Leves anacronismos: a cincuenta años de Sticky Fingers, de los Rolling Stones
En 1956, Jorge Luis Borges publica la segunda edición de su libro Ficciones, cuya primera se editó en 1944, y que tiene su origen en El jardín de los senderos que se bifurcan, libro publicado en 1941 por la mítica editorial Sur. Ficciones se compone de los ocho cuentos publicados en 1941 —“Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, “Pierre Menard, autor del Quijote”, “Las ruinas circulares”, “La lotería en Babilonia”, “Examen de la obra de Herbert Quain”, “La biblioteca de Babel” y “El jardín de senderos que se bifurcan”— y seis textos nuevos —“Funes el memorioso”, “La forma de la espada”, “Tema del traidor y del héroe”, “La muerte y la brújula” y “Tres versiones de Judas”—, que el egregio argentino, para diferenciarlos de los publicados anteriormente, agrupó bajo el nombre de “Artificios”, y que componen la segunda parte del libro. En la segunda edición, además, Borges incluye tres textos no recogidos en la primera ocasión: “El fin”, “La secta del Fénix” y “El sur”. Más allá del justo prestigio que la obra de Borges ha mantenido durante varias décadas, quizá convenga recordar, como escribiera él mismo en el último cuento citado, que “a la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos”.
“El sur” se publicó por primera vez en La Nación, en 1953, y cuenta la historia de Juan Dalhmann, quien por un desafortunado suceso “en los últimos días de febrero de 1939” se golpea la cabeza con un “batiente recién pintado que alguien olvidó cerrar” y termina en el hospital, a punto de morir por una septicemia —no es tan descabellado pensar en cierta reminiscencia del Giuseppe Corte de “Los siete pisos”, de Dino Buzzati, escrito en 1937, con una circunstancia parecida—. Dalhmann, entonces, emprende un periplo ambiguo para el lector entre el sanatorio y “el sur [que] empieza del otro lado de Rivadavia”. Quince años después, en 1968, se filma la película Performance, y merced a una de esas simetrías borgesianas, en una escena está un joven Mick Jagger, en el papel de un excéntrico rockero llamado Turner, leyendo un fragmento de “El sur”:
At this point, something unforeseeable occurred; from a corner of the room, the old ecstatic Gaucho threw him a naked daga wish landed at his feet. Dahlmann bent over to pick it up, they would not have allowed such things to happen to me in the sanitarium, he thought, and he felt two things, the first…1
La película, dirigida por Donald Cammel y Nicolas Roeg, se estrenó dos años después, en 1970, y antes de que Jagger —Turner— pudiera acabar de leer el fragmento, una mosca se posa feraz en su ojo y el músico deja caer el libro; por un breve momento, la cámara contempla la caída, y el espectador puede ver la camisa del volumen en el suelo, con la fotografía de Jorge Luis Borges en ella. Performance es una película con fuerte impronta borgesiana: el destino, la identidad y la dualidad —ésta representada por Chas y Turner, un gángster y un super estrella que encuentran que no son tan distintos—, y que marca una ruptura con el incipiente mainstream; producida por Warner Bros., un “gran” estudio, se esperaba una película que usufructuara la creciente fama de los Rolling Stones y que estuviera más acorde tonalmente con A Hard Day’s Night, del supremo cuarteto de Liverpool. Sin embargo, las escenas sexualmente explícitas, el uso de estupefacientes y el ambiente violento y obscuro de la película la hizo ser repudiada por la mayoría de sus espectadores y críticos; aunque comenzó a ser revalorada a partir de la década de los ochenta, se mantiene casi invisible para la mayoría —si la comparamos con la cantidad de seguidores que los Stones han tenido— de los consumidores de cine.
En 1968, año de la producción de Performance, los Rolling Stones atravesaban su propia dualidad: por un lado, ser una banda reconocida con siete discos editados2, por el otro, se enfrentaban a la separación de su fundador y líder Bryan Jones, quien comenzaba a ausentarse de las grabaciones debido, en parte, a las adicciones. Así, Beggars Banquet (1968) y Let it Bleed (1969) serían los últimos discos de los Rolling Stones ornados por el nombre de Jones, quien moriría ahogado en su alberca el 3 de julio de 1969. Del mismo modo, estos discos serían los últimos editados por Decca Records y sería el preámbulo para que Mick Jagger, Keith Richards, Charlie Watts y Mick Taylor —el guitarrista que sustituyó a Bryan Jones— formaran Rolling Stones Records, editora con la que ganarían absoluta libertad para decidir sobre sus proyectos, tanto en el arte de éstos como en la música.
