Las vidas de Pierre Michon
Titulo: Vidas minúsculas
Autor: Pierre Michon
Traductor: Flora Botton-Burlá
Editorial: Seix Barral
Lugar y Año: México, 1999
Ocho vidas tangentes, sin estrella ni éxito ni fama, configuran la prehistoria y la historia de un autor que encuentra en su travesía de errores vitales y evocaciones de espectros los fundamentos de su propia voz narrativa. Páginas y presencias, fantasmas y voces del pasado que alcanzan a