Tierra Adentro
Imagen tomada de PxHere

Lina salió de la habitación a media noche y se apoyó unos segundos en el marco de la puerta, se frotaba los párpados como si se limpiara los residuos del sueño que acababa de tener: ella jugaba en el parque con otra niña de su misma edad, una morena que, de pronto, le aventaba un puñado de arena en la cara; la picazón en los ojos la había despertado. “Eso me saco por cenar pan dulce”, pensó Lina, sacudiéndose el camisón mientras enfilaba rumbo al baño.

Su prima, Violeta, le había advertido de los peligros del pan unas horas antes, mientras preparaban la cena:

—El pan da pesadillas… Y la tortilla… Y el chocolate… Además de que te engordan.

Asomándose a la puerta entornada de la habitación de huéspedes frente al baño, Lina vio a Violeta dormida y la forma en que se dilataba y contraía su pecho bajo las sábanas radiantes de tan blancas. También observó los senos caídos a los costados de Violeta como dos globos llenos de agua. Por instinto, Lina se llevó las manos a su pecho plano y palpó a conciencia.  “Todavía no salen, pero ya mero”, pensó.

Apenas entró al baño, Lina sacó el banquito que su madre guardaba en el gabinete y lo situó frente al espejo sobre el lavabo; se trepó en él y examinó las mejillas y la nariz de su reflejo. Violeta le había dicho, también, que “el sueño de calidad” era importante para crecer sana y hermosa; tendría que descansar muchas horas para ponerse “tan bien como Violeta”, pensó, sonriendo con la fe de sus ocho años. Sospechó, además, que tendría que crecer unos treinta centímetros y perder cuatro o cinco kilos: dejaría de ser Lina “Balina”, como la llamaban sus compañeras del colegio, por su baja estatura y silueta redondeada.

A Lina le gustaba que sus padres la dejasen al cuidado de su prima, quien, a sus dieciséis, sabía cosas y las enseñaba sin reservas; a diferencia de mamá, quien se había molestado con Lina cuando le preguntó qué era un “aborto”, y cuando le pidió que le explicase qué era el amor; y cuando le anunció que, de grande, estudiaría para convertirse en modelo.

En aquellas ocasiones, Violeta le había explicado a Lina:

—Aborto es cuando te quitas lo embarazada. Amor es dedicarle todas las canciones que te gustan a una sola persona. No hay que estudiar para ser modelo, solo tienes que estar buenota.

“La chica sí tenía todo para ser modelo”, pensó Lina en el baño, remontándose a sus actividades de aquella tarde. A las 3:00 comenzaron una dieta rica en antioxidantes; a las 4:00, respondieron el test de la revista Eres (“¿Te es infiel? Descúbrelo con solo siete preguntas”); a las 5:00, hicieron pruebas de maquillaje con cuanto encontraron en el tocador de mamá: labiales suaves como la mantequilla, enchinadores, polvos pálidos con la textura de la maicena entre sus dedos.

Violeta sabía cómo debían combinarse los colores y cuáles bases iban mejor con cada tono de piel, y puso en práctica estos conocimientos en Lina. Atenta a los delicados brochazos con que Violeta le aplicaba el rubor, Lina se había sentido dignificada, heredera de una sabiduría que solo tenían las mujeres en edad de ponerse sostén. Y, recordando esto, de noche, a horcajadas sobre el retrete, Lina se daba cuenta de que aquella emoción no se había desvanecido, como si le hubiesen dado un regalo que se recibe una vez en la vida.

Lina se dispuso a volver a su habitación aunque, antes, se ubicó de nuevo frente al espejo. Le pareció que le sentaba bien la luz de luna que se colaba por la ventana; la luna, como los polvos de su madre, afinaba los rasgos y suavizaba las imperfecciones. Así que cuando su reflejo se tiño de rojo, y luego de azul, Lina se sobresaltó. Al mismo tiempo le llegó un aullido que había escuchado un par de veces, monótono y apremiante. “Una sirena”, se dijo Lina, al tanto de que las patrullas y ambulancias pertenecían a la madrugada y, por ello, suponían tragedias reservadas para los mayores. Peligros de los que Lina se había enterado en los sanitarios de su escuela, escuchando a hurtadillas los susurros con que se comunicaban sus compañeras del colegio mientras hacían pipí y se alisaban la falda y se ajustaban las calcetas. Entre los goteos y las rasgaduras de papel higiénico, Lina había conocido ciertas palabras que, como impregnadas por los malos olores del baño, no se había atrevido a pronunciar; términos que sus compañeras mayores empleaban con un nerviosismo y un recato tales que a Lina ni siquiera se le había ocurrido mencionárselos a Violeta ni a mamá, por supuesto.