Si ya en Let it Bleed escarceaban con el arte pop —la portada es obra del diseñador Robert Brownjohn—, es en Sticky Fingers, de 1971, donde la portada se vuelve un personaje más de la narrativa del disco. No sólo el título alude a referencias veleidosamente sicalípticas: en la portada se muestra la cintura y la cadera de un hombre vestido con un entallado pantalón azul adornado por un cinturón de piel. En primer plano, está el cierre de los jeans, que al bajarlo, en la versión original, dejaba al descubierto una trusa blanca. Si bien la idea del cierre —¿el concepto?— era de Andy Warhol, los artífices de él fueron el fotógrafo Billy Name y el diseñador Craig Braun; el primero, uno de los ocupantes de The Factory, el estudio y colectivo neoyorquino de Warhol; el segundo, conocido por su trabajo en la portada de The Velvet Underground & Nico —también bajo la mano de Warhol—, grupo que tenía, como primera formación a Lou Reed, John Cale, Sterling Morrison y Maureen Tucker. En la portada del vinyl, el plátano podía pelarse, y resumía todo lo que la cultura popular, el rock y la masificación podían lograr. Era el fin de la década de los sesenta, de la psicodelia; del Maharishi y del Peace & Love; comenzaba la retrospección y el ver los alcances de una generación que después de Woodstock —y, en México, de Avándaro— se dio cuenta que la mass media podía ser un recurso para que el discurso contestatario llegara a más oídos. En México, Avándaro significó la represión; Woodstock fue el paradigma de la rebelión.
Los Rolling Stones se habían hecho de un lugar privilegiado junto a The Beatles. Pero mientras en 1968 John, George, Paul y Ringo cantaban “Ob-La-Di Ob- La- Da”, los Rolling eran conocidos como “Sus satánicas majestades”. Su música, más cercana al blues, era mas cruda; su sonido, más orgánico, y su discurso, más corporal. Sticky Fingers, con la provocativa —y carísima— portada del cierre, es prueba de que la dualidad, cuando menos en el rock inglés, era moneda corriente. La pugna no era entre The Beatles y The Monkeys o The Beach Boys —el rock edulcorado de unos y la vida californiana de los otros—, sino entre la lascivia y la pugna discursiva de los Stones contra la exquisitez de quienes cambiaron la música popular. Aunque esta afrenta siempre se ha dado, no hay que olvidar que el primer éxito de los Rolling, “I Wanna be Your Man”, de 1963, fue escrita por Lennon y McCartney; que en el The Rolling Stones Rock and Roll Circus participaron Yoko Ono y The Dirty Mac —el super grupo conformado por John Lennon, Keith Richards, Mitch Mitchell (miembro de The Jimmy Hendrix Experience) y Eric Clapton—, y que en All you Need is Love, de 1967, Mick Jagger está entre el coro. Por ello, cuando en 1971 apareció, como primer track del Sticky Fingers, “Sugar Brown”, el mundo sonó distinto. Y distinto es el modo en que puede escucharse hoy en día: las alusiones crudas a la esclavitud pudieran incomodar a más de uno, si bien es cierto que tanto la cantante y novelista Marsha Hunt como la otrora miembro de The Ikettes —el grupo vocal formado por Tina y Ike Turner—, Claudia Lennear, claman por igual ser las destinatarias de la canción, que aunque firmada por Jagger y Richards, fue escrita, en su mayoría, por Mick.
El disco transita de la almibarada Wild Horses —en donde el discurso protector se cae ante las circunstancias actuales— a “Cant’ you Hear me Knocking”, en la cual comienza a vislumbrarse un nuevo quehacer musical. El saxofonista Bobby Keys —quien también grabara la inolvidable “Whatever Gets You thru the Night”, de Lennon junto a Elton John—y la melodía de una guitarra en séptima menor con un tufo a Carlos Santana, junto a las congas de Rocky Dijon, que ya había sonado en Sympathy for the Devil, alejaban a los Stones de su primer sonido y comenzaba a fraguarse la entrada a los setenta.
No obstante, las raíces de los Stones quedan patentes en “You Gotta Move”, una canción arquetípica de blues, de autor desconocido, pero que es parte de una tradición del canto gospel por la libertad. La transgresión absoluta llega con “Sister Morphine”, de la compositora Marianne Faithfull, una apología de los paraísos artificiales que reforzaba la imagen insubordinada de la banda londinense.
Cada uno de los diez tracks que componen el disco cuentan una historia. Y cada uno de sus escuchas —si los hay— reconstruyen su propio camino. En él está el arte pop y el rock, el mainstream y la insurrección; están Warhol, Lennon, Jagger, Richards, Ono y, como siempre los músicos que pocas veces se recuerdan: Bill Preston, Ian Stewart, Ry Cooder, Paul Buckmaster, entre muchos otros. Es parte de una memoria que no puede ni olvidarse ni cancelarse.
Los Rolling Stones llevan casi sesenta años de hacer música. Su logo, tal vez, no fue obra de John Pasche —como se consigna oficialmente—, tampoco de Craig Braun —que lo reclama como suyo—. quizás no haya salido de la pluma de Alan Aldridge —como dicen las historias del rock—, pero es el más reconocible de una época que muere poco a poco. “Dead Flowers”, un acercamiento a la música country, es un resumen de “la banda más grande de rock and roll del mundo”, porque alcanzaron, por un breve instante, el conocimiento del mundo; porque dejaron señales que pueden tomarse como propias; porque, como escribiera Borges en “El sur”, “el hombre vive en el tiempo, en la sucesión […], en la eternidad del instante”. Un instante que ha durado más de medio siglo y al que venturosamente podemos volver, de cuando en cuando, la vista atrás.
- dir. Donald Cammel y Nicolas Roeg, Performance, 105 min., 1968.
- Cabe aclarar que en esa época era común que los discos de los grupos ingleses aparecieran en versiones distintas para los Estados Unidos y para el Reino Unido, por lo que este texto toma los discos editados en el continente europeo como los canónicos.