Tierra Adentro
El ajedrez es un juego tan siniestro y personal de Hugo Roca
El ajedrez es un juego tan siniestro y personal de Hugo Roca

Recuerdo núm. 9

Es el terror. Luego, la parálisis.

“¿Qué le pasa a tu hijo?”, pregunta la amiga de mamá

“Es un niño misterioso”, y la voz de mamá suena etérea, despreocupada, casi alegre, pero al fondo del sonido (sonido tan parecido a una risa breve), hay algo, una especie de vibración oscura, que me revela la filtración del temor en su alma.

Mamá decide llevarme con una terapista. Yo tengo ocho años. Llego a una casa grande en la colonia Del Valle con un jardín poblado por conejos grises. Conejos gordos, tímidos y rápidos. Me recibe una mujer joven. Al fondo del jardín, a la derecha, hay un pasillo con un arenero que termina en una puerta metálica blanca. La mujer joven se llama Laura. Le calculo 30 años.

La voz de Laura es extraña: una voz inconclusa. Comienza con claridad las palabras, pero el sonido no acaba, o por lo menos no acaba convincentemente; se esconde, algo oculta, y resulta falsa la última vibración antes de desvanecerse.

Y siento instintivamente que esta mujer de sonido mutilado miente.

Tras la puerta metálica blanca hay un cuarto con alfombra peluda roja en donde juego con Laura. Algunos juegos me incomodan: los que involucran palitos y debo agruparlos por colores iguales u ordenarlos según sus distintos tamaños. Estos son los juegos iniciales, que duran 20 o 25 minutos. Luego Laura me hace preguntas.

Pero yo no le digo Laura. Evito su nombre como si fuera veneno, y, sobre la marcha, debo improvisar con el lenguaje para evitar tener que pronunciarlo. La expresión de mis ideas, al nunca ir dirigida hacia ella —al evitarla—, resulta enigmática y ambigua, como si le hablara al vacío. Y ese es el mejor escenario: la ambigüedad y el enigma. El peor escenario es la repetición involuntaria de sonidos.

El terror y la parálisis.

Soy un niño tartamudo.

“Yo te digo por tu nombre, ¿por qué tú no me dices Laura?”.

Mi tartamudez viene y va, por rachas.

“Porque usted es la maestra”, pronuncio la frase con voz fría y rápida, una nítida frase fluida, que fluye desde un sentimiento muy cercano al desprecio.

Cuando se trata de defenderme, de justificar mi comportamiento, hablo perfectamente. Si debo proteger mi intimidad, la tartamudez desaparece.

Para mí no puedes ser Laura porque es falso tu sonido.

Es lo que siento, pero no es lo que digo. Por eso son tan incómodas mis conversaciones con Laura. Ella quiere saber lo que siento. Está obsesionada con la necesidad de conocer mis sentimientos. Me dice que es su trabajo.

“Tengo que saber lo que sientes para poder ayudarte”.

Y la palabra ayuda desencadena mi desprecio.

¿Por qué esta mujer cree que tiene que ayudarme?, ¿por qué mamá cree que esta mujer tiene que ayudarme?

Y reproduzco en mi cabeza un fragmento de lo que Laura dice:

Tengo que saber lo que sientes.

Mamá y Laura me creen anormal, un niño enfermo. La clave para saber por qué creen eso al parecer está en lo que siento

Son privados mis sentimientos.

Nunca, nadie, podrá acceder a ellos. Ni siquiera mamá. Son invisibles los mundos que me interesan; son mundos secretos. Y son invisibles los sentimientos; los sentimientos son mi secreto: el secreto que me permite existir en mundos invisibles. Si yo intentara explicarle a Laura lo que siento, estaría traicionando la naturaleza privada de mis sentimientos. Los estaría trasladando a atmósferas —ideas, palabras, conversación— a las que no pertenecen. Y ahí morirían asfixiados.

Las preguntas que se desprenden de esta idea me aterran: una vez dentro de la cabeza de Laura, ¿qué les pasaría a mis sentimientos?, ¿qué ocurriría con mis sentimientos si de pronto existieran en la voz increada (y chillona) de Laura? Sería como hundir a un pájaro en agua. Me aterra la idea de que a mi secreto acceda una desconocida, una bruta cualquiera.

¿Quieres, Laura, saber lo que siento? Lo único que voy a hacerte sentir es mi desprecio.

Una opción es el silencio: reaccionar ante sus preguntas con miradas mudas. Pero eso levantaría muchas dudas; dudas que le darían la razón a mamá, a Laura y al motivo de esta terapia. Dudas que me harían quedar como un niño completamente raro, anormal, enfermo, inadaptado. El silencio es una carta mala en este momento.

Sin la posibilidad del silencio (primera opción de mi desprecio), opto, entonces, por la mentira.

