Laura fue dinamita
En su libro Entre las cuerdas: cuadernos de un aprendiz de boxeador, el sociólogo francés Loïc Wacquant afirma que los pugilistas pertenecen a una estirpe especial. Explica que la fraternidad que vive entre los peleadores de un gimnasio tiene su origen en saberse poseedores de fuerza, rudeza, resistencia y valentía, es decir, de las características que encarnan la “virilidad” que el boxeo exige, pero sobre todo, explica, esa hermandad se fortalece aún más por la notable ausencia de mujeres en los entrenamientos.
En el gimnasio del barrio negro de Chicago donde Wacquant entrenó y realizó sus investigaciones de 1988 a 1991, las mujeres solo eran toleradas como espectadoras, eran vistas por entrenadores y boxeadores como una distracción, como seres sexuales que una noche de lascivia podían echar a perder meses del valioso esmero de un varón. Ni hablar, por supuesto, de la posibilidad de que alguna entrenara junto a ellos. No había manera. En su sesudo ensayo, el sociólogo francés incluso llega a decir que la ausencia de mujeres es parte de la esencia misma del boxeo.
Me da un poco de gracia que lo creyera tan firmemente; a fin de cuentas, aún faltaba más de una década para que Don King considerara conveniente –o sea lucrativo– promover peleas de boxeadoras en los grandes escenarios de Las Vegas. El hecho de que apenas en los últimos veinticinco años las mujeres hayan podido ser protagonistas de este deporte –fue hasta Londres 2012 que compitieron en boxeo olímpico, por ejemplo– obedece a que debieron ir rompiendo las barreras que les impedían hacerlo, que no solo eran morales, sino hasta “médicas” y legales. Se argumentaba que en un cuerpo femenino, los golpes en senos y vientre podrían ocasionar cáncer y que claramente no resistirían una pelea, aun cuando las mujeres son capaces de casi partirse en dos para dar vida a otro ser humano y han soportado las palizas de sus parejas durante siglos con la salvedad de que nunca se les había enseñado a defenderse.
Las puertas de los gimnasios no se abrieron sino hasta que ellas las dinamitaron para derribarlas. Las restricciones legales para que boxearan profesionalmente fueron desapareciendo poco a poco en los distintos países gracias a que, en cada caso, hubo una mujer testaruda haciendo lo imposible por derogarlas. En México, quien emprendió esa batalla fue Laura Serrano.
En 1989, Laura estudiaba derecho en la UNAM cuando vio que una mujer menuda entrenaba en Ciudad Universitaria con el equipo de boxeo. Le sorprendió tanto que aquella chica en apariencia frágil se ejercitara tan rudamente, como el hecho de que en una universidad se enseñara una disciplina que era calificada por muchos como brutal y salvaje. Fascinada, Laura empezó a entrenar y pronto desarrolló las habilidades de una boxeadora de primer nivel. La gente la miraba extrañada cuando entraba a los gimnasios, donde ni siquiera había vestidores para mujeres, y la calificaban burlonamente como lesbiana o una loca en busca de novio. Era una rara. Laura tuvo que ser muy tenaz para conseguir entrenador y ganar reconocimiento, así como respeto dentro y fuera del ring.
“Mis inicios como boxeadora amateur –dice Laura– se caracterizaron por la clandestinidad de los combates, pues al no estar regulado nuestro deporte, las peleas carecían de legalidad y seguridad, por lo que tenían características muy especiales. Peleábamos con quien se pudiera, a veces las rivales eran más pesadas, otras, era a la inversa; carecíamos de supervisión médica, no recuerdo un solo combate amateur en el que nos hicieran un examen médico previo, mucho menos posterior a los combates. Teníamos que armarnos de valor no solo para subir al ring, sino también para adaptarnos a las condiciones insalubres, a los ‘sanitarios’ malolientes que, cuando teníamos suerte, podíamos utilizar, o nos cambiábamos en lúgubres intentos de vestidores; a la hora de subir a los cuadriláteros padecíamos por las paupérrimas condiciones en que algunos estaban”. Las chicas boxeadoras de aquellos años peleaban en rings improvisados, algunos sin lona y con una sola cuerda en su perímetro, a la mitad de una calle de la Ciudad de México o en pueblitos empolvados donde a veces no había alumbrado público y tenían que boxear en penumbras. La gente iba a verlas por morbo, para mirar con sorna y diversión su atrevimiento varonil. “Vamos a ver cómo se dan en la madre las viejas”, decían; cuando veían que efectivamente se daban en la madre bien y bonito, la burla se transformaba en admiración y al final de la contienda los espectadores les pedían autógrafos y fotografías.
