LIBROS PROHIBIDOS DE IRLANDA
To make provision for the prohibition of the sale and
distribution of unwholesome literature
Censorship of Publications Act (1929)
Apilada en el suelo de un sótano dublinés, la colección de libros prohibidos en Irlanda crecía bajo llave; una biblioteca encarcelada, formada por muchas de las que serían las piezas más importantes de la literatura universal. El orden que alguna vez pretendieron darle fue abandonado después de pocos años, de él solo quedaron señalamientos en las estanterías indicando los títulos, volúmenes imposibles de encontrar en el resto del país. Los ejemplares guardados en aquel lugar habían pasado antes por la lectura draconiana de la junta de censura que había decidido condenarlos a la oscuridad de aquel rincón. No podían ser importados, editados, distribuidos ni leídos en el territorio recién independiente de Irlanda. El yugo caía en autores extranjeros y nacionales, todos eran inspeccionados, letra a letra desmontadas sus intenciones. Del lenguaje nacía también el deseo y la prohibición.
Una gruesa línea en azul marcaba las faltas, ríos que cruzaban las páginas liberando la fuerza de su cauce, condenando a las palabras escritas a un hundimiento que duraría al menos cuarenta años. Bajo agua estaban insinuaciones a los senos de mujeres, apariciones de actos sexuales, del cuerpo desnudo y, en resumidas cuentas, cualquier manifestación del amor que les pareciera indecente. También sufrieron condena las menciones al aborto o a métodos de control de natalidad; incluso la utilización de la palabra “embarazada” (pregnant), que no apareció sino hasta 1960, era motivo de escándalo; razón suficiente para descartar una obra.
Dentro del sótano, “the best banned in the land”, como los llamaba Brendan Behan a manera de broma iluminada, se alzaban en columnas guardando lo mejor del pensamiento de su época en un laberinto de hojas y polvo.
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El Estado Libre Irlandés, independizado de las fuerzas inglesas en 1922, consideró necesario regular la entrada y publicación de información. Hay quien piensa que fue una herramienta para mantener intacto el espíritu con el cual el país había ganado su libertad; o para que la construcción de los nuevos valores nacionales no se viera comprometida. De cualquier manera, había una preocupación creciente por las noticias llegadas del exterior y se optó, en un inicio, por censurar las publicaciones periódicas; específicamente aquellas provenientes de Reino Unido.
Consideraron obscenos los anuncios de cremas depilatorias, las fotografías de bailarines o modelos, los asesinatos, la sangre y, por supuesto, cualquier crítica al Estado Libre. El rango de lo prohibido era grandísimo. Se llegó a tal extremo que algunos periódicos como News of the World, se vieron obligados a producir números especiales para su distribución en Irlanda. Revistas famosas fueron prohibidas hasta hace relativamente poco tiempo, Playboy y Hustler, son dos de los casos más famosos; hay otros, sin embargo, menos evidentes para el sentido común, como las revistas Vogue o Broadway and Hollywood Movies.
Pero la élite católica y el Estado ampliaron el poder de alcance de la censura; películas y libros no escaparían al escrutinio. Se creó el Comittee on Evil Literature en 1926, conformado por cinco miembros, dos de los cuales tenían puestos religiosos; su tarea fue evaluar la necesidad de un sistema de censura fijo y los temas permitidos o negados al pueblo. El dictamen fue predecible y en 1929 se hizo oficial la “Censorship of Publications Act”. El rigor frente a los libros no fue menor que el impuesto a las revistas y periódicos.
Si en un inicio el acta de censura obligaba, en teoría, a los miembros del comité a tomar en consideración la importancia social e histórica así como la calidad literaria de la obra, estos parámetros fueron rápida, si no inmediatamente, ignorados. Los censores protegieron los valores de la iglesia católica romana, guiados no por la ya de por si sesgada ley, sino por estándares de corrección, juicios morales y, a fin de cuentas, por su gusto personal.
El primer censor de cine en el Estado Libre Irlandés, James Montgomery, dijo en 1923: “I know nothing about films, but I know the 10 commandments!”. Una frase que se hizo famosa pues ejemplifica a la perfección la actitud de los censores ante las distintas expresiones del arte y nos da cuenta del pulso político de la época.
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Recuerdo la icónica escena de censura en Cinema Paradiso; el Padre Adelfio toma asiento en una sala vacía mientras Alfredo hace correr la película desde el cuarto de proyección. De la boca de un león de piedra sale una luz disparada hacia la pantalla. Toto, el aspirante a cácaro, espía con entusiasmo, asomando el rostro entre unas cortinas. Las manos del Padre Adelfio sujetan una campana que agitará en cualquier momento. El roce de las pieles hace que los ojos del párroco y censor se abran; la mano sosteniendo la campana se sacude escandalizada cada vez que una escena debe ser censurada. Al escuchar el replicar del instrumento, Alfredo marca con un papelito en el rollo de la película la parte condenada, el lugar que será mutilado antes de que pueda proyectarse públicamente.
Un beso y el Padre Adelfio deja salir un rotundo no; la campana suena una y otra vez hasta que, de pronto, la imagen cambia: aparecen las campanas de la iglesia anunciando misa. Un mismo sonido, uno solo es el rostro del hombre que condena o bendice.
Aquella escena bellísima retrata algo terrible; realidades con raíces antiguas, prácticas que los sistemas actuales han sabido asimilar y justificar. Antes de la televisión Irlanda, como muchos otros, era un país plástico y cuidadosamente editado; no existía el sexo ni el crimen, los cuerpos descubiertos ni las almas turbias. Sus ficciones eran limpias y depuradas, correctas; qué angosto ese mundo puesto en escena, en países que se parecían mucho a un teatro.
