Tierra Adentro

Titulo: Restaurante bar familiar/ Perras

Autor: Luis Lugo/ Zel Cabrera

Editorial: Fondo Editorial Tierra Adentro

Lugar y Año: 2019

1

La poesía siempre está en fuga. De sí misma, del tedio, de la comodidad. Que la vida nos libre de los poetas que antes de empezar ya saben exactamente a dónde van, dónde termina su exploración y lo que habrán de encontrar. Todo acto creativo entraña una crisis y su consiguiente resolución (la gracia de la literatura está en abrevar de la vida, pero también en crear con su material un espacio de reflexión, de refracción, que la vuelva distinta). Las búsquedas formales son las que mantienen andando la mente creadora (cuando una forma se repite, se vuelve fórmula).

Todas estas verdades, por visitadas, valen un peso: las venden por metro en los yonques de las mal llamadas “teorías” personales de la creación —esas convicciones personales que suelen salvarnos, tanto como nos salvan los rezos bajo la tormenta, y que, en todo caso, nos consuelan—; pero no por eso dejan de cobrar presencia en ciertos momentos de nuestra vida lectora.

El verso, la condensación, la imagen sensible, los juegos retóricos, el ingenio verbal, la resignificación, la reescritura, la revelación. Ninguno de estos elementos fue nunca exclusivo de la escritura literaria. Nos topamos con ellos en los terrenos de la publicidad, las expresiones populares (el grafiti, la canción), el humor; y ahora, en las redes sociales, los memes, las páginas virtuales. A raíz de esta última encarnación de los poderes de la poesía, existen partidarios de (una vez más) la muerte de ésta. Disgregados sus dones, dejado atrás su tiempo, ¿qué nos queda? Insistir. La poesía, sí, ha sido siempre una encarnación de la resistencia. Resistencia al mercado, la facilidad, la producción en serie, la vacuidad.

Un arte en perpetua extinción, inmerso en crisis continuas, es un arte saludable. La poesía, de entre la escritura literaria, siempre ha sido la más proclive a acoger y reflejar las vanguardias, la experimentación.

Pero también permite que sobreviva esa poesía que al primer golpe identificamos como tal, y en la que sobrevive lo mejor de la tradición. La estrofa, el ritmo, la imagen y su resolución, la voz poemática y sus estancias, el poemario. Conserva su dibujo y ahonda en sí. Poemas que terminan siendo buenos poemas y no quieren ser algo más, porque ya es bastante.

2

En Perras, Zel Cabrera (Guerrero, 1988) apuesta por el desacato al estigma, la rebeldía y el reto frontal. La emoción, en poesía, debe ser contundente, no titubear, y mostrarse. Contagiados del tono perentorio y sentencioso del epigrama estos poemas se instalan en la línea de los libros que, acudiendo al recurso del bestiario, critican una faceta del ser humano. (Si bien la palabra designa normalmente a uno o varios textos que trata sobre una colección de seres vivos que sirven de metáfora para las actitudes humanas, bien pudiera llamársele a esta otra advocación del mismo procedimiento, es decir, a los libros que se concentran en una sola animalidad, un bestiario monotema.) En este caso, la condición histórica, caduca ya, que considera a la mujer como un inerte objeto del deseo masculino, como víctima y portadora de una maldición que le viene desde nacimiento. Hasta aquí llegó Eva y su descendencia, su mancha y su destierro, nos dice la poeta.

Compuesto por series y poemas unitarios, este breve libro se divide en tres secciones, que comparten temas, pero no sus tratamientos. La primera, Bravas, presenta poemas en los que se despliega el amor traicionado y la ira que éste provoca, las consecuencias de la

renuncia a la ilusión: “La curiosidad mató al gato, pero no a la perra./ A las perras nos mata el amor/ y el odio.” Luego aborda la menstruación —un tema no demasiado recurrente en la poesía—, la sangre como señal y evidencia de vida, como herencia y lazo, como ciclo y marca de pertenencia del cuerpo.

La segunda, Domésticas, gira alrededor de las instituciones de la familia y el matrimonio, las recrea desde una mirada desengañada: nos dice que se sostienen en los secretos, las traiciones y la anulación de la mujer.