Tomada por una aprensión incierta, volvió a la habitación de huéspedes, decidida a despertar a su prima. Pero al encontrársela tan serena y frágil en cama, no se atrevió a azuzarla. Se sintió tonta: ¿de veras iba a molestar a Violeta porque la había asustado una sirena?, ¿no era el momento de mostrarse madura?

De puntillas anduvo a lo largo del pasillo y entró a la estancia, por cuya cristalera se proyectaba el mismo destello rojiazul sobre los muebles, alterando la realidad: bajo la luz roja, Lina tenía la impresión de que la estancia se quemaba, y bajo la azul, de que esta se hundía en el mar. Se acercó al ventanal para correr las cortinas y echar un ojo: más allá del jardín que rodeaba su casa, más allá del enrejado y de la banqueta, junto al colorín de la casa de enfrente, se demoraba la supuesta patrulla, aunque, al cabo de unos segundos, se alejó en dirección al bulevar. Aliviada, Lina pensó que podría regresar a su cuarto, pero entonces el destello bicolor volvió a pintar la noche y el reloj anunció las 3:00 A.M. Aulló otra sirena en el exterior y, en las alturas, retumbó el techo como si su casa hubiese respingado del susto.

Lina se percató de que no era una sola patrulla la que recorría su calle, sino que eran tres o cuatro. Esa presencia le producía una angustia similar a la que le daban los exámenes finales y, al igual que hacía en aquellas ocasiones, se puso a rezar. Al poco rato tuvo la impresión de que sus plegarias eran escuchadas; habiéndose marchado la última patrulla, su calle volvió a quedar en el silencio de la madrugada. Por si acaso, Lina prosiguió con los rezos, aunque pasaron diez minutos y ninguna patrulla regresó.

Un poco más tranquila, se apresuró a la habitación en que yacía Violeta: sus párpados inmóviles y respiración acompasada la reconfortaron; Lina se hacía consciente por primera vez del influjo que su prima tenía en ella. Nada malo podía ocurrir si Violeta se encontraba cerca; todo iría bien si su prima era capaz de dormir en semejante calma. Y en esto pensaba Lina cuando, de nueva cuenta, su casa retumbó.

Enseguida se escucharon los pasos: una serie de vibraciones a lo largo del techo, espaciadas y ligeras. Lina soltó un breve sollozo, tenue como un maullido, y volvió a rezar: “Que vuelvan las patrullas”—se dijo—, “que no nos pase nada”. De rodillas, acodada sobre la cama, Lina se vio de reojo en el espejo de la cómoda y le pareció que nunca se había observado con tanta atención. Se concentró en ese instante: se vio asustada, encogida en el camisón, y supo que aquel instante era el inicio de algo. Apenas un segundo antes, Lina se había propuesto despertar a Violeta para pedirle ayuda, pero ahora quería cuidar su sueño a como diera lugar, para que su prima siguiera creciendo sana y hermosa.

Lina se dispuso a dar con la fuente de los pasos, decidida a enfrentarse a cualquier eventualidad. Atravesó el pasillo, la estancia y la cocina, de cuya alacena sacó el picahielos. Abrió la puerta que daba al patio trasero; ante Lina, la escalera de hierro que subía a la azotea se aferraba al muro en que su padre acostumbraba recargarse cuando salía a fumar un cigarro. No conocía el techo de su propia casa, recordó Lina, y esto la ponía en desventaja. Tomó precauciones: el picahielos sujeto bajo el resorte de la pantaleta, anudado el dobladillo del camisón para evitar que el viento se lo levantase. Entraba en territorio enemigo, sentía Lina mientras trepaba.

Subió los doce peldaños en segundos. Al pisar la azotea, un escalofrío le recordó que iba descalza. El cielo negro sopló una ráfaga que se le metió entre los muslos, le deshizo el nudo de su camisón y la despeinó. Su pijama ondeaba como una bandera—el estandarte de un ejército conformado solo por una pequeña—, y frente a ella se postraba su adversario: un hombre pecho tierra, agazapado como una lagartija.

—¡Agáchate, te van a ver!— ordenó el hombre.

