Tierra Adentro
Ilustración de Mariana Martínez.
Ilustración de Mariana Martínez.

Nos escondemos boca abajo detrás del árbol grande

y nos tapamos las orejas con las manos y abrimos la boca.

Se oye una explosión.

Agota Kristof

La habitación es espaciosa y las cortinas están cerradas. Los niños entran. Son dos. Es difícil verlos. La mujer viene detrás con la maleta, enciende la luz y pregunta:

¿Esto es todo lo que han traído?

Los niños asienten.

¿No hay otra maleta?

No, solo esta responde uno.

El otro dice:

Compartimos todo.

La mujer suspira, abre la maleta, echa un vistazo: calcetines, cepillos de dientes, camisetas. Lo suficiente para pasar varios días. Zapatos de piel, suéteres, la ropa hecha bola. Patines de cuero también. Pasados de moda. Y una cuerda para saltar. Al fondo alcanza a ver una fotografía enmarcada. De inmediato siente curiosidad. Extiende la mano para sacarla, pero uno de los chicos se lo impide:

¿Qué es esto? pregunta señalando las sábanas.

Son cohetes —responde ella. Y robots.

Pero los niños parecen no entender. La miran confundidos. Y la mujer se da cuenta: les ha hablado en un idioma que desconocen. Pronto olvidó que los niños hablan ruso. Está cansada. Le cuesta concentrarse. Cierra la maleta y toma aire.

¿Tienes hambre, Mikhail?, pregunta dirigiéndose a uno.

El otro responde:

Mikhail soy yo.

Y se señala con el dedo.

Él es Nikolái —continúa.

Ella gira la cabeza entre uno y otro. Concluye:

¿Tiene hambre alguno de los dos?

Los gemelos asienten.

El desayuno espera sobre la mesa. La mujer lo ha preparado para darles la bienvenida. Los niños se sientan uno frente a otro. Miran las frutas y el pan tostado. Las cucharas reposan brillantes junto a los frascos de yogurt. Todo en orden. Ella espera, por supuesto, que coman. Porque lucen pálidos. Y débiles. Nikolái estira la mano hacia el tenedor, pero Mikhail se levanta de la silla y se aproxima a él. Le arrebata el tenedor. Aparta el plato.

No comemos informa a la mujer—, no comemos.

Acerca los labios al oído del gemelo. Le habla muy despacio.

Nikolái asiente, abre bien los ojos, se deja convencer.

Queremos saber de dónde viene la fruta dice.

Del jardín de atrás responde la mujer, de mis árboles el durazno. Y lo demás del supermercado.

¿Y esto de dónde viene?

¿El yogurt? También del supermercado.

Nikolái olfatea el vasito.

Nos lo han prohibido sentencia, el yogurt y la leche.

No si es en pequeñas cantidades revira ella. Aquí no está contaminado

Compruébalo reta Mikhail, que ha vuelto a su silla y se mantiene erguido.

La mujer debe hacer entonces una demostración. Toma su yogurt y lo come. Dos grandes cucharadas.

¿Ven? Aquí está limpio.

Se lame los dedos.

Los niños la miran como se mira a un animal salvaje, o a un extraterrestre. Mezclan el miedo con la curiosidad.

Comeremos el pan tostado finaliza Mikhail en nombre de los dos.

Y luego, después de comer el yogurt y el pan:

Gracias por recibirnos aquí.