La última, Desobedientes, es quizá la más potente, y la que presente los poemas que ahondan más en su propuesta. Aquí se presenta el deseo de ver el mundo arder (“Pirómana”), la rebelión de la novia rechazada por la familia de la pareja (“Golfa”), la necesidad de no callar el abuso y el desamor (“Cicatrices”).

El libro posee un tono sostenido y una intensidad que no cesa. Hay poemas que se quedan con uno: “Carta a una oficinista”, la diatriba contra una tercera en discordia; “Declaración de principios” y “Golfas” en los que el sustrato vital impactante se compagina con una escritura que consigue elevar su tema y conseguir que nos hable de frente, brutalmente. Y esas tres entrañables estampas familiares que componen la serie “Lechugas”, que tratan de una madre con sus hijas, donde “La realidad (de ser mujer)/ de estar sola y acudir (puntualmente) a los horarios de riego/ de un par de verduras tiernas/ es un ruego que se tropieza.”

El poemario de Zel Cabrera colinda en más de un aspecto con esa parte de la obra de uno de nuestros poetas mayores, Eduardo Lizalde, en la que la figura del tigre se convierte en el emblema del amor —que es él mismo y a la vez se transforma en su contrario—; la escritura se vuelve el negro vaso de la ira, el recipiente dorado del odio: “Nadie vacila, como en el amor,/ a la hora del odio” (“Grande es el odio”), dice el autor de La zorra enferma; y

este bien podría ser un epígrafe fantasma de Perras. Si algo agradecemos a los creadores, y en este caso a los poetas, es que nos hablen de eso que, por distracción o miedo, pareciera que nadie nos puede hablar, al menos no con la contundencia que cabría esperar. Zel Cabrera es una poeta valiente y arrojada. Estos claramente son dos motivos para leerla, pero, antes, diré que son sus poemas, cuidadosos en el despliegue de sus pasiones, encendidos, pero que nunca pierden el rumbo; encuentro que esa es la principal razón para seguir leyéndola de cerca.

3

Restaurante bar familiar, de Luis Lugo (Ciudad de México, 1985), presenta anécdotas y escenas que intentan entresacar una revelación. A pesar de la variedad de los materiales (la bohemia, la familia, el arte, la infancia, la soledad adulta), dos elementos unifican el conjunto: el primero es la estructura, que alude a las partes de un establecimiento comercial de comida: aquí los poemas que suceden en el bar, acá los del área general, los de la infantil, la de ambiente familiar. El segundo es el tono: la lamentación, la tristeza incurable, que llega en sus momentos más sueltos y desangelados al patetismo.

Sucede que el libro recurre en demasiadas ocasiones a la exposición del luto, a mirar al mundo desde el final del derrumbe, desde el abismo. Es tan frecuente que el remate del poema contenga una confirmación de la tragedia, que pronto el gesto se vuelve cliché: toda pérdida es irreparable; toda memoria es dolorosa; toda existencia es desdichada. Luego, resulta un poco demasiado. Dicho recurso, de tan persistente, pierde potencia, y al tercer poema ya nos acostumbramos, y nos alejamos de la lectura.

Por ello, hay poemas que a la mitad del trayecto pierden potencia, tropiezan y se malogran, se vuelven predecibles. La arraigada nómina de excéntricos, artistas y

abandonados; los poemas que apuestan por temas prestigiados, seguros. El cansino y predecible malditismo con que los caídos se enfrentan al mundo (“Bohemios”, “Charlie”, “Estado hipnótico”); el estandarte de las drogas y los excesos que define su mundo (“Andy Warhol”, “Nico”, “Latas de sopa”, “Heroína”). A pareciera que no hay otra forma de mirarse más que a través de la autoconmiseración: textos en los que la voz poemática declara que la suya es la peor de todas las vidas (“Cliente”, “Castigo”), en los que se riza tanto el rizo del dolor y la pena que lo patético excluye cualquier otra intuición (“La habana”), en los que todo, cada elemento presente, indica una desgracia, guarda un mal augurio, se confirma la desgracia (“Mesero”, “E.T.”). La lamentación que no entronca con ninguna otra emoción (porque descarta hacerlo), la caída libre del sentimentalismo, al final resulta tediosa.

