Tierra Adentro
Ilustración realizada por Jal Reed

Nada puede detenerme,

he quedado detrás de las paredes,

caminando siempre, dejando en la calle mi marca

indestructible.

Ana María Ponce

Hablar de una tradición tan nutricia como la poesía hecha por mujeres latinoamericanas, sin duda es embarcarse hacia una historia lo suficientemente fuerte, palpitante y embriagadora como para comprender cómo hasta el día de hoy, donde la emergencia nos hace resguardarnos y esperar —como el resto— que esto termine, la violencia sigue depredando los miles de cuerpos que forman una dolorosa cartografía latinoamericana. Toda la región es una fosa, y la violencia siempre encuentra su forma de hacerse visible, de dejar un vacío: una silueta en las fotos familiares, en los relatos de las amigas, una hendidura que una y otra vez nos recuerda que el dolor ante la perdida, de alguna forma, nos une. Es un fluido que recorre desde el sur hasta la frontera norte, uno que se hace río pero que no deslava la voz, por el contrario, a ésta la vuelve potente, se resignifica desde el enclaustro hasta blandirse con el grito y la digna rabia de quien debe preservar la memoria de aquellas a quiénes les han arrebatado la vida. Las mujeres no parten. Ya sabemos que nos matan, silencian, ese otro cuerpo colmado de violencia: el heteropatriarcado tensa —a veces hasta romper— toda clase de hilos que tejemos para sostenernos, sea en forma de relaciones, en forma de libro, en relatos que a veces se salvan y se transmiten, otros se van con los cabellos y el cuajo donde ha quedado impresa la imagen de su perpetrador.

Las mujeres nos escribimos y narramos en primera persona las tensiones que históricamente se ligan a nuestro género. Todos los ciclos y de repente en el siglo XX se hace irreemplazable el momento de exponer el cuerpo, de hacerlo nuestro de manera colectiva, para que todo el mundo vea cómo nos apropiamos de nuestra mirada y nos hacemos sujetas históricas. La tradición es vasta, se engrosa a cada momento con los encuentros de aquellas quiénes quedaron ocultas. Con seguridad, el proceso de escribirse sostiene todo aquello que queda invisible e insonoro ante la gran masa, ante el agobio de las condiciones que anulan la vida una y otra vez. Dice Diana del Ángel que “volver a la poesía es también volver a la vida” y en nuestro país el cuerpo femenino se inscribe ya desde su propia complejidad en poetas como Rosario Castellanos, Dolores Castro, Margarita Michelena o Enriqueta Ochoa; cada una de ellas sostienen las coordenadas precisas para comenzar a rastrear el inicio de la palabra contemporánea, un sonido que lleva generaciones sosteniendo un largo conversatorio sobre la experiencia no de ser mujer, sino de la herida que se hace cuerpo mediante el ritmo y la escritura.

 

Es difícil explicar si ese río que corre por la hendidura honda e infinita va de sur a norte o de norte a sur, pero pensemos que viene desde el sur, que su caudal se aloja entre las cordilleras, que el sonido del agua se hace intenso porque está compuesto también de coros cuyos cuerpos fueron suprimidos. Como en el caso de las voces acalladas durante las dictaduras al sur de nuestra región, del constante acoso y devastación indígena y de las continuas luchas en Centroamérica. Pensar en la poesía latinoamericana escrita por mujeres irremediable es pensar en la historia de la violencia, como lo expone Sandra Ivette González: “Pensar en el análisis de la configuración de la violencia en la poesía escrita por mujeres dentro de los países en dictadura, específicamente en Chile y Argentina, implica pensar en la historia de la violencia contra las mujeres. Y a la vez pensar en la construcción, representación y estigmatización de los cuerpos  de las mujeres. (González, 2020:23)”.

Si lo analizamos detenidamente, la escritura hecha por mujeres se compone de dos elementos que dialogan —discuten incluso— en torno a la complejidad, no de ser mujer, sino de nombrarse como tal en un contexto que se niega todavía a mirarnos, a dejarnos vivir. Estos dos elementos: cuerpo y escritura suponen universos donde la experiencia deviene rasgadura, herida, hendidura por donde la voz se abre paso, siempre a contracorriente. Es la escritura aquello que da una casa, una sombra a la cual asirse ante el inclemente sol que no trae sino una sequía donde no se ven sino los restos de quiénes nos muestran el mapa yermo. Por eso la escritura como un acto siempre móvil, se compone del constante movimiento de la corporalidad; quienes escriben no lo hacen desde la contemplación vana, sino desde el ir y venir, con el viento quebrado corriendo allende la llama poética, para romper el silencio, como ya lo sentía Dolores Castro en el siguiente fragmento de “Cantar”, que corresponde a su poemario Cantares de Vela de 1960:

 

[A CABEZADAS ROMPO ESTE SILENCIO]

 

A cabezadas rompo este silencio.

