Tierra Adentro

Sólo conozco un mueble que le hace justicia al papel que los libros desempeñan en casa. Toma su nombre de aquellos a los que resguarda y los sitúa en la más justa disposición que puedan encontrar dentro una habitación: sus lomos dan hacia afuera, como intentando atrapar a la vista extraviada con el simple guiño de un título cautivador o un diseño atractivo. Tal como parece perfilarse en la memoria, el librero es visto como una colección de tomos gruesos, enfundados en piel y rematados con una caligrafía de doradas letras. Más que la lectura, su imagen evoca lo que todavía se entiende por lectura: una actividad silenciosa donde se mira al lector, desde luego provisto de una erudición y de un aspecto que casi roza lo académico: dar vuelta a la página de un libro. Una de esas actividades que ni siquiera es considerada como tal. De escribirse una fenomenología de los libreros, muchos de los acuerdos quedarían situados dentro del imaginario de dicha estampa.

Pareciera que los volúmenes recolectados en un librero están ahí debido a un movimiento azaroso que favoreció su existencia como libros. Al ser un espacio diseñado para la intromisión, el librero permite al lector ingenuo fisgonear y seleccionar el tomo que ha estado buscando, pero también posibilita la operación inversa, es decir, colocar cualquier libro o cosa dentro de él. Un librero — sobre todo uno desconocido—, pertenece tanto al orden de la intuición y el presentimiento inocente como al sistema de curaduría que cada lector diseña.

A pesar de ser un elemento fundamental de la lectura, el libro es susceptible a la resignificación de su uso. Si no aparece debajo de un mueble que ha perdido una pata, haciendo las vicisitudes de un calzador, sostiene algún aparato cuyo cable es demasiado corto para alcanzar el contacto; en ocasiones más afortunadas acompaña a una pequeña figura de porcelana que por sí sola jamás hubiera hecho justicia a cierta mesa de centro, sirviendo de ornamento y decorativo sin exponer algo más que la belleza de su tapa.

Recuerdo ahora que en la casa de mi infancia teníamos un solo librero, y sólo en ocasiones resguardó libros. Mi padre prefería que estos cumplieran alguna función rentable y no se limitaran simplemente a alimentar ideas y pensamientos que seguramente no serían útiles en caso de alguna falla con el refrigerador. Antes de considerar un tomo de Oscar Wilde prefería comprar manuales de mecánica y electricidad y nunca pasó por su cabeza sustituir las pesadas enciclopedias y diccionarios por algo de Tolstói, Rabelais o Virgilio.

Toda casa es una galería automática, una colección de piezas curadas por el azar y la anatomía evolutiva de una familia. En ese lugar, los libros, lejos de la mano y la atenta mentalidad del lector, se muestran como llana utilería, piezas que engalanan más por su aspecto que por lo que reservan en sus páginas. Desde esa posición parecieran suscribirse, al menos en parte, a lo escrito por Montaigne cuando dijo «no enseño nada, sólo cuento»; el libro sobre la mesa, que ornamenta una carpeta, una piedra preciosa o un portarretratos parece decirnos «no enseño nada, sólo adorno».

El único librero que teníamos en casa estaba ocupado por un estéreo y cassettes de grupos pop de los años noventa. A los grupos no los recuerdo del todo, pero en aquel entonces su presencia chocaba con la idea de lo que un librero debía ser. No estaban solos, varias cosas ya habían tomado lugares pobremente relacionados con su uso más práctico. En el mueble de la computadora, por ejemplo, a menudo hallábamos las herramientas mecánicas de mi padre; mientras que una consola con tornamesa era ocupada regularmente por materiales de papelería que mi hermana, ya fuera por desinterés o flojera, abandonaba al regresar de la secundaria.

La cantidad de intrusos parecía reproducirse de forma exponencial. Si un desarmador aparecía, era casi un hecho que a su presencia le seguirían llaves, candados, lijas y pinzas de una variedad que no podría enumerar aquí, más por falta de conocimiento que por desidia. Como nunca ha sido una excepción (y de serlo su absoluta revolución no iba a comenzar en mi casa) el librero tuvo que soportar —frecuentemente— la visita de estos pesados inquilinos. Almacenando, en casos muy extremos, martillos, pericos y hasta cable. Objetos plenamente funcionales, objetos fundados en la imaginación prepotente de resolver un problema o realizar ajustes que permiten trasladar la inteligencia desde su más enternecedor escepticismo hasta el mundano territorio de la eficiencia.

Visto de esta manera, me parece que la ecuación también puede subvertirse: los libros podrían ocupar lugares que no están destinados a ocupar. No me sorprendería de recordar el momento en el que hallé un tomo de Juan Ramón Jiménez dentro de una caja de herramientas, pero el caso, lamentablemente, jamás ocurrió.

Un hombre no puede esperar hallar cierto objeto fuera del cuadro donde lo ha concebido. La mentalidad rechaza la sorpresa por su naturaleza antiesquemática. Un libro es un extraño fuera del librero, pero es más extraño aun si llega a encontrarse dentro de la lavadora o la estufa. Y ni pensar en la posibilidad de hallarlo con las páginas abiertas, como reclamando ese espacio que no tiene, como haciendo notar esa posición inconforme, ajena a su naturaleza, que lo ha convertido en parte de la lógica funcional que evita que una casa se caiga a pedazos.

Pero esta lógica, construida en la pobre orientación y el descuido tuvo, como toda lógica, sus excepciones. Pienso en una edición gratuita de El Lazarillo de Tormes, entregada durante un remate de libros donde mis padres adquirieron una Enciclopedia Planeta y doce tomos del Diccionario Larousse, que lograron colarse en el librero. Recuerdo también otro libro flaco: Cuentos de la selva de Horacio Quiroga, editado en una colección juvenil de Editores Mexicanos Unidos que apareció, con los huesos de su portada, entre un par de revistas de cocina y un libro de Madonna cuyo nombre era Sex. Pienso en aquellos tomos como anomalías, pero también como parte de la resistencia que los libros pueden oponer ante las cosas útiles, como si hubieran fijado una postura para decir: «reclamo este mueble para mí y los míos».

Ahora tengo dos libreros. El primero recibe de vez en cuando medicinas, cables inútiles de iPod, discos duros, celulares viejos y plumillas para la guitarra, pero al mirarlo sin detenimiento diría que sólo contiene libros. El segundo, por una manía que ahora reconozco, no permite el ingreso de cuerpos distintos al objeto libro. Parece un espacio inmaculado, un templo que temo manchar; una especie de fortaleza impenetrable para los objetos funcionales. Sé que en una pelea uno a uno el libro siempre perderá contra el desarmador o la engrapadora, por lo tanto deduzco que lo mejor tal vez sea protegerlo. Todo librero es una ciudad amurallada.