Tierra Adentro
Portada de "Cartas a la princesa", Mario Levrero. Editorial Random House, 2023.
Portada de “Cartas a la princesa”, Mario Levrero. Editorial Random House, 2023.

“No quiero nada y estoy dispuesto a un nuevo suicidio. De esos suicidios que yo llamo perfectos, porque te dejan vivo; puedo volver a asesinar mi yo inútil una vez más”.

Mario Levrero

Hay ciertos autores, indica Borges, como Shakespeare, como Quevedo, como Goethe y como Joyce, que más que literatos son una literatura completa en sí misma. Lo mismo podría decir de ciertos críticos, editores y traductores; se trata de una vocación ajena a la celebridad, un oficio de tinieblas que, probando nuevas traducciones, compilando insólitos textos o rescatando y orientando manuscritos póstumos inconclusos, generan un motor de posibilidades que cimienta el gran coro de voces que es la literatura, y pocas veces reconocemos esta extraordinaria labor velada. Podría hablar de numerosos traductores como Miguel Sáenz o Mauro Armiño, que han aproximado bellamente las literaturas alemana y francesa a mi imaginación, pero dejaré el tema de la traducción para otro artículo. Por ahora, quiero hablar puntualmente de un crítico literario y editor al que agradezco tanto que haya orientado mis lecturas desde mis comienzos: el filólogo catalán Ignacio Echevarría. 

Supe de Echevarría por primera vez, como muchos, en el año 2004, cuando ejerció de curador de la magnánima novela póstuma de Roberto Bolaño 2666. Desde entonces, perseguí su trabajo crítico y editorial como el fanático más obsesivo de una banda de rock que quiere coleccionar todas las versiones, lados B y rarezas de su artista favorito. Y lo cierto es que Echevarría, desde que era uno de los más agudos críticos del diario El País (y luego lo despidieron por una mala crítica a un libro de Alfaguara), no ha parado. Su colaboración con editoriales como Galaxia Gutenberg y Anagrama lo han llevado a convertirse en el editor de las obras completas de Nicanor Parra, de Rafael Sánchez Ferlosio, de Franz Kafka, así como de las cartas completas de André Gide, la titánica novela de Juan Benet Herrumbrosas Lanzas, así como, un año después de editar los (anti)canónicos Entre paréntesis y El secreto del mal de Roberto Bolaño, trabajó la que es considerada la obra maestra del escritor uruguayo Mario Levrero, La novela luminosa

A 20 años del fallecimiento de Mario Levrero, ha aparecido un nuevo inédito suyo, Cartas a la princesa (Penguin Random House, 2023), el cual Ignacio Echevarría editó casi artesanalmente durante 12 años en permanente colaboración con la viuda y destinataria de las cartas, Alicia Hoppe. Hay libros que son promesas de la rumorología mucho antes de que lleguen a tus manos; de boca en boca se comenta que viene un libro buenísimo, insólito, esclarecedor. O al menos así me lo antojó el escritor y periodista uruguayo Pablo Silva Olazábal el año pasado que nos vimos en Madrid. Pablo Silva fue alumno de Mario Levrero y escribió un fantástico libro, Conversaciones con Mario Levrero (Contrabando, 2018), que en más de una ocasión he dicho que se trata de la mejor caja de herramientas que pueda tener un joven escritor en su biblioteca:

Cartas a la princesa comprende las más de 60 epístolas que le mandó Mario Levrero entre los años de 1987 y 1989 a la que era, en un inicio, la pareja de su mejor amigo; luego, su doctora; después, su amiga, su amada y, más tarde, esposa, Alicia Hoppe. “Es una suerte de eslabón entre el Diario de un canalla, escrito entre diciembre de 1986 y enero de 1987, y El discurso vacío, armado en 1993 a partir de anotaciones hechas entre septiembre de 1990 y septiembre de 1991”, explica Echevarría en su brillante presentación, donde parangona, como ya se ha hecho en múltiples ocasiones, la figura de Mario Levrero con la de Franz Kafka; más particularmente sus diarios y cartas, los cuales proponen un correlato de hipocondría, hipersensibilidad y genio creativo con vasos comunicantes con la obra del escritor checo.

