¿Leer, para qué?
¿Leer sirve para algo? Parece una condena pensar que si los niños no leen se convierten en adultos que no leen, y que leer de joven te hace ser un mejor adulto. ¿Los niños que leen son mejores niños o serán mejores adultos? No hay una respuesta para esta pregunta. Es difícil, por no decir imposible, comprobarlo.
La idea romántica en torno a la lectura nos ha hecho más daño del que creemos. Los libros aparecen como promesas, como artículos potencialmente mágicos que necesitan ser abiertos para activarse. Las campañas de «fomento a la lectura» navegan con esta bandera y nunca especifican de qué tipo de libros están hablando, simplemente se hace alusión al acto de leer como algo revelador. Así, sin más detalles.
¿Da lo mismo leer tratados de física cuántica, manuales de procedimientos, instructivos, novelas decimonónicas o poesía contemporánea? ¿El poder lo tiene el objeto en sí o la materia de la que hablan los libros? ¿A qué tipo de libros se le atribuyen estas virtudes? Temo que muchas veces, sin saberlo, se está hablando de literatura. Porque lectura en esta acepción se relaciona con ficción, a ésta se le vincula con un acto de goce, de cambio de paradigmas y transporte a otras dimensiones. Mientras que la no-ficción aparece como un asunto relacionado con la escuela, el aprendizaje y el tedio del mundo material, la literatura parece un universo al que todos podemos entrar, basta con decodificar caracteres y seguir el hilo narrativo para que funcione. Se entiende que no se necesita algún conocimiento previo y que uno vive experiencias estéticas sólo porque sí, pero es más complicado que eso. La ficción cumple con una serie de características de estilo, forma y fondo que no pueden obviarse para aspirar a una experiencia universal de la comprensión lectora.
Los clásicos son el mejor ejemplo de lo anterior. No son para todos ni para cualquier momento, se necesitan experiencias previas de lectura o intermediación para completar y complementar dichas experiencias. De ahí los múltiples fracasos que se dan en los programas educativos cuando, a través de lecturas obligatorias, pretenden que niños y jóvenes vivan experiencias completas sin tener herramientas suficientes para aprehenderlas ni total ni parcialmente.
Las atribuciones que se le dan a la cultura escrita están rebasadas en todos los sentidos. Los libros no hacen maravillas, en sí mismos no tienen el poder de modificar algo ni encierran todas las respuestas del mundo. Sin embargo existe la necesidad de seguir revisitando libros para plantear dilemas y repensar la condición humana. La diferencia sustancial radica en el uso que se les dan a estas obras y en cómo se pueden exprimir para hacer que sirvan para la vida. La ficción, igual que un manual o un instructivo, resuelven problemas vinculados con la realidad. A veces inmediatos y otros a largo plazo. Todos estos ejercicios implican una disposición y una toma de conciencia. La voluntad de mirar e interpretar por parte del lector no es un acto sobrenatural, es un esfuerzo que implica un trabajo ante los textos, no una asimilación inmediata de los mundos posibles.
Es necesario recordarles a las campañas de fomento a la lectura que no por leer veinte minutos al día la vida de un niño cambiará; quizá se construyan hábitos, así como se puede construir el hábito de despertar temprano, escuchar el radio por la mañanas u otras de las peores repeticiones cotidianas. Leer no nos vuelve mejores personas, no nos transporta a otros universos ni nos unen a nuestras familias. No hay forma de que eso suceda con el simple acto de leer. Tampoco se le puede comprobar a alguien que su vida cambiará si se acerca a los libros. Pero los libros sirven para escribir textos que hablen de ellos, para llenar libreros, para discutir sobre si modifican nuestra vida, para sobrevivir a ella o para sostener las patas flojas de las mesas.