Lina obedeció en el acto; al acuclillarse, la punta del picahielos le rozó la cadera. En la calle pasó un coche con la radio encendida y las ventanillas abajo; sus faros alumbraron el semblante de Lina.

No le era posible apreciar por completo el rostro del hombre ahí tendido, dada la postura en que él se hallaba y la cachucha gris que llevaba puesta. Sin embargo, Lina alcanzaba a distinguir la nariz recta y las manos toscas como guantes de carnaza, cubiertas de vello negro y sedoso. Manos que la llevaban a rastras hacia el pasado, al recuerdo de las niñas que hacían pipí y se acomodaban la falda en el baño, mientras decían aquellas palabras que Lina desconocía. Tanteando a oscuras entre las goteras y los susurros de su memoria, Lina dio con el término apropiado para un desconocido que acecha de madrugada:

—Es usted un violador, ¿verdad?

Él sopesó la acusación. Luego dijo:

—No, niña. Soy ratero.

Su respuesta no sosegó del todo a Lina, pero la satisfizo; al menos estaba familiarizada con ese término. Sabía, a qué atenerse con aquel hombre.

—No somos ricos— le dijo ella. Entonces recordó que tenía a Violeta dormida en el cuarto de huéspedes, y mintió:

—Le advierto que mi papá compró una pistola.

Riéndose quedo, el hombre se llevó una mano a la cintura y sacó un revólver del cinto:

—Ah, mira qué coincidencia: yo también— respondió, antes de tendérselo por la empuñadura a Lina, quien se sobresaltó y casi se va de espaldas.

—Agárralo con confianza, no está cargado.

Pese a no quererlo, Lina obedeció. Esperaba que el revólver se sintiese frío; sin embargo, le sorprendió la tibieza del metal. Pesaba más que un tabique, más que la cabeza de la prima recargada en su hombro. La empuñadura suave y pulida del revólver le recordó a la textura de un hueso de mamey, y esta impresión familiar la tranquilizó.

—¿Para qué se mete a robar con una pistola sin balas?— preguntó ella.

—Tenía balas—le respondió él—. Y yo no robo casas, niña; eso es de jotos. Yo robo bancos.

Reincorporándose con un quejido que le cortó el aliento, quedó sentado frente a Lina, quien por fin pudo apreciar el rostro bajo la gorra: joven, sudoroso, deformado por un gesto agónico. Su tez era casi fosforescente en la oscuridad; los pómulos, prominentes; los ojos negros, con un brillo acerado como el del revólver, y también negros la chamarra y el pantalón que llevaba puestos. “Está guapo”, pensó Lina, pero luego notó el manchón sangriento que se le extendía sobre la camisa a la altura del estómago, y soltó un quejido que enfrió más la noche. Dejó caer el revólver, que dio en el techo y lo cimbró.

—¿Qué tiene ahí?—le preguntó asustada— ¿Qué le pasó?

—Que me dispararon. Me cacharon en la movida.

—¿Le duele mucho?

—¿Tú qué crees?

El hombre se llevó una mano al tórax, mostrándole a Lina el boquete en su costado izquierdo, abierto como un ojo. La sangre manaba lenta, resistiéndose a abandonar el cuerpo.

—¿Y qué va a hacer?—le preguntó Lina.

—Esperar—le dijo él poco antes de recoger el revólver.

—¿Quiere que llame a una ambulancia?

—¿Tú qué crees?—volvió a preguntarle él, impaciente, entrecerrando los ojos.

—¿Qué quiere que haga?

—Solo quédate quieta—le dijo él mientras se quitaba el sombrero—. Y calladita, ¿oquei?

—Oquei —respondió Lina.

Y así permaneció ella por un lapso de dos o tres minutos, en tanto que estudiaba al hombre. “No parece ratero”, pensó la niña. Los ladrones debían ser feos y andrajosos. Él, agradable al ojo y bien vestido, se parecía más a los actores de las telenovelas que a los maleantes de las series policiacas. ¿Y si era un actor? ¿Y si estaba actuando en ese momento? ¿No le habría mentido a Lina con respecto a sus ocupaciones?

—Ya dígame la verdad—le dijo Lina por lo bajo-: ¿es usted un violador?

Atónito, el hombre posó su mirada en la de Lina. Luego esbozó una sonrisa burlona y le respondió:

—Niña, ¿sabes qué es una violación? ¿Cuántos años tienes?

—Doce—mintió Lina, segura de que dicha cifra le conferiría mayor autoridad—. Y sí sé qué es una violación.