La primera carta se la escribe Mario Levrero a “la Princesa” —más tarde se entiende que la llama así porque ella cita numerosas veces El principito— para preguntarle sobre los efectos secundarios de unos somníferos que le recetó. Es sabido, como se constata en La novela luminosa, que Levrero tenía problemas para dormir, y se pasaba la noche en vela leyendo hasta tres o cuatro novelas (generalmente policiacas, ligeritas) de principio a fin. Sin embargo, lo que atestiguamos los lectores de este libro no es una sencilla correspondencia; Cartas a la princesa puede leerse como un diario demencial, un testimonio solitario, la poética onírica de un escritor o una bella y tierna historia de amor. Quizá, como bien lo resume Echevarría, se trata de la historia de una transformación:

En ellas se asiste a la casi súbita transformación de la vieja relación entre doctora y paciente en una relación amorosa. La última de las cartas está fechada en marzo de 1989, en vísperas del traslado de Levrero a Colonia, donde se propone emprender una nueva vida al lado de Alicia, venciendo las resistencias que ella ha venido oponiendo al proyecto.

¿Por qué Cartas a la princesa es un diario demencial? La excentricidad y las pequeñas obsesiones de Levrero lo corroboran en cada página. Antes de que comenzara su correspondencia, Alicia prácticamente le salvó la vida cuando lo obligó a operarse de la vesícula, era una cirugía que necesitaba urgentemente, pero Levrero se resistió a ella como se opuso siempre a cualquier internamiento. En las cartas, Levrero le reclama esta operación e incluso le dice que sueña que recibe una carta de ella y, adentro del sobre, encuentra su vesícula extirpada. El tema de la vesícula es tan importante en su biografía que Levrero incluso lo aduce para justificar su afición por las novelas policiacas malas: ”Mi teoría es que yo leía esas novelas por identificación con la víctima (como víctima de la operación), y también con el detective y aun con el asesino; me buscaba a mí mismo, buscaba mi cuerpo”.

El humor de Mario Levrero inspira la carcajada silente y ansiosa; más que la del que ríe para no llorar, la del que llora para no reír. En una carta anterior, narra la visita con un acupunturista chino. En plena sesión, recuerda que el sida (son los años ochenta) se transmite por las agujas, por lo que está completamente seguro de haberse contagiado y se despide de la vida: “Es lamentable, no sólo morir, sino dejar un mal recuerdo, ya que popularmente sólo se admite una forma de contagio, y en la historia que se contará en los boliches dentro de unos años sólo quedará que ‘un chino le contagió el sida’”.

¿Por qué Cartas a la princesa es un testimonio solitario? En esos años, por recomendación de Alicia, Levrero se mudó a Buenos Aires, donde aceptó un trabajo de “crucigramero”, es decir, editando una revista de crucigramas. Tras una relación fallida, el escritor se queda solo en un bello departamento frente al congreso, donde percibe cómo su presencia lo abarca todo. Lo visitan trabajadoras sexuales, pero pagar por sexo no lo satisface. Acusa que mantiene una personalidad artificial que lo agota: 

¿Por qué me canso tanto, si mi trabajo es tan liviano como llevar una pluma en el sombrero? Respuesta: me canso porque estoy tenso, y estoy tenso porque estoy manteniendo una personalidad artificial en el trabajo. Eso me produce un desgaste nervioso y muscular comparable a aserrar una docena de troncos. 

El uruguayo padece la cultura de Buenos Aires y, pese a no estar muy lejos de su país natal, su fobia a los viajes y la complicación burocrática de estos lo hace sentirse infinitamente aislado: 

Mi último descubrimiento es que, aquí [en Buenos Aires], toda la cultura es neutralizada, por el expediente de traducirla inmediatamente en información. No hay cultura; hay información manejable racionalmente; pero el hecho cultural modificador no existe, no tiene entrada. No hay entrega. Se lee un libro y se va archivando como información, sin percibir el alma que escribe. 

¿Por qué Cartas a la princesa es la poética onírica de un escritor? Teniendo en cuenta que Levrero le escribe a su “doctora” con una finalidad curativa —“utilizo tu imagen de interlocutor privilegiado para desarrollar mi monólogo de búsqueda, buscando precisamente que tu imagen me ayude a no salirme demasiado de la razón”—, las Cartas a la princesa están permeadas por una sinceridad brutal, donde el autor de la Trilogía involuntaria manifiesta su espíritu creativo, su capacidad o impotencia literaria: “Porque en realidad yo escribo porque no puedo hacer cine; antes de escribir filmé unas películas —pero no era viable, muy caro y complicado—”. Siempre fiel a su humor y sus lecturas, que hibridan de manera natural lo que unos consideran “alta” y “baja” literatura, Levrero esgrime su teoría estética citando en una misma página a Ezra Pound, el sabio poeta estadounidense que fue maestro de los grandes escritores del siglo XX, y a Hulk, el monstruo verde al que le gusta aplastar cosas. Cuando su enamoramiento se exacerba, demuestra ser un narrador nato a la búsqueda de síntomas amorosos, pero declara su incapacidad para la poesía: “Quisiera cerrar esta carta con algo lindo, algo como un poema para vos, pero nunca fui buen poeta; ni siquiera poeta a secas”.