Una tarde de 1994, Laura estaba trabajando en un juzgado del Reclusorio Oriente de la Ciudad de México, cuando le avisaron por teléfono que su primer combate profesional estaba pactado: la cita sería el 7 de mayo en el hotel MGM de Las Vegas, en un cartel donde se disputarían cinco títulos mundiales (entre ellos los de Julio César Chávez y el Finito López) y su rival sería nada más y nada menos que Christy Martin. Martin era triple campeona mundial y la estrella de Don King, era por supuesto la cara más reconocida del boxeo femenil: con un récord de 31 peleas –21 de ellas ganadas por KO– tenía la fama de ser una versión femenina de Mike Tyson. Laura estaba consciente de que la querían como carne de cañón, aun así decidió aprovechar su oportunidad.
El calibre de su pelea de debut era espeluznante, como para deshacerle de miedo las tripas a cualquiera o por lo menos inducirle un ataque de pánico. Nadie le vaticinaba un buen final, la prensa llegó a afirmar que no tenía posibilidad de sobrevivir, e incluso su propio mánager le subrayó que no estaba obligada a ganarle a la norteamericana. “Solo Julio César Chávez creyó que yo podía derrotar ‘a esa pinche güera’”, dice Laura; unas semanas antes habían entrenado juntos en el gimnasio Nuevo Jordán y él pudo ver que su calidad de boxeo le daba posibilidades reales de dar batalla.
Laura llegó sola a Estados Unidos. Su entrenador no hizo ni el intento de tramitar su visa porque, si la acompañaba, corría el riesgo de perder su licencia al apoyar el boxeo profesional femenino, que estaba prohibido en la Ciudad de México. Un día antes de la función, en el gimnasio que le asignaron, Laura conoció a Adán Almaguer, un entrenador que tenía una hija también boxeadora; a falta de acompañantes, él fue quien gentilmente la auxilió en su esquina durante la pelea.
Con el corazón explotando en su pecho, Laura subió al ring del colosal MGM ataviada con un sarape blanco que llevaba bordada con lentejuelas la imagen de la Virgen de Guadalupe, a quien a esas horas su madre encendía una veladora para pedir por la protección de su hija. En la otra esquina, Christy se pavoneaba con su ya característico traje color rosa rodeada por su equipo.
Sonó la campana y Laura saltó al centro del ring con zancadas entusiastas. En los primeros dos rounds la mexicana tardó un poco en definir su ritmo y distancia, la conectaron varias derechas de Martin que la hicieron retroceder para plantarse bien en el suelo; la americana parecía sentirse a sus anchas cazando a Laura con la mordacidad de quien asume al rival como presa fácil y quiere terminar la noche rápido. Pero pronto descubrió que estaba en un error: varias combinaciones de rectos de izquierda y derecha rebotaron en su cabeza, una tras otra. Conforme pasaban los segundos Laura era más ágil y precisa, aun si los cabellos se le escapaban de la coleta y estorbaban su vista, ella se desplazaba con ligereza a lo largo de todo el ring y cambiaba de guardia derecha a zurda con tanta gracia que parecía el movimiento más fácil y natural del mundo.
A partir del tercer round la lona se encendió; ya completamente despeinada, Laura imponía el tiempo de la pelea y sus piernas le ayudaban a burlar los golpes de Martin, quien cada vez lucía más desconcertada ante la gran condición física de su rival. A base de combinaciones largas de uppers y rectos de derecha e izquierda, con el público de fondo gritando “¡Duro, duro!”, la mexicana no daba respiro a Martin, cuya victoria se tambaleaba peligrosamente. El combate terminó, con los ojos morados Christy sangraba de nariz y boca; Laura solo tenía un poco lastimada la nariz. Contra todo pronóstico los jueces declararon un empate, pero si la decisión hubiera dependido de los espectadores, la victoria habría sido para Laura. Esa fue la mejor pelea de la noche.
***
Ya trepada con toda justicia en las grandes ligas del boxeo profesional, en 1995 Serrano tuvo la oportunidad de pelear por el título mundial de peso ligero de la WIBF contra la irlandesa Deirdre Gogarty. Ambas tenían 25 años. La mexicana de nuevo llegó sola, otra vez fue acompañada en la esquina por el señor Almaguer, pero ahora subía al ring con un cabello muy corto que le ahorraba preocupaciones y un uniforme azul y oro con el escudo de los Pumas de la UNAM en un costado. Fue presentada con estridencia como la “Poeta del ring”, pues además del boxeo era aficionada a la literatura e incluso escribía poesía.
