Literatura sin prodigios
Suelen gustar las anécdotas de los niños prodigio, supongo, debido a que nos apartan de la posibilidad de ser como ellos. No se puede imitar a un niño prodigio, ante todo, porque somos viejos e insípidos. Conocer su ejemplo, y exagerar sus méritos, nos convidan de una manera cínica de sentirnos satisfechos. Cuando se habla de niños prodigio en las artes, es común pensar casi siempre en la música. Allí está el niño de 7 años, que toca con virtuosismo el violín, escribe sonatas y vence en ajedrez a sus torpes padres. La historia corona los lugares comunes, como Mozart: se suele hablar más del niño prodigio que del adulto que fue arrojado a la fosa común.
A esta suerte de personajes, a cuya grandeza suele sumarse el hecho de haber sido forjada desde la infancia, los envuelve un aura de misterio y milagro. Su genio es reducido a lo inexplicable. Como proveniente de una naturaleza caprichosa e injusta, como dictada por un Dios selectivo y elitista, la genialidad es así, nos explicamos nosotros. Pero, me atrevo a decir que el prodigio es concepto, no más. Por eso quizá sean más singulares los casos de prodigios adolescentes en literatura.
Naturalmente, por tratarse de una intuición más que de una afirmación comprobable, el hecho de decir que los prodigios suelen ser más raros en literatura amerita hacer numerosas concesiones. Una de ellas, claro está, se llama Arthur Rimbaud. La otra, Lautréamont. Ambos, antes de los 24 años, habían dejado ya de escribir. La obra de estos dos poetas, pese a su brevedad, es imprescindible para entender la poesía francesa del siglo XIX.
Por lo demás, no hay que dejar de tomar en cuenta dos aspectos fundamentales para que estos adolescentes franceses —uno nacido en Uruguay— pudieran consumar sus escritos. Arthur Rimbaud destacó, en un principio, por sus habilidades, no por su discurso. Ganaba premios en la recién inaugurada educación pública francesa, sobre todo por sus composiciones en latín. Sólo hasta que redacta sus famosas cartas a su profesor, Georges Izambard, se vuelve notorio que no se trata de cualquier escritor; esto sucede luego de su viaje a París, donde, trasnochado y casi sin hogar, coincide con Paul Verlaine. Rimbaud tenía 16 años. El muchacho no sólo era atractivo, sino que tenía también un talento capaz de conmover al poeta consagrado. El talento, como era de esperarse, no estaba respaldado por una obra extensa y aplaudida: era en específico un poema, “El barco ebrio”. Verlaine lo descubrió. Se volvieron amantes. En cinco años Arthur Rimbaud maduró como poeta y sumó a su talento en composición la solidez de un discurso.
El caso de Lautréamont es más misterioso. Los cantos de Maldoror fueron escritos por un muchacho de 22 años en una buhardilla parisina y necesitó de pocos aplausos, o de ninguno, para mandar imprimir el libro con su propio dinero, luego de que su editor se resistiera a venderlo, por miedo a ser acusado de obscenidad. Al igual que Percy Byshe Shelley o John Keats, al ímpetu poético juvenil siguió una muerte trágica. Se cree que murió de tuberculosis. Como podemos notar, la genialidad, precisamente por ser un concepto vinculado a un sistema de valores, depende directamente de la sociedad que la encumbra como tal. Durante algunas décadas el Isidore Ducasse, con todo y su alias, no fue un prodigio; por el contrario, fue considerado un obsceno de buena pluma, al menos, entre otros, por Léon Bloy.
Ese sistema de valores, que a veces ni a sistema llega, también incluye valores estéticos. Y la literatura no sólo vive de ellos, también se le exigen los valores éticos. No dudo en ningún momento que haya adolescentes, niños de 7, 8 o 9 años capaces de escribir un soneto. Podemos incluso exagerar el punto y decir que existe un niño de 6 años que puede hablar en versos alejandrinos y escribir un soneto en dos minutos, leer en distintas lenguas y componer en todas ellas. Pero la literatura no sólo es una habilidad estilística, retórica, genérica. También es discurso, esto es, también “dice algo” y allí es donde el niño de 6 años puede salir perdiendo. ¿Que no es interesante lo que dicen los niños? Claro que sí, lo es, pero precisamente porque no lo dicen como los adultos y lo que elogiamos de ese hipotético niño de 6 años es que hace bien las cosas que corresponden a un adulto.
Hay muchas clases de fortuna, pero una es incluso más caprichosa que las otras y esa es la fortuna literaria. Ésta, en cuanto a la novela, tiene por costumbre escoger, llamémoslas así, obras de la experiencia. Lo que se ha consagrado en la historia de la novela quizá no haya privilegiado a ningún prodigio. Uno de los novelistas que más aprecio y que me gustaría calificar de prodigio, así, como persona que posee una cualidad extraordinaria, es Elías Canetti, quien tenía 27 años ya cuando comenzó a escribir Auto de fe. No era, digamos, un chiquillo.
Por eso no entiendo a las personas que se escandalizan por la edad que tienen y desesperan en publicar, o a los que paran el cuello para decir que publicaron su primer libro a los 15 años y escribieron su primer cuento a los 9. Borges también escribió poemas a los 9 años, ¿ya los leyeron? ¿Por qué creen que no figuran en sus Obras completas? Quizá porque son malos. Esos que presumen su primer soneto a los 10 años, pregúntense: ¿era bueno?
Nos puede interesar la edad que tenían los autores de las obras que leemos en la medida en que nos ayude a entenderlas y entenderlos mejor. No tendrían por qué agregar ningún mérito. Si de eso se tratara, sería más meritorio quienes no dejan de escribir hasta su muerte y seducen a las Musas con un bastón en la mano, que aquellos que con la energía de la juventud ahorraron paciencia para no hacer nada el resto de sus vidas.
La fortuna literaria quizá no señale a ningún genio de 20 años, pero tampoco de 50. En cuanto al olvido, ¿qué más da a qué edad se haya escrito la obra que se ha de olvidar? En los apartados en los índices de escritores de una época, cuando califiquen a uno de “poeta menor” o de “novelista mediocre”, ¿importará que haya sido una mediocridad joven? Por supuesto que no. Hay quien sienta satisfacción al añadir genialidad a la genialidad diciendo que fue temprana. Habría que sostener que poco importa, y menos en la literatura.