Del mismo modo, le confiesa a Alicia su perfil de escritor raro, que solo espera que sus libros “se vendan lo suficiente como para que los editores quieran seguir publicándome y pagándome derechos, pero no más. Odiaría pasar a ser un tipo ‘conocido’ por el público”. Tal como esclarece Echevarría, ordenando el sentido de las cartas con relación a su obra posterior: “Alicia habría sido para Levrero la Princesa destinada a devolverlo a su desplazada condición de escritor empecinado en ‘despertar el alma dormida, avivar el seso y descubrir sus caminos secretos’, conforme se lee en El discurso vacío.”

¿Por qué Cartas a la Princesa es una tierna historia de amor? A quien nunca haya estado enamorado, le será difícil creer que las cartas de Levrero, desde su soledad bonaerense, no son algo cursis y exageradas. Pero a quien entienda un poco de esa sensación, encontrará en el libro una fiel bitácora, algo contagiosa, de la locura a la que te orilla una emoción tan fulminante. Levrero no duerme, no deja de pensar en Alicia ni un momento; en el trabajo, está distraído; graba obsesivamente cassettes con tangos de Roberto Goyeneche “El Polaco”, piezas de jazz de Coltrane y Louis Armstrong, baladas de moda de Sinatra y Charlie Rich, las cuales (Levrero hablaba muy bien inglés porque su padre fue maestro de esta asignatura) le traduce a Alicia para expresarle su amor. Con qué belleza describe la vulnerabilidad del enamoramiento en el que, de pronto, todas las canciones del mundo, por más cursis que sean, hacen sentido en la cabeza del enamorado: “También la música me ayuda mucho; he grabado tantos cassettes en los últimos días que temo por mi presupuesto. O están pasando mejores cosas por la radio, o mi gusto musical declinó notablemente”.

La brillante edición de Alicia Hoppe e Ignacio Echevarría omitió, por razones que se explican en la introducción, las respuestas de Alicia a Mario Levrero. Me pareció una decisión acertada porque, de esa manera, el libro deja de ser un epistolario real y se transforma en un artefacto que puede ser leído como una poética del enamoramiento, un Ars amatoria, una novela o un diario de incertidumbre sentimental. Pero este libro es mucho más que eso; advierto al lector que estas cartas dejan cicatrices, trastornan y funcionan como una máquina del tiempo en la que Mario Levrero, pese a tener 47 años y considerarse “un cascajo inútil”, “un viejo con los orgasmos contados”, nos devuelve a una eterna adolescencia donde, a través de las letras, la música y el insomnio, podemos vislumbrar una pasión: “para uno siempre es un hecho extraordinario, eso de que caigan las barreras y volverse loco, indefenso, enajenado, poseído, viviendo al mismo tiempo un cielo y un infierno.”

En una larga charla que sostuve recientemente con Alicia, la Princesa me contó, entre otras cosas —ya publicaré más adelante la entrevista—, que aún queda un gran inédito de Mario Levrero para el porvenir: sus sueños. Esperemos que, tanto Alicia Hoppe como Ignacio Echevarría, así como quien suscribe estas páginas, gocemos de muy buena salud para ver esa obra iluminadora publicada próximamente. 

¡Larga vida a la obra de Mario Levrero!


Autores
(Ciudad de México, 1991) Narrador, poeta, editor, traductor y ensayista. Estudió la carrera de Letras Hispánicas en la UNAM, la maestría en la Universidad Complutense de Madrid y el doctorado en la Universidad Autónoma de Madrid. Ha publicado los libros Los designios del imaginero (2012) y Agenbite of inwit (2018). Ganador del Premio Nacional de Novela “José Revueltas” por Nuestro mismo idioma (FETA, 2015) y el Premio Nacional de Cuento “Julio Torri” 2019 por Sonámbulos. En 2023 publicó su tercera novela Mundo anclado (NitroPress, prólogo de Enrique Vila-Matas). Ha colaborado en diversas antologías como Covid: Narrativa mexicana joven, desde y contra la pandemia (FCE, 2021) y La lectura al centro: 55 autobiografías lectoras (UNAM, 2022), así como en la revista Quimera, Barcarola, El Universal, Excélsior,Tierra Adentro y Luvina. Como editor ha elaborado las antologías narrativas Lo fantástico no existe (Ediciones Periféricas, 2020), De narcos a luchadores (Contrabando, 2019) y El misterio de los seres espaciales (Deliria, 2023). Es profesor de literatura en la UNAM y en Literaria: Centro Mexicano de escritores.