Sin embargo, hay momentos en los que el poeta logra trascender esos talantes, tan manidos de la poesía —el inagotable infortunio de estar vivos, ese en el que toda desgracia es infinita si se canta en primera persona—, y al agregar cierta ironía, o al alcanzar un aspecto inesperado de la misma experiencia, consigue librar el escoyo y ofrecer un poema de mayor calado y equilibro formal.

Tal es el caso de “Cine permanencia voluntaria”, donde confluyen la referencia al cine y la experiencia individual (el contacto extraterrestre y el hijo abandonado: idénticas esperanzas de llegar al otro inalcanzable). Haciendo un lado la maleza de las pequeñas grandes tragedias, es posible encontrar poemas que contienen hallazgos notables: “Una historia de vampiros antes de dormir” y “Divorcio”, que echa mano de la lógica de la ficción (el cuento de terror y el cine de acción) para aprehender, desde la óptica del niño, el mundo cruel de los adultos; “Jackson Pollock”, que recurre a las minucias de la infancia para desentrañar un destino artístico, y trasciende así la pura estampa melancólica; y “Cinta negra”, en la que una historia de violencia familiar puede ser contenida en objetos tan

aparentemente inocuos como los cinturones que marcan los grados de aprendizaje en el karate.

Restaurante bar familiar es un poemario desigual, con algunas páginas afortunadas. Le hubiera sentado bien una selección más rigurosa, que evitara la repetición y ponderara los poemas que aciertan en la justa medida de la emoción y las cosas que la rodean. De haber emprendido este camino, más severo y difícil, los logros se notarían con mayor facilidad, y no se perderían entre el conjunto más bien desafortunado.

4

Resistir. Dialogar con la tradición. Ausentarse. Ascender por la escalera de la referencia culta y bajar por la serpiente de la anécdota. Un juego. Una cosa de nada. La construcción de un lenguaje privado.

El ecosistema social está tan acelerado, que la generación emergente deja muy pronto de serlo. Se convierte de inmediato en un estrato más. En la aceleración de la producción cultural corremos el riesgo de perdernos. He aquí dos propuestas que, al provenir de poetas jóvenes, podríamos mirar (si lo hiciéramos desde la distancia, el gap, la incomprensión) como asomos, asedios; pero no lo son: se trata de libros que dan cuenta de voces personales. Con distintos grados de fortuna, se arrojan al vacío, y dejan la descripción de sus trayectos.

El constructo generacional no es útil a la hora de leer. Se lee, mejor, desde la tradición, la que como lectores hemos construido. Se rastrea y se define a las nuevas propuestas que habremos de acercarnos. Es ese, el concepto de tradición, el receptáculo de nuestros paseos, nuestras lecturas. El mapa resultante: la biblioteca.

El título de este texto apunta hacia una idea visible y retomada con frecuencia. Recuerda a El surco y la brasa, antología de Marco Antonio Montes de Oca y Ana Luisa

Vega, en la que, a manera del florilegio, incluye poemas cuyo criterio de selección es que el poema original pertenezca a otra lengua, con lo que se trata de un tomo de poesía traducida. Y a El azogue y la granada, título de un ensayo de Vicente Quirarte que indaga sobre el discurso amoroso del poeta Gilberto Owen. Hasta aquí la marginalia. Su funcionamiento es evidente, pero para concretar lo expresaría así: dos palabras, pertenecientes a campos semánticos distintos, a veces con un aire de rivalidad, o al menos de ajenidad, delimitan los parámetros del campo a tratar, marcan con dos rasgos el espectro que recorre la escritura.

La espina es ese colmillo (en el caso de Cabrera) y esa herida de infancia (en el de Lugo). La caída señala el ensimismamiento y el abandono (Luis), así como la liberación de la figura de la mujer, el despojamiento del yugo de la fantasía y la perfección que le impone la mente retrógrada (Zel). Dos voces muy distintas recorren su particular versión del laberinto del desgajamiento. Cada una en busca, o no, de su salida.


Autores
(Monclova, 1977) Ha sido becario del Programa de Jóvenes Creadores del Fonca en tres ocasiones, y de la Fundación para las Letras Mexicanas durante dos periodos. Ha recibido siete premios nacionales, entre ellos el de Poesía Joven Elías Nandino 2007, el de Ensayo Carlos Echánove Trujillo 2009 y el de Poesía Ramón López Velarde 2009. Es autor de Las afueras, entre otros libros.