Felicidades, dice el instructivo, durante las próximas semanas usted alojará a uno o dos de los niños inscritos en nuestro programa de hospedaje. Agradecemos su interés y le damos algunas recomendaciones, a fin de que los niños se sientan como en su propia casa. Que respiren aire fresco, lee ella. Que tomen abundante sol. La piel de los niños es sensible y, si planea dar un paseo, le sugerimos aplicarles bloqueador solar. Le invitamos a que, durante la estancia, realice una visita al médico y otra al odontólogo, porque los niños vienen de familias que no pueden permitirse los cuidados más básicos. Al finalizar su estancia, serán devueltos por nuestro personal a sus países de origen. Si lo desea, haga un regalo sencillo entonces. Un buen ejemplo: las aspirinas, los medicamentos de venta libre. Otro ejemplo: el dinero en efectivo. Dólares americanos de preferencia. Si planea dar un incentivo económico, cosa los billetes al reverso de alguna prenda, para evitar pérdidas y para que los padres o abuelos puedan encontrarlos con facilidad. El instructivo dice también: no se desanime si durante los primeros días los niños no se adaptan al espacio de alojamiento. Les cuesta dar muestras de afecto, presentan cambios de humor, su silencio puede prolongarse.

Ella aparta el instructivo y mira las fotos anexas. Primero fotos individuales, acompañadas de información: Mikhail, 113 cm de estatura, 47 kilos de peso. Nikolái tiene la misma estatura, pero pesa un kilo más. Enseguida una foto de los dos. Los niños recién han cumplido los nueve y tienen el pelo del color de la paja. En la foto, Nikolái está un poco encorvado, pero Mikhail mira desafiante al objetivo. El fondo es la pared descascarada de una escuela, la lección de matemáticas sin borrar, las letras del alfabeto cirílico trazadas con tiza. Gemelos, se anotó al pie. La mujer pasa los dedos sobre el papel luminoso. Idénticos, lee en voz baja. Huérfanos, articula, a cargo de la abuela. Huérfanos, repite.

Y entonces se recrimina: ¿cómo se le ocurrió darles yogurt si es peligroso, si sus estómagos no están acostumbrados?

En la reunión previa, mientras esperaba su llegada, había escuchado las advertencias de otros padres anfitriones: el nuestro no quiso probar ni el queso, para ellos son comunes las prohibiciones; la mía era enfermiza y vomitaba cada noche por los nervios, decía que nunca se imaginó estar tan lejos de su casa; el mío, dijo un hombre, desconfiaba de los medicamentos que el doctor le había prescrito. Y cuéntanos, preguntaron después, ¿ya sabes a quién vas a hospedar? La mujer no respondió al principio, pero después dijo: dos hermanos, gemelos. ¿Cuándo llegan?, preguntó alguien. La próxima semana, respondió ella. Y esperó ansiosa.

Está en la cocina. Han pasado dos días desde su llegada. No puedo diferenciarlos, se dice. Acomoda las conservas. La mermelada primero, la cúrcuma y la pimienta después. Anota lo que es necesario comprar en el supermercado: pasta dental, lentejas, papel higiénico, algún juguete para los niños. Borra lo último. Nada de juguetes, piensa, pero, los necesitan tanto. Sus patines de madera lucen anticuados sobre la alfombra de la habitación. Camina a la ventana, se frota las manos, los mira explorar el jardín. Dice para sí:

Nikolái corre hacia el columpio. Mikhail se acuesta boca abajo y extiende las manos. ¿O es Mikhail el que corre y Nikolái quien se acuesta?

Sebastián los habría identificado de inmediato. Él es bueno para estas cosas, piensa ella, pero tenía que pilotear a Francia y dejarme cuando le dije que vendrían. Él había instalado el columpio con un neumático en la rama del árbol y le había deseado buena suerte. Ella había escuchado con los audífonos algunas lecciones de sus clases de ruso a distancia, innecesarias, por supuesto, había aprendido el idioma hacía mucho tiempo. Repitió entonces las sílabas: mo-lo-kó, leche, la palabra prohibida; s-tra-na, país, muy bien, se felicitaba; ras-to-ia-ni-ye, distancia, esa la he dicho mal. Vigila a los niños otra vez y en cuanto se percata de que no miran hacia la casa, corre a la habitación y realiza una segunda inspección del equipaje. Hurga en los bolsillos pequeños de las maletas, en los pantalones, introduce la mano al interior de los patines; algo personal habrán guardado, un papel, un pañuelo. No encuentra nada. Estos niños, concluye, no tienen secretos.