Mentir es la solución a todos mis problemas: Me impone la necesidad de hablar (y hablar me hace parecer normal), mantiene protegidos mis sentimientos e, indirectamente, también expresa mi (velado) desprecio.

Mientras Laura no descubra que miento, creerá que progresa, que es una gran terapista, que poco a poco ha ido penetrando en mi corazón.

Estúpida.

Yo tengo un reto: mentir con destreza, mentir fino, convertirme en maestro de la mentira. Es un reto que me fascina. Aunque surge el gran problema (y es un problema que se ha repetido a lo largo de mi infancia):

Soy un niño tartamudo.

Mi paladar no tiene defecto, tampoco mi lengua. Es mental el problema. A veces mi sonido es incapaz de ir a la misma (frenética) velocidad con la que avanzan mis ideas. Entonces mi sonido se tropieza. Se traba y permaneces trabado, en repetición obsesiva, mientras mis ideas ya dieron dos o tres vueltas. Mis ideas no son indulgentes con el sonido que las representa; nunca lo esperan. Crueles y altivas, lo dejan tirado. Y entonces queda huérfano mi sonido. Abandonado. Y para destrabarse, para liberarse del

humillante estado de parálisis en que ha quedado, busca con desesperación la salida de cualquier ruido fácil. Lo busca sin la intervención de las prepotentes ideas (a las que sirve) que lo han olvidado, y entonces digo cualquier cosa tonta que extraigo de no sé qué parte oscura de mi (ausencia de) pensamiento.

Digamos, por ejemplo, que lo que quiero decir es:

“¡Mire!, el conejo quiere meterse en el arenero”.

Me quedo trabado en el co-co-co-co-co-co y mi manera de arreglarlo es regresar, ir atrás, dar la vuelta y evitar la palabra maldita.

Funcionan las preguntas tontas.

“¿Tienen animales en esta casa?”, y volteo a ver hacia el arenero.

“Sí, conejos”, me dice Laura, quien me ha visto acariciar conejos durante los últimos siete meses. Luego sigue la trayectoria de mi mirada y descubre a un conejo que quiere meterse en el arenero. Sale a ahuyentarlo.

Y en el fondo, consigo comunicar lo que quería comunicar. Siempre de maneras indirectas, siempre de maneras raras, que a veces parecen misteriosas y a veces estúpidas, tan estúpidas que el significado de mi comportamiento parece reducirse a dos opciones: me estoy burlando de mi interlocutora o soy completamente tonto.

Y a veces mi sonido es tan veloz como mis ideas.

Mi tartamudez es mental y, por lo tanto, caprichosa.

“No tienes que preocuparte si te cuesta trabajo pronunciar algunas palabras”, dice Laura.

“¿Como cuáles palabras?”, y con todo mi cuerpo deseo desconcertarla.

“Pues… como conejo…”.

“Conejo, conejo, conejo”, estallo con mis ojos fijos en sus ojos, “el conejo, un conejo cojo, el conejo blanco y el conejo rojo, conejo, conejos, el conejo gris gordo se quería subir en el arenero”, estallo con mis ojos fríos en sus ojos desconcertados, “adorable

conejo viejo que no le da vergüenza que lo veamos arrastrase como conejo en la arena, ¡ay, qué conejo conejo conejo conejo conejo travieso!”.

Y estos estallidos míos de rencoroso cinismo, de negra iracundia sonora, sumen a Laura en un estado de perplejidad.

Dejar a Laura perpleja es algo que me gusta mucho.

Tras la sesión de preguntas y respuestas, llega el momento de los juegos finales: ir al arenero y luego al piano.

En el arenero, a pesar de las suaves insinuaciones de Laura (su filosofía es la no-insistencia) no construyo nada: ni fortalezas ni estatuas. En el arenero me revuelco y cavo con mis manos un agujero lo suficientemente largo y hondo como para que pueda meter mi cuerpo acostado.

Alguna vez me quito la playera. Ha llovido y quiero sentir mi pecho embarrado de arena mojada. Ridícula, escandalizada, un poco severa, Laura me obliga a vestirme.

“Ponte tu playera”.

Y por primera vez desde que comenzaron las sesiones, su sonido suena completo. Creado. Una creación patética: que nace de las convenciones, del prejuicio, de la falta de un instinto verdadero que le indique cuándo una situación es natural y cuándo peligrosa.

¿Qué clase de mujer puede considerar indecente que un niño quiera meterse en un areno y quitarse la playera? Una mujer estúpida.

Laura es una mujer estúpida.

Y después del arenero, vamos al piano.

Caminamos por un estrecho pasillo que dobla abruptamente a la izquierda y da a la puerta de la estancia principal en cuya sala hay un desafinado piano vertical de madera clara ante el cual me siento y comienzo a producir sonidos.