Apenas sonó la campana la pelea inició con intensidad, nada de medias tintas o perezosa cautela. Esas mujeres pelearon cada round como si fuera el último. Laura se notaba segura, su ya pulida técnica ahora alcanzaba la más fina y violenta elegancia. Brincoteando con la ligereza de una bailarina de ballet, se desplazaba por todo el ring imponiendo su distancia, su cadencia y sus arranques de velocidad, mientras conducía a Gogarty al sitio que se le antojaba. Sus saltos de venadito y su cintura en alerta le permitían salir de las zonas peligrosas y, fiel a su estilo, intercalar continuamente su guardia derecha e izquierda.
Con los pies en punta Laura flotaba bucólicamente. Pero esto no era un paseo en el campo y esa tarde ella alimentaba una hoguera. La armonía de sus desplazamientos laterales y hacia atrás estaba lejos de ser dancística, su único propósito era atraer a Deirdre y encerrarla en combinaciones de golpes que subían y bajaban de la cabeza al torso, del abdomen al rostro, yendo de los volados a los ganchos con apabullante determinación.
La guardia de Laura era más bien baja, pero combinada con su refinado juego de piernas, le permitía ver a su rival, estudiarla y cazar el segundo exacto en que la confusión de recibir golpes por todos lados abría un espacio generoso para clavarle a Gogarty densos rectos de izquierda y derecha. Explayándose por todo el ring, Serrano cabeceaba y salía del ataque contrario aterrizando en su rival uppers y ganchos al hígado. Conforme avanzaban los rounds la intensidad se elevaba aunque cada vez parecía más imposible que se pudiera pelear mejor. Ambas boxeadoras arribaron a ese 20 de abril con una condición física fuera de este mundo.
Con las llamas de la pelea trepidando alto, Laura empezó a concretar combinaciones de golpes muy largas: si en el tercer round encadenaba unos diez o quince golpes seguidos, a partir del cuarto el rosario de ataques ya era de veinte o treinta puñetazos sin pausa alguna. La mexicana era omnipresente en el cuerpo de Gogarti, estrellaba su cabeza, su vientre, los costados. Cuando la embestía el huracán de fuego, la irlandesa no podía hacer otra cosa que quedarse casi inmóvil, aventurando intentos vanos de esquivar, aguantando estoicamente la tormenta. Y vaya que resistió. Al final del cuarto round, con un escandaloso “¡Chitiquitibum a la bimbombá!” proveniente de la esquina mexicana, Laura encerró a Deirdre entre las cuerdas y durante los diez últimos segundos no dejó de atacarla; cualquiera habría caído noqueada con los músculos deshechos, pero la resistencia de Gogarti se empeñaba en continuar y entonces la campana le concedió el descanso.
Laura inició el quinto round con una potencia asesina pegando con la sobrada frescura de quien empieza una pelea con los brazos descansados. Pero de nuevo su rival se mantenía erguida y dispuesta a seguir. El público ardía. “¿Cuál es la diferencia entre dos hombres campeones y dos mujeres campeonas? ¡Ninguna!”, decía emocionada una de las comentaristas que narraba la pelea, “hoy estamos viendo dos campeonas aquí, y yo espero que a partir de hoy se les dé el respeto y aceptación que merecen, ¡deben ser mostradas al mundo porque ellas son verdaderas atletas!”.
Todas las fuerzas de la tierra se despertaron en el sexto round; para sorpresa del público y los expertos, Laura continuaba brincando con esas piernas que parecían ser de metal elástico y ligero, rebotando como una goma infinita, mientras que Deirdre seguía convenciéndose de que podía resistir el maremoto de magma. Pasados unos veinte segundos del séptimo round, Laura decidió que era el momento de incendiar el MGM. Desde el centro del ring empezó a golpear a la irlandesa como lo hizo durante toda la pelea, atacó, esquivó, cabeceó, dio un paso hacia atrás y en el contragolpe tomó un impulso bestial para iniciar una de las más largas combinaciones de golpes de la historia. Arrolló a su rival hasta las cuerdas y la sometió en la esquina. Arriba, abajo, cabeza, hígado, upper, gancho, rectos, abdomen, nariz, volados, abajo, arriba de nuevo, estómago, boca, hígado, upper, hasta alcanzar una cantidad desquiciada de cuarenta o cincuenta golpes. Uno tras otro tras otro, como si en la ráfaga final los brazos de cualquier boxeador no fueran madera calcificada capaz de irradiarle el más profundo dolor.
“¡Serrano es una máquina!” gritaba un comentarista, “¡Es imparable!”, decía la otra. “¡Estas atletas de campeonato merecen cada una diez millones de dólares!”. El público gritaba eufórico, y en eso, la esquina de Deirdre arrojó la toalla. De no haberlo hecho ella no se habría rendido nunca pero era imposible que resistiera con salud otro round más. Con los brazos en alto, Laura gritaba y lloraba de emoción desde su esquina.