Rumia tinieblas

mi boca terca.

 

Porque terca es la luz que rompe,

el agua que rompe

mis ojos arrasados,

donde la oscuridad

levanta y quiebra.

 

A cabezadas rompo este silencio

como la gota terca

de cabeza contra la roca

donde la sombra ahonda

cada vez con más fuerza.

 

A cabezadas rompo este silencio

porque terca es la sed.

Y yo, bajo la tempestad,

estoy sedienta.

Es la sed lo que acrecienta el río, no de venganza —puede leerse o percibirse de esa forma, pero no lo es todo—, sino de los años sin ser nombradas, de los innumerables tratados, investigaciones y peroratas de quienes han escrito la historia, la fábula heteropatriarcal. Joanna Russ en su libro Cómo acabar con la escritura de mujeres, advierte que, a lo largo de la historia, la experiencia masculina siempre se ha considerado más interesante, mientras que la femenina es menos representativa, visión que puede —lo hace— distorsionar la lectura de una obra. “La experiencia femenina no solo se considera menos amplia, menos representativa, menos importante, que la experiencia masculina, sino que incluso el contenido de las obras puede distorsionarse según se piense que el autor es de un sexo o de otro.” (Russ, 2018:84) Pero ¿qué conspiran estas mujeres? ¿Será que apenas un siglo de estar en pie y no les alcanza? ¿Por qué leer mujeres? ¿Qué les ocurre cuando escriben? No es gratuito que además del cuerpo, pensemos en el agua como ese elemento vital que nos une y nos constituye biológica y poéticamente. La sal, el agua y aquello que la tiñe se unen a esa fuerza que ha sido capaz de romper las fronteras, más allá de que compartamos una lengua, compartimos esos fluidos, como se observa en el siguiente fragmento de la entrada del diario de Alejandra Pizarnik, del 1 de agosto de 1962:

Por instantes un grito ronco de alguien a quien estrangulan. Por instantes un ruido de mil uñas detrás de las paredes (quién quiere salir, quiénes están amurallados en mi casa). Por instantes sonidos de agua cayendo en desorden, de agua hirviendo, de agua lejana, de agua imbebible. Oh mi sed. Mi sed hecha de mi vida. Mi sed que me representa, que vive en mi lugar. No me abandones. No sé lo que digo pero no me abandones. (Pizarnik, 2014: 541)

Lo que le ocurre más allá de desplegar la experiencia corporal es situarse en realidad mediante su deseo. Para Hélène Cixous el motivo de poner el cuerpo se proponía mediante la respuesta del gozo. ¿Qué es goce femenino, dónde tiene lugar, cómo se inscribe a nivel de su cuerpo, de su inconsciente? Y, ¿cómo se escribe? (Cixous, 1995: 41) En medio de las reflexiones sobre cómo se escribe ese goce se sostiene del hartazgo que el silencio ha producido en las escritoras latinoamericanas. Este cuerpo silente de pronto se expone, grita y se retuerce para dejar de ser una carne, se acuerpa. Definitivamente, hablarlo de esta forma corresponde a una manera de hacer política, ese universo femenino tan bien delineado por Rosario Castellanos se modifica desde el momento en que ella y todas lo describen, hacen suya la experiencia de tener una conciencia política —al nombrarse socialmente— y una estética que rompe con aquellos elementos que tradicionalmente sostenían lo femenino, como lo era la pasividad e incluso el amor violento. Por ello podemos hablar de que al encuerparse se habla definitivamente de una resistencia —el agua que rompe—, y que necesariamente transgrede, como lo expone Sandra Ivette González:

La expresión “poner el cuerpo” adquiere otro sentido cuando hablamos de cuerpo de mujeres embutidos de significados tradicionalmente femeninos: pasividad, quietud, no violentos, poner el cuerpo implica entonces interrumpir los discursos tradicionales, encarnar otras formas de ser mujer […]Los periodos dictatoriales fueron épocas de violencia extrema contra los cuerpos, como parte de una apuesta por des-carenar, por anular personas, por hacer desaparecer. Las mujeres, con siglos de historia de represión sobre sus cuerpos, encarnaron la resistencia, la transgresión y la transformación; pusieron el cuerpo en las calles y articularon formas de pensar el cuerpo ausente. (González, 2020: 100)

Hablarlo tras procesos de violencia, no sólo implica pensar a la poesía poéticamente, sino el cómo el cuerpo se vuelve además de colectivo una experiencia que puede ser contada por diversas voces, pero cuya matriz será siempre la misma, porque necesariamente estas experiencias nos atraviesan, no de la manera artificial como cualquiera puede afectarse frente a la muerte, sino porque al abrirse la experiencia, cada una la resignificamos en nuestra piel, la región se vuelve cuerpo-territorio uno donde lo mismo se reconoce el goce, pero también el miedo al exterminio. Es ahí donde se abre igualmente el reconocimiento de los privilegios y en términos feministas de una organización por y para las mujeres que sostenga el cúmulo de voces representados contemporáneamente en la cuerpa.