Tomo tres veces por semana clases de piano en el centro de Coyoacán con Miss Brigher, una rígida y metódica maestra inglesa. Aunque no existe relación alguna entre

mis clases formales de música y lo que hago en el piano desafinado de madera clara en la sala de la casa de los conejos al lado de Laura.

Una cosa es aprender técnica y otra muy distinta experimentar con la articulación sonora de mi pensamiento secreto.

Y mi sonoro pensamiento secreto pertenece a un piano desafinado. Es raro, disonante y caótico. También sombrío y desafiante. Está lleno de sonidos fragmentados, atmósferas extendidas, repeticiones obsesivas e incomprensibles silencios prolongados.

Esos últimos minutos de mis sesiones con Laura los dedico a la invención de mis íntimos ruidos.

Me entrego con fervor a la tarea. El cuarto y la presencia de la joven mujer a mi lado desaparecen y me dedico a apretar teclas guiado por los caprichos de extraños dioses atrapados en mi inconsciente.

Dioses feroces. Histéricos dioses. Dioses de la repetición. Dioses silentes.

Y Laura me deja ser, sentada a diez metros de mí, retraída y discreta. Eso yo se lo agradezco mucho a Laura.

Hasta que una tarde, a mitad de una de mis experimentaciones sonoras en torno a mi pensamiento secreto, durante un espacio vacío que ella interpreta como aburrimiento, dice

“¿No quieres hacer algo más?, digo: ayer tocaste algo muy parecido”.

Y yo sé que los lugares de trabajo de Laura son el patio y el cuartito detrás del arenero. Sé que le permiten usar el piano un ratito por cortesía para que sus niños se distraigan, pero que el resto de la estancia principal son las oficinas de un despacho de diseño en donde Laura no tiene jurisdicción.

Dejo de tocar el piano y me paro.

“Sí, quiero explorar estos cuartos”, digo y comienzo a caminar hacia un pasillo con varias puertas.

Laura me sigue precavida y desconcertada, pero no dice nada. Abro la primera puerta a mi izquierda y me meto a la habitación. No le da tiempo de seguirme. Es demasiado lenta. Para cuando ella entra, yo ya he manipulado una especie de gran tuerca adherida a una mesa de madera cuya superficie está llena con varios objetos. Manipulo la tuerca y todo el contenido de la mesa se estrella contra el suelo: lápices, pinceles, frascos de pintura, lienzos, marcos y un rosario. Los frascos son de vidrio y se hacen añicos. Las pinturas (verdes, amarillas, marrones, rojas…) se esparcen a manera de densas manchas pringosas en la peluda alfombra azul celeste.

“¡Puta madre!”

El grito de Laura es breve y contenido. Un sonido que nace del rencor.

Por un instante, Laura me odia. Desea mi sufrimiento. Quizá, por un instante, desea mi muerte. Desea golpearme. Y durante ese instante Laura me parece por vez primera una mujer real, bella e interesante.

“Vete”, dice y yo salgo del cuarto.

Me siento en el piano mientras ella recoge.

Aprieto muy lentamente las teclas. Busco sonidos que estén muy separados unos de otros, como si fueran larguísimos pasos. Misteriosos pasos largos. Aprieto hasta el fondo un pedal que alarga los sonidos, que los dota de eco. Pasos largos y sostenidos suenan desde diferentes lugares. Invisibles lugares siniestros. Van hacia Laura para cazarla. Quiero asustarla. Quiero irritarla. Quiero que me culpe. Que descargue contra mí su ira.

Lo quiero porque sé que ella siente esas cosas y, sobre todo, que expresar esas cosas contra mí, contra un niño, contra uno de sus pacientes, la haría sentir miserable y desgraciada.

Y yo quiero su desgracia porque ella me ha interrumpido mientras yo improvisaba en el piano mi canción privada.

Los sonidos como demoniacos pasos invisibles con los que deseo atormentarla no tienen efecto en Laura, pero sí en un conejo.

Un gordo conejo gris (cosa insólita) entra en la sala y se queda ahí, en la puerta, mirando hacia mí, buscando el cuerpo de esos sonidos con los ojos, los bigotes y las orejas, que mueve rápidas y breves hacia adelante.

Suena el timbre. Ha llegado mamá. Laura sale del cuarto con las manos manchadas de pintura roja. Está pálida y sombría, como una mujer que se ha convertido en fantasma.

Antes de seguirla hacia la puerta, le pregunto:

“¿A qué se refería cuando dijo que lo que hoy interpreté en el piano sonó muy parecido a lo que interpreté ayer?”.

Laura me mira con hostilidad y sorpresa.

“No lo sé, ¿qué importancia tiene?”.

Y esas palabras son el último recuerdo que tengo de Laura.

Dejo de verla poco tiempo después del incidente de la mesa.

“Ya no vas a verla más”, dice mamá.

Y yo no pregunto nada.

 

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