la pasa buscando ese tipo de cosas. ¿Y por qué no le dices que le pare? No es como que vaya a convencerla, ya no es una niña. Se pone muy mal cuando hablo de esto, mejor ya no lo hago.
El mesero trae otra ronda de tequilas y Fernando se siente con la confianza para hablar de otros temas. Te juro, mira, así, te recontrajuro que nunca lo he hecho. Lo más que he llegado es a proponer el hotel, todo por mensajitos, pero hasta ahí. ¿Y tú? No, no te creo. ¿Cómo no? Oye, pero discretito con lo que dije, ¿eh?
Lo que resta del disco de The Best Of Janis Joplin ameniza el trayecto de regreso a casa. Recién llegados, Mague le marca a su hijo, pregunta por su prometida, por el trabajo y escucha una historia sobre un perro que casi fue atropellado. Al colgar va hacia la televisión encendida, suena un repaso deportivo. Quiere preguntar si es la misma entrevista de la mañana. Ricardo intenta poner atención al boxeador que contesta preguntas idiotas con frases huecas. No puede. Escucha el tinnitus e imagina su rostro como el de Checo Pérez al mediodía: a punto de romper la regla y decir algo inesperado, algo sincero. Mague mira las manos de Ricardo, firmes sobre el control remoto. Piensa en lo frías que de seguro están.
Nota: cuento del libro La biblia encarnada de Danush Montaño Beckmann