La mujer tiene una profunda necesidad de conocerlos. Sólo estarán dos semanas juntos. El sudor comienza a resbalarle por las sienes. La desconfianza se instala en su interior. Para calmarse desliza uno de los patines sobre el suelo. Lo hace trazar una curva sobre la alfombra. Lo que necesitas saber sobre ellos está en el jardín, pronuncia. Sí, está en el jardín. Y allá va. Cierra las cortinas y va a prisa, hacia el jardín trasero, lleno de árboles frutales, de huertos.

Toma un par de caramelos de un bote de la cocina tercer estante, junto al arrozy sale. Los niños lo sueltan todo con caramelos, piensa. Es preciso hacerse la pregunta: ¿qué necesitas saber de ellos?

¿Te gusta el columpio? grita desde la puerta.

S-ving, s-ving, esa palabra la había aprendido particularmente, porque el columpio había sido puesto ahí y así para ellos.

El niño baja del neúmatico, ¿quién es, Mikhail o Nikolái? Ni siquiera por la ropa podría diferenciarlos. Uno podría tener puestos los pantalones del otro, luego podrían cambiarse los suéteres cuando ella no viera, cuando se descuidara y diera la vuelta.

Sí, podrían jugar a los trucos.

Ella, sin embargo, tiene algo.

¿Caramelos?

Se ofrecen en sus manos. Como oro, brilla el papel metálico que los envuelve. Los niños se acercan rápidos, atraídos por el magnetismo del color.

¿Son caramelos de verdad? pregunta uno.

Desde luego.

Mueve los dedos, como la bruja embustera de los cuentos, para agitar el brillo.

Anda, Nikolái, toma los que quieras.

Así es tan fácil. Así sabrá rápido quién es quién por ahora.

Nikolái toma un dulce con la mano temblorosa. Una brisa de aire pasa y le agita el cabello.

Anda, toma más —anima ella.

Nikolái toma más. Tres o cuatro. Mikhail otros. Los reparten en cantidades iguales, pero cuando Nikolái desenvuelve uno, Mikhail vuelve a imponerse. Se acerca de nuevo al oído del hermano. Con que sí tienen secretos.

Ah, sí dice Nikolái asombrado. Son para el tesoro.

Oh, ¿están jugando al tesoro? Muy bien, que sean para el tesoro.

Y corren detrás del árbol. Con sus piernas ágiles, cortas, llegan ahí donde ella ya no puede ver y la posición de sus cuerpos indica que colocan los dulces en la tierra.

Hay que cambiar de estrategia, siempre cambiar de estrategia.

¡Creo que vamos a salir! Por las chamarras, anden, vamos.

Ella da un último vistazo al jardín. Detrás del árbol, le parece ver un brillo al que no puede acceder.

¿Qué quieren ser cuando crezcan?

Profesor de lengua dice Mikhail, seguro de sí.

¿Y tú?

Yo quiero… astronauta.

La mujer conduce a velocidad moderada. Los niños se mantienen firmes en el asiento trasero.

¿Hacia dónde queda el norte? pregunta el primero.

¿El norte? ¿Para qué quieres saber eso?

Los niños observan la ciudad por la ventanilla. Los árboles y puentes, las viejas casas.

No lo sé…

Quedan atrás letreros gigantes que anuncian productos, semáforos.

Es tan grande se asombra Nikolái. En el pueblo puedes ir de un lado a otro en un ratito. Y regresar.

Lo imagino.

Ella busca un lugar para estacionarse. Después toma el carrito del supermercado y se asegura de que los chicos vayan junto. Una ráfaga de aire acondicionado los recibe y las puertas eléctricas se deslizan. Mikhail las observa con curiosidad.

Había como estas en el aeropuerto.