—Ah, ¿sí?—le preguntó él, apuntándola con el revólver—. A ver, cuéntame, ¿qué es?

Lina se quedó boquiabierta, incapaz de dar una respuesta y, para salir del apuro, dijo:

—Pasemos a otra cosa—dijo la niña, gravando la voz para escucharse más adulta, avergonzada por su torpeza. El hombre se reía con disimulo.

—Hay cosas que es mejor no saber—le advirtió él cuando recobró la seriedad—. Pero, para que no te quedes con la duda, te explico: una violación es cogerse a alguien sin su permiso.

Lina conocía a medias el significado de coger y estaba consciente, además, de que era una palabra prohibida para los niños. ¿Cuántos de sus compañeritos del colegio se habían atrevido a usarla y, por ello, ganado una visita a la Dirección? Cientos. ¿Cuántas veces se había ruborizado su profesora al escucharla en boca de sus pupilos? Cientos, también. El desahogo con que el hombre sacaba a relucir el término conmovía a Lina: al igual que su prima, este desconocido parecía hablarle con la verdad. Esa noche estaba aprendiendo cosas, pensó Lina, y cuando otra niña curiosa acudiera a ella en busca de respuestas, Lina podría dárselas.

—¿Cómo se llama?—le preguntó al hombre.

—No tengo nombre—le respondió él—, tengo apodo: “Barbas”.

—¿Tiene hijos?

—Hijas.

—¿Cómo se llaman?

—María y Martha.

—¿Cuántos años tienen?

—María, nueve. Martha, siete.

—¿Y son bonitas?

Esta pregunta tomó desprevenido al hombre, quién miró desubicado a Lina antes de responderle:

—Muy bonitas.

—¿Cómo son?—le preguntó Lina, y él, concentradísimo como si recordara un sueño, se las describió: Martha tenía los ojos verdes y el pelo castaño; María era la que más se parecía a él; alta y esbelta, buen porte, y se le daba el canto.

Pese a notarse incómodo, el hombre se mostraba paciente, dispuesto a dejarse interrogar. Y de ese modo, Lina supo que el hombre era un viudo de 39 años, inquilino de un edificio que se caía de viejo, exejecutivo de una aseguradora, y cinéfilo: solía llevar a sus dos hijas a la matiné de los domingos.

En la negrura de la azotea, Lina podía recrear el oscuro departamento que ocupaba él, desordenado y polvoriento. Lo veía en callejones, de noche, planeando sus atracos. Lo imaginaba en la sala de cine, él sentado junto a sus pequeñas, pasándose una bolsa de palomitas, sus rostros iluminados entre las gradas. Un vago desconsuelo se apoderó de Lina: en ese preciso instante, María y Martha dormían en el departamento oscuro, sin sospechar que su papá se desangraba en compañía de una extraña. ¿Sabían ellas a qué se dedicaba su papá?, se preguntó Lina, y se propuso preguntárselo al hombre, aunque se contuvo: mientras hablaban, el manchón sangriento se había hecho más notorio.

—¿Le duele mucho? Tenemos un botiquín en el baño. ¿Quiere vendas? ¿Quiere alcohol?

—Sí, alcohol. Pero del que se bebe.

—Mi papá solo toma tequila.

—El tequilita está bien—le dijo él, agitando impaciente el revólver y dirigiéndole a Lina una mirada resignada que, de un segundo a otro, se tornó pavorosa. En el acto, Lina se percató de que algo, a espaldas de ella, había llamado la atención del hombre; se volvió para determinar de qué se trataba pero solo alcanzó a ver la baranda de la escalera.

—Ya estuvo—sentenció él como para sí mismo-. Ya valió.

Lina captó de inmediato el sentido fulminante de estas palabras, pero sin entender qué las inspiraba, y cuando iba a preguntárselo al hombre, él no le dio oportunidad:

—¿Me vas a traer el tequilita o qué?

Asintiendo, Lina se puso de pie; el picahielos le rozaba el muslo. Él se guardó el revólver en el bolsillo interior de la chamarra, extrayendo de él una bala apenas más grande que una almendra. Se la tendió a Lina y, con una sonrisa, le dijo:

—Mira: para los violadores.—Lina la tomó. Al igual que el revólver, la bala se sentía tibia entre sus dedos; la apretó en su mano. Entonces se encaminó a la escalera.