Eduardo Lourenço, al pensar el caso de la censura en Portugal durante el siglo XX, dijo que no vivían (en aquella época) en un país real sino en una disneylandia cualquiera; en el extremo de la pulcritud, de lo moralmente aceptado. Y aunque Lourenço hablaba de la época de la dictadura salazarista, aplica también al espíritu de censura irlandés y a tantos más. Porque habrá que recordar siempre lo que sabemos bien, que un país independiente no equivale a una sociedad libre.
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Algunos autores incluidos en la lista de censura:
Aldous Huxley
Anatole France
Boccaccio
D.H. Lawrence
Edna O’Brien
Ernest Hemingway
Scott Fitzgerald
Frank O’Connor
Honoré de Balzac
J.D. Salinger
John Steinbeck
Margaret Sanger
Marie Stopes
Mikhail Sholokhov
Radclyffe Hall
Samuel Beckett
Thomas Mann
William Faulkner
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La respuesta de los intelectuales irlandeses no se hizo esperar. Un grupo de importantes escritores se unió en un frente contra la censura. Entre ellos se encontraba W.B. Yeats, representando a la Academia Irlandesa de las Letras; Sean O’ Faolain, Brendan Behan, Samuel Beckett, entre muchos más.
La censura era tomada como un reto, como una banda de honor; si el libro no lograba pasar la prueba era señal de que algo se estaba haciendo bien. Su indignación los llevó a escribir piezas cada vez más ácidas; el tono de burla y las parodias hacían evidente el profundo descontento que sentían con los medios de control ideológico del país, con la coartación de la libertad creativa y de expresión.
En los años que siguieron a la implementación del acta de censura, la literatura irlandesa pasó por periodos de efervescencia, pero el ambiente cultural se volvió cada vez más sofocante. Beckett, en su ensayo “Censorship in the Saorstat” (una crítica incisiva al proceso censor, repleta de metáforas sexuales y que estuvo prohibida en Irlanda, por supuesto, durante décadas) escribió: Sterilization of the mind and apotheosis of the litter suit well together.
Con el tiempo nuevas actas fueron establecidas en Irlanda, reblandeciendo de a poco los parámetros de prohibición. Lo que antes era indecente, dijeron, sexual y políticamente inapropiado, ya no lo era más. En 1967, se acordó que la censura de libros con material obsceno duraría solo doce años y no por tiempo indefinido. Cinco mil títulos se liberaron de manera automática; libros como The Catcher in the Rye de Salinger, pasaron a formar parte de los programas obligatorios de lecturas escolares; y autores cuya obra no era editada ni distribuida, como Beckett y Joyce, se convirtieron en estandartes de la literatura nacional. Más adelante se levantó la prohibición a las referencias de métodos para el control de natalidad pero no fue sino hasta finales de la década de los noventa que las menciones al aborto fueron aceptadas.
La censura de libros en Irlanda continúa siendo permitida legalmente aunque rara vez sea aplicada. Hoy hay solamente un libro censurado por indecencia y obscenidad; después de dieciocho años, en 2016, el consejo decidió penar a la novela The Rapped Little Runaway de Jean Martin, por retratar de manera explícita la violación de una menor en más de una ocasión a lo largo de la trama. El caso se enturbia de manera veloz; Jean Martin es, aparentemente, el seudónimo de algún escritor que se queda en las sombras de la editorial Star Distributors, una firma conocida en los setentas por publicar historias de pornografía extrema. The Rapped Little Runaway es solo un título más en su amplio catálogo de libros destinados a satisfacer y explorar las fronteras de lo social y moralmente aceptado en ámbitos sexuales.
La prohibición actual impide a la editorial distribuir la obra en librerías pero no la frena de las ventas en línea o en tiendas de segunda mano. Si el libro es relativamente fácil de obtener, ¿cuál es, entonces, el punto de censurarlo? Quizá sea solamente una declaración de principios, una señal de alerta y miedo; quizá, un fantasma de otro siglo regresa a poner una vez más el dedo en la cuestión de los límites morales de la literatura, del sentido de corrección que debería o no poseer. El deseo de lo prohibido comienza a latir en textos que ahora forman parte de la historia y que, de otra manera, probablemente hubieran pasado casi sin ser notados.
Establecida contra la censura, no puedo evitar preguntarme, sin llegar a ninguna respuesta absoluta, ¿en quién debería recaer, de haberla, la responsabilidad de lo escrito?, ¿en los editores, los vendedores, los escritores, el gobierno, en quien adquiere los ejemplares?, ¿deberíamos de apostar por educar a los lectores o por un sentido de responsabilidad autoral?
Por supuesto, Irlanda es solo uno de los países que tiene dentro de su historia reciente la incómoda presencia de la censura. Volver a su caso hace que cuestionemos la perpetuación de estos sistemas de prohibición y, acaso, de otros mecanismos más o menos sutiles; la censura autoimpuesta por lo políticamente correcto, la censura que nace de las dinámicas del mundo editorial o las abiertamente infligidas por el Estado. Interrogantes de una discusión que tiene siglos sin agotarse.
La palabra escrita se presenta de nuevo como un poder que conjura e incita, invocando a las pulsiones más bellas del alma pero también a las más oscuras; y entonces surge el terror, el desconcierto, tal vez no a lo que llamaron alguna vez literatura malsana ni a la ficción, sino a las más concretas y terribles de nuestras realidades.