Los niños entrecierran los ojos por la intensidad de la luz. Hay lámparas encima y debajo artículos etiquetados. Con el precio está ordenada la abundancia de frutas, envases. A ella le da placer ese orden. Pero algo ocurre pronto que lo interrumpe. En el pasillo de las cajas de cereal, las personas observan con curiosidad la imagen: una mujer que llena el carrito de las compras junto a dos niños idénticos, blancos como el queso, pálidos, con suéteres roídos, ojeras. Y los hombres cargan en hombros a sus críos. Las mujeres los alejan de los gemelos, los rodean con sus cochecitos, como si algo malo ocurriera con ellos o irradiaran una fuerza, un halo, un campo a su alrededor. Pero qué malo puede estar pasando, piensa ella, los van a asustar. Luego tiene que concentrarse en decir ko-rob-ka, caja, paquete, paket, caja, sí, shokolad, chocolate, cereal, zernovoy. Y darles a elegir. Ellos no entienden qué quiere ella. Mikhail señala con desinterés el cereal de chocolate, con los ojos bien abiertos. Lo mismo con las mermeladas, los sabores son muy extraños para ellos. Son exóticos. Preferimos la de la abuela, sí, expresan, la mermelada casera. Pero la abuela está tan lejos, habría que cruzar el océano para verla, vaya, cuánta desconsideración. Ella elige, piensa que ya hará una mermelada en casa con las frutas del jardín trasero y les gustará. No desconfiarán.

La abundancia marea. Había leído ella en las historias que hace años, cerca de donde venían los niños, todo crecía. Las patatas, las coles. Las vacas daban leche abundante. Las bayas se repartían entre los árboles y luego nadie podía comer nada. Nadie podía tomar nada porque todo estaba contaminado y tenía que ser inspeccionado por la máquina medidora de curios. Pero aquí está limpio, piensa, y los refrigeradores lo mantienen fresco. Nikolái extiende las manos frente a uno para sentir el aire gélido y recordar el invierno de casa, los pequeños tejados, un trenecito en la nieve.

Extrañamos a la abuela.

Ya tan pronto, la nostalgia de casa.

Lo sé consuela ella, pero pronto estarán de vuelta y podrán contarle historias, llevarle obsequios y…

Ahí están los juguetes. La mujer se alerta. Hay que tomar mejor la dirección de la carne o los artículos de higiene. Demasiado tarde. Los gemelos ya han corrido a ver autopistas, aviones miniatura.

Una vez Vladimir llevó uno de estos a la escuela, ¿te acuerdas?

Me acuerdo dice Nikolái y luego lo echó a volar en el bosque y se atoró en las ramas.

Ríen. Ella pasea la mirada entre las cajas y busca los patines. El tamaño adecuado, ¿cuál será? Su mano había entrado en los de ellos al realizar la inspección. Elige unos patines de color azul brillante, segura de que les gustarán. Levanta dos cajas. Se dispone a ponerlas en el carrito y entonces, Mikhail protesta. Algo ha hecho mal. Ha entrado en territorio indebido. Zona de exclusión.

Mikhail:

No queremos.

Nikolái:

No queremos. Nos gustan nuestros patines.

Los compartimos. Compartimos todo.

No hay más. Esa fue una derrota. Ella devuelve los paquetes al estante.

¿Volvemos a casa?

Sostiene firme el cochecito metálico, la electrifica.

Todo se basa en la habilidad de la observación. Con las horas, con los días, en momentos precisos, aprende a diferenciarlos. Un pequeño movimiento de los brazos, la forma de respirar, alguna inflexión de la voz. Nikolái es así y Mikhail de otra manera. No podrán confundirla esta vez. Desecha los carteles que quería colgarles al cuello, con sus nombres, como en los primeros días de clase. El color de su tez cambia conforme comen. Abundantes comidas y abundantes horas de sol, decía el instructivo. Pero por más que intente, algunos rincones de la casa permanecen oscuros. Los pasillos. Quién sabe qué podría haber por los pasillos. Por eso es necesario el orden. Y conforme pasa el tiempo, ellos se apropian de la casa. Hay lugares que a ella ya le parecen inaccesibles. El tesoro, ese rincón del jardín al que no se acerca, ¿qué se lo impide? En los jardines de la zona contaminada, lo sabía, lo había leído tantas veces, sobre la hierba, la radiación brillaba como los caramelos, azul, blanca, como un polvo. No puede cruzar más allá de los huertos de zanahoria y apenas puede acercarse al columpio, pero ellos se montan en él y con sus pequeñas manos acumulan objetos detrás del tronco: ¿qué habrán sustraído? ¿Qué cosas habrán averiguado ya de ella? Menos de lo que ella ha averiguado sobre ellos, desde luego. No han aceptado los patines, pero atiborran sus estómagos con pan de dulce y agua. Lo que ella necesita no es una historia, sino la historia. No saberla turba. Por eso se había ofrecido como anfitriona, para tener una particular, una suya.

¿De dónde habría venido la abuela? ¿Cuándo habían nacido estos niños y dónde y cómo? ¿Quién los había criado? ¿Quién recortaba sus cabellos? Es la tarde. Jueves. Mikhail escucha música con los audífonos puestos, echado sobre la alfombra. Nikolái utiliza crayones para trazar y rellenar huecos en los dibujos de un libro. Las páginas muestran seres mitológicos y ciudades inexistentes. Ella enciende todas las lámparas posibles. Hay que mantener el hogar iluminado para que algo no aceche. De dónde proviene ese miedo no sabe, pero el rostro de Nikolái se mira en exceso iluminado bajo la luz y sus ojos verdes se concentran en los colores de cera.

Este árbol se parece al que está en casa de la vecina dice.

O sobre un planisferio:

Nos enseñaron en la escuela que íbamos a viajar desde aquí hasta acá.

Una línea roja se aparece, trasatlántica. El programa para niños irradiados ha sido tan generoso en traérselos. Niños de las zonas contaminadas al continente americano. Y es cierto, sí. Han venido a parar aquí. A pasar sus vacaciones.

¿Y dónde está tu casa?

Oh, mi casa duda Nikolái.

¿Será que no quiere revelarlo o no sabe?

No lo sé.

¿No debería saberlo ella? El niño titubea.

Mikhail llama. Mikhail más alto.

El otro se retira despacio los audífonos.

¿Qué quieres?

¿Dónde está nuestra casa?

Ahora los codos pequeños se recargan sobre la mesa, sobre el mapa, encima del mundo.

No lo sé dice el otro. No tenemos casa.

¿Pero cómo no van a tener casa? El pueblo de la abuela, ¿dónde está?

La abuela tiene muchos pueblos revela Nikolái.

Los globos oculares de Mikhail se vuelven hacia el hermano con desaprobación, pero nada puede frenar la historia. La mujer contiene la respiración. Este es el momento.

La abuela se movió de un pueblo al otro, los soldados la movieron, cuando mamá era chica, sí, eso todos lo saben, la mitad de nuestro pueblo viene de otra parte.

Un pueblo trasplantado.

Todo el mundo sabe lo que ocurrió en nuestra casa apunta Mikhail.

La curiosidad se acrecienta. Necesita saberlo. Los dedos arrugan el pantalón, desesperados.

¿Podrías contarme más, Mikhail?

No quiero hablar de eso.

Pero Nikolái es el que habla.

Aquí con el dedo señalando el mapa. Nos lo han contado.

Ahí, ella, con la vista sobre el dedo, en la geografía fragmentada.

Hace años. Eran unas personas y luego la explosión.

Bajo la luz de la lámpara, las manos del niño se mueven para simular la catástrofe.

¡Boom! El reactor explotó, la gente tuvo que salir, nos dijo la abuela, los soldados se los llevaron.

Agitado, Nikolái traza líneas sobre el mapa. Cancela los países. Revela nuevas fronteras.

Explotó. Por eso no podemos tomar leche y no nos dejan ir al bosque. Dicen que nos enferma, ¿no sabías tú eso?

Otra línea se traza sobre la blancura del rostro. Es roja. Líquida. Sale de su nariz y va hasta los papeles sobre la mesa. La cabeza de Nikolái se vence. La sangre siempre interrumpe la historia. O la continúa.

Esto es lo que ella escucha pegada a la puerta.

¿Por qué le dijiste todo?

Es Mikhail.

Ella no debe saberlo.

Ella preguntó.

Es Nikolái. Ella preguntó, con su voz baja, aguda. ¿Qué están removiendo? Abren los cajones. Corren la puerta del armario, ¿qué buscan? Suelta el aire contenido entre dientes. No deben saber que husmea detrás de la puerta. Ahora tienes la historia, se dice, ¿qué mas quieres? ¿Exprimir la historia, quieres? No puedes tenerlos para siempre. Luego va de puntillas a la habitación, los calcetines tejidos contra el piso, a mirar las fotos. Ciento trece centímetros de estatura, abundantes cantidades de sol, pero ahora cómo, con la espalda recta contra la cabecera de la cama, ahora cómo si está oscuro. Luego va a la cocina y coloca al fuego frutas del jardín y una gran cantidad de azúcar para formar una pasta. Esta mermelada les gustará. Necesita tanto gustarles, su aprobación. Encuentra frascos de vidrio y los esteriliza a fuego alto, entre burbujas de agua hirviente. Después revuelve en el baño, entre las pastillas que se ocultan tras el espejo. Y ya se habrán dormido los niños. Ya no hablan entre ellos. No puedo, no puedo entrar, no puedo transgredir. Abre la puerta de todos modos y los mira dormir, pequeñas espigas de paja contra la almohada. Son míos, a mí me han dado dos. ¿Y dónde está la foto que había en su equipaje?, piensa mientras acomoda los suéteres. Revuelve de nuevo, entre las toallas del armario, con ansiedad, mientras los niños duermen y sueñan que toman un baño de espuma, que vuelven a su aldea de cuentos de hadas infectada por la radiación. Que no la escuchen. Slushat. Escuchar. Prohibido, zapreshcheno. Entre las cajas con los adornos navideños, encuentra la foto, al fondo del armario la escondieron. Se la ocultan. Extiende los brazos para obtenerla. Vaya, es mía ya. No aparecen ellos por ningún lado. Sólo dos mujeres y un hombre que sostiene un azadón y una pala. Una foto vieja, gastada en los bordes. ¿Quiénes son, los padres, los abuelos? No sabe. Regresa a su habitación, con la foto y los suéteres a cuestas, y cose dólares detrás, aspirinas, con lentitud y delicadeza. A su abuela le encantarán. Las verá desaparecer en un vaso de agua. Una mezcla química de la que ella tampoco desconfiará y así, entre costura y costura, se adormece. Apaga la luz de la habitación como puede, pero podría jurar que alguien vino a la ventana, que desde el jardín vino una lámpara enorme de luz amarilla. Que vio a Mikhail apuntándole con ella, vigilando su sueño. Que su intención era proyectar un enorme brillo en su cara.

La gran explosión.

Ahora a preparar la maleta. ¿Cómo fue que Mikhail tomó la lámpara de los estantes? Verifica, pero nada. La lámpara está en su sitio, tal como usualmente la coloca. Frota las ventanas de su habitación, acomoda sus cabellos en el reflejo. Hay alguien detrás.

¿Dónde está la foto?

Sin dar vuelta, sintiéndose descubierta, responde:

En el comedor, junto a los botes de mermelada.

Entonces acomoda todo lo que han traído. Un par de suéteres con obsequios cosidos al reverso, patines de hace treinta años, más ropa, poca, una cuerda, botes de mermelada casera y, entre la suavidad de los tejidos, una foto enmarcada en madera y el vidrio roto. Dos mujeres. Un hombre. Un azadón y una pala.

Vamos, Nikolái, apresúrate, despídete del jardín.

Ya viene dice Mikhail.

Toman la autopista.

Ojalá que puedas ser profesor de lengua suelta ella.

Yo también lo espero.

Y que puedas ir al espacio a ver cohetes, Nikolái.

Ya llegamos muy lejos, vinimos hasta acá responde, soplando un mechón de su pelo.

¿Tú qué piensas hacer ahora que nos vamos?

Frente a los mostradores del aeropuerto internacional, una decena de niños como ellos revolotea de un lado a otro mientras esperan el momento de entregar su equipaje. Pálidos aún, pero mejor nutridos. El programa para niños irradiados estará orgulloso. Algunos de ellos de cráneos anormales, algunos con una pierna más larga que la otra. Otros con familiares que desarrollan cánceres de tiroides para los que las aspirinas son inútiles. Las pantallas muestran las muchas posibilidades a las que se puede ir. Ella está frente a los gemelos, con los hombros vencidos. Ellos llevan puestos los mismos suéteres. Idénticos siempre.

Te voy a decir lo que quieres saber rompe el silencio Mikhail y levanta la voz gradualmente—. Lo que quieres saber es que nuestros padres nos dejaron cuando teníamos dos años. Se fueron a Rusia cuando éramos pequeños y no los hemos vuelto a ver.

La mujer contiene la respiración.

¿No es eso? inquiere el niño.

Yo también estoy sola, Mikhail.

La foto era nuestra.

Lo sé.

No tenías derecho.

Lo sé.

Sabe que ha costado admitirlo, que no volverán a verse.

Pero te perdonaremos.

Tenemos que entregar el equipaje —invita ella.

dice Mikhail y allá van.

Llévense algunos dulces dice la mujer mientras saca todos los que pudo meterse en el bolsillo. Anden, tomen, para el camino.

Se acercan a la fila.

Cuando fue nuestro cumpleaños dice Nikolái antes de formarse, la abuela nos compró dos barras de chocolate para repartirlas entre los compañeros de la clase.

Sí, y cada quien tomó un cuadrito agrega Mikhail: Vladimir tomó uno, Serguéi tomó otro y cantamos una canción.

Ahora ya lo sabes —dice Nikolái.

Los abrazos son cortos. Nadie quiere alargar la despedida. Se han borrado las fronteras entre los gemelos. Ya no puede identificarlos. Los ve alejarse hasta el control de seguridad, junto al resto de los niños y las trabajadoras sociales. Ya no sabe quién es quién, pero uno de ellos gira, brevemente, la cabeza.

¡No te olvides de ver el tesoro!

Mientras los ve desaparecer permanece quieta. Aprieta los puños. En su boca continúa el eco de la última palabra rusa que dirá: pa-ká, adiós.

Conduce a casa. Las llaves resbalan entre las manos. Corre hasta el jardín, detrás del árbol, donde brillaba. Los puños se hunden en la tierra. Hay un papel en el lugar del tesoro. Trazados a la prisa con crayones, en cirílico, una calle, un lugar, una invitación. Lo dejará ahí. Enterrado. Será su secreto. Muy pronto nada de esto parecerá real. Muy pronto quedará todo brillante en el subsuelo. Las semanas de radiación. Cuando supo ruso. Le parece escuchar risas detrás y jadea. Le da la impresión de que el columpio se mueve. Aunque sabe que ya se han ido, que no están más ahí, le es imposible. Pasa un buen rato, no se atreve a levantar la vista.

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Ficha de hacienda equivalente a 1 mecate de "chapeo" (corte de maleza) expedida en la Hacienda Dziuché a finales del siglo XIX. Imagen recuperada de Wikimedia Commons. Collage realizado por Mildreth Reyes.
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