Atravesó el patio y la cocina, y entró en la estancia. Ahí encontró a Violeta, agitada, resollando al teléfono:

—Le digo que yo lo vi, está ahí arriba con mi primita y trae una pistola.—Se interrumpió al notar que Lina se aproximaba y, con un gesto de alivio, puso fin a la conversación.

“Ya valió”, pensó Lina a su vez, estrujando la bala en su mano izquierda.

No bien hubo colgado el teléfono, Violeta se arrojó sobre Lina; la apretaba contra su pecho mientras le preguntaba qué había pasado, si se encontraba bien, qué tanto hacía allá arriba con el hombre, pero no le dio tiempo para responderle: jaló a Lina del brazo, la condujo a la puerta y la sacó de la casa.

Cruzaron la calle y se resguardaron bajo el colorín. Desde ahí, Lina trató de echarle un vistazo al hombre en la azotea, aunque Violeta no se lo permitió.

—¿Estás bien?, ¿te hizo algo?—le preguntó, acuclillándose frente a Lina para inspeccionarla.

—No me hizo nada -respondió Lina y, como para tranquilizar de una vez por todas a Violeta, añadió con optimismo—: No es un violador.

Esto, lejos de calmar a Violeta, la impacientó:

—¡¿Que eres pendeja o qué?! ¡¿Qué tal que te mataba?!

Lina agachó la mirada. Y se alteró, de nuevo, la frágil paz de las altas horas. Aullando llegaron tres patrullas con las torretas encendidas y se iluminaron las recámaras de los vecinos; salieron las señoras en bata y pantuflas, y se congregaron alrededor de Violeta y Lina. El destello rojiazul desenmascaraba a la muchedumbre: en la luz roja, las señoras parecían sonreírle a Lina, y en la azul, daba la impresión de que la miraban feo.

En el afán de enterarse de lo que ocurría, Lina volteaba una y otra vez en dirección a su azotea, pero el cerco de gente no se lo permitió; escuchaba sus murmullos: “¿Será que la…? Yo creo que sí… Cabrón, mira que hacerle eso a una criatura…”

Tan pronto como llegaron las patrullas, se fueron. Lina alcanzó a distinguirlas cuando se alejaban rumbo al bulevar. Lina sabía que ya no tenía caso buscar al hombre… “Me hubiera gustado echarle un ojo por última vez al ladrón”, admitió, oprimiendo la bala en su puño.

Una última vecina, presurosa por rezagada, salió de su casa y corrió hacia a la multitud. Cruzada de brazos, le preguntó a una de las mujeres que ya se encontraba ahí:

—¿Qué pasó, oiga?

Una señora procedió a darle los pormenores. Los padres no estaban en el domicilio; solo la niña y su prima. La prima se había despertado en la madrugada, dirigido a la alcoba de la niña y, al notar que esta no se encontraba en cama, la había buscado con desesperación hasta que, por fin, dio con ella en la azotea, en compañía de un desconocido que la amenazaba con una pistola.

—No me diga… ¿Y le hizo algo a la pobre?—preguntó la rezagada.

—La niña dice que no—le respondió la aludida—, pero solo es una criatura… Ella qué va a saber.

Lina quería confrontar a las mujeres; echárseles encima, sacarse el picahielos y darles un buen escarmiento. Pero, en silencio, dejó que Violeta la tomara de la mano y la llevase de vuelta a la casa. La puerta se cerró; afuera, los murmullos iban apagándose.

—Toma—le dijo Violeta; había ido a la cocina y vuelto con medio bolillo en la mano—Para el susto.

En respuesta, Lina entregó las armas. Se sacó el picahielos por debajo del camisón y se lo tendió a Violeta junto con la bala, aún tibia. Luego se frotó los párpados, como si se limpiase los residuos de un sueño.


Autores
Alberto H. Tizcareño (Ciudad de México, 1987). Publicista y narrador. Autor de Casas Caídas, novela de reciente aparición en el catálogo del Fondo de Cultura Económica / Fondo Editorial Tierra Adentro. Su libro de cuentos Señoras se erigió, por unanimidad del jurado calificador, con el Premio Nacional de Cuento José Alvarado 2023, otorgado por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Sus cuentos han aparecido en diversas revistas como Nexos, Luvina y Tierra Adentro.
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Ficha de hacienda equivalente a 1 mecate de "chapeo" (corte de maleza) expedida en la Hacienda Dziuché a finales del siglo XIX. Imagen recuperada de Wikimedia Commons. Collage realizado por Mildreth Reyes.
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