Aquella tarde, con un espectáculo soberbio de técnica, determinación y resistencia física, Laura Serrano se convirtió en la primera mexicana y primera latinoamericana en ganar un campeonato mundial de boxeo. Al final de la pelea le preguntaron cómo es que había logrado su hazaña. Ella respondió orgullosa que entrenó muy duro por meses: había hecho 122 rounds de sparring con grandes campeones mundiales como Julio César Chávez, Miguel Ángel González, Aarón Zárate, el Ratón Jiménez y Marco Antonio Barrera.
Ese día Laura fue más poeta que nunca, y más poeta de lo que jamás serán muchos intelectuales atrapados en sus habitaciones. Pocas veces ha sucedido una pelea con la belleza y el nivel de espectáculo que lograron Laura y Deirdre. Sin embargo, si ese combate hubiera sucedido en sus respectivos países de origen, ambas habrían podido ser encarceladas al desafiar las leyes vigentes de entonces. Es triste pensar que en México, más allá del círculo más cercano de familiares y amigos, pocos se enteraron de su victoria. Y no despierta más que rabia saber que un famoso boxeador tapatío, que jamás ha peleado tan finamente como Laura ni con tanta garra ni deseo gane un número exorbitante de millones por cada pelea, mientras Laura solo obtuvo por su hermosa proeza un pago de dos mil dólares.
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Tres años después, en 1998, Don King incluyó a Laura en una megafunción que sucedería en la Plaza de Toros de la Ciudad de México y cuya pelea estelar era la de Julio César Chávez contra Miguel Ángel González. El pago destinado para ella era de quince mil dólares, la bolsa más grande de su carrera. Era la gran oportunidad de Laura para ofrecer el espectáculo de su boxeo al gran público: miles de mexicanos podrían verla y admirar la excelencia que logran las mujeres boxeadoras. Pero esto no sucedió. El reglamento de boxeo de la capital del país prohibía el boxeo femenil profesional y las autoridades decidieron respetar esa norma. Laura hizo las gestiones necesarias, habló con funcionarios, delegados, jefes de oficina, con todo aquel por cuyas manos pasara esa decisión. Incluso Chávez pidió a su abogado que se encargara de que Laura subiera al ring esa noche. Sin embargo, los rivales se mantuvieron firmes. Preocupado, José Sulaimán exclamaba “la mujer es la dueña de la sociedad, la arquitecta de la familia, la patrona, la dulzura de la vida, por eso ni me la puedo imaginar, de veras, en un ring, golpeándose con otra”. Por su parte, Ricardo Contreras defendía su postura con indignación: “mientras yo esté como presidente de la Federación Mexicana de Boxeo, en mi país no habrá boxeo femenil porque es el último rincón de masculinidad que nos queda”. La escena es elocuente en su ironía. Por un lado un montón de señores con traje evitando que Laura peleara para proteger la virilidad del deporte, mientras que en el gimnasio una camada de los mejores pugilistas que ha dado este país entrenaba con ella codo con codo porque respetaban su talento y valentía.
Laura no peleó en la Plaza de Toros. Pero gracias a sus gestiones y al amparo que tramitó argumentando que el reglamento de boxeo violaba sus garantías individuales, al año siguiente legalmente las mujeres tuvieron el derecho de pelear como profesionales. Para celebrar el fin de aquella prohibición que databa de 1947, se realizó una función en la Arena México donde se enfrentaron Ana María Torre y Mariana Juárez, a la que Laura solo fue como invitada.
Laura continuó boxeando en Estados Unidos y siguió invicta hasta 2003. Algunos años después decidió retirarse. Sin embargo en 2012, al ver que la situación del boxeo femenino en México iba cambiando y el panorama rendía sus primeros frutos, quiso regresar al ring. Y una vez más le prohibieron pelear. El nuevo argumento fue que su edad ya no era adecuada: tenía 44 años.
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El 11 de julio de 2015, Laura Serrano fue reconocida como miembro del Salón Internacional de la Fama del Boxeo –máximo reconocimiento que se otorga a los mejores boxeadores del mundo– en la misma ceremonia que Laila Ali, Jeanine Garside, Deirdre Gogarty, Ann Wolfe, Terri Moss y Spark Lee, la primera réferi con licencia profesional en EUA. Esa noche, el sociólogo francés que afirmó que el boxeo no era un deporte para mujeres se tragó cada una de sus palabras.
Bibliografía
Serrano Laura. “La poeta del ring”. Nueve estampas de mujeres mexicanas. Tomo II. México. DEMAC.2009. Págs. 451-511.
Wacquant Loïc. Entre las cuerdas: cuadernos de un aprendiz de boxeador. España. Siglo XXI. 2006