 

Frente a la siniestra tradición de la violencia, del silenciamiento, exterminio y la denuncia de las poetas latinoamericanas contemporáneas, se plantea como una exploración de adentro hacia afuera, mirarse las marcas, la cicatriz infinita y denunciarla, hacerla propia, sin que nadie más se atreva nuevamente a enuniciarla, a veces con cadencia, a veces con rabia, como ocurre en el siguiente fragmento de “Piedras preciosas”, de la poeta argentina Valeria Tentoni:

Tenía todavía más piedras

¡Eran tantas!

Y me vengué con ellas de cosas que no podían

moverse

que no podían tocarme,

me vengué con toda furia con toda justicia

de noche, de mañana,

me defendí vengándome,

de nada que me atacara

me vengué sin dirección.

(Tentoni, 2018)

 

Todos los caminos de la escritura llevan al cuerpo, —como bien lo ha analizado Brenda Ríos en Raras—pero ciertamente la poesía latinoamericana no sólo vibra de la cuerpa, sino que se pregunta lo que le ocurre, lo que es, incluso aquello que olvidamos, como la infancia o la sensación de la muerte que se inscribe desde los primeros años en que ya se establece una conexión con la cuerpa y necesariamente con su ocaso. En poetas como Elisa Díaz Castelo este hilo se da de manera natural, la vida da también lugar a la muerte, es una relación que no puede ser separada, pero ciertamente debe de resignificarse para sí:

Me sucedió de niña. Ahora soy años después. La muerte

ha crecido conmigo. En mis huesos se expande

con su médula de humo. La tengo zurcida

al envés de mi vestido. Ya que morí de niña,

no sé tomarme el pulso ni mirar mi soslayo al espejo.

(Díaz, 2020: 17)

 

El deseo poético, ha dado una multiplicidad de voces como Diana del Ángel y Zel Cabrera, quienes han restituido mediante la voz que se abre desde la infancia una manera de contar esa violencia y, la pregunta de cómo ese río ha de descubrir la memoria de todas las corporalidades, las silenciadas por la dictadura y las guerrillas. Cada cuerpo se ha unido mediante su memoria rescatada —como en el caso de Ana María Ponce y las miles de mujeres privadas de su vida en los centros de tortura de Argentina, Chile y Uruguay—, sea mediante las formas contemporáneas de hacer poesía y resonar el río, el agua de una cuerpa que ha podido derrumbar fronteras y volvernos al leerlas, una marea y territorialidad capaz de crear nuevas cartografías, otras lecturas. Como lo advierte la poeta cubana Martha Luisa Hernández Cadenas, “Lo que el cuerpo sabe permanece latente. /No abandona al cuerpo, / lo que el cuerpo ha vivido desde antes de ser.” Son todas esas memorias, también las de la violencia, las que han desencadenado esa fuerza, cicatriz profunda que a cada tanto nos recuerda no volver al silencio.

 

Bibliografía

Cixous, Hélene, La risa de la Medusa, ensayos sobre la escritura, Anthropos, Universidad de Puerto Rico, Barcelona, 1995.

Castro, Dolores, Viento Quebrado. Poesía reunida, FCE, México, 2010.

Díaz, Castelo, Elisa, El reino de lo no lineal, FCE, INABAL, ICA, México, 2020.

Del Ángel, Diana, Cuerpos centelleantes, La corporalidad poética en la obra de Rosario Castellanos, Margarita Michelena y Enriqueta Ochoa, (Tesis doctoral) Posgrado en Letras, FFYL, UNAM, 2019.

González Ruiz, Sandra Ivette, Cuerpo, violencia y transgresión: constelaciones de mujeres que escribieron poesía durante las dictaduras en Chile y Argentina (Tesis doctoral) Doctorado en Estudios Latinoamericanos, FFYL, UNAM, 2020.

Pizarnik, Alejandra, Diarios, Lumen, Barcelona, 2014.

Russ, Joanna, Cómo acabar con la escritura de las mujeres, Barret, Dos bigotes, España, 2018.v


Autores
(Ciudad de México, 1984) Investigadora, docente, escritora y crítica. Es maestra en Estudios Latinoamericanos por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y Doctora en Sociología por la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco. Realizó una estancia de investigación en la Universidad de Buenos Aires y ha publicado artículos y reseñas en revistas como Este País, Pliego 16, Fundación, Casa del Tiempo, Revista de la Universidad, Écfrasis, Tierra Adentro. En 2011-2013 fue Becaria de la Fundación de Letras Mexicanas en el área de ensayo y en 2019 fue Becaria Fonca en el área de ensayo. Fue finalista en el Premio Internacional de Literatura Aura Estrada en su edición 2020 y aceptada por Ucross Foundation para hacer una estancia artística en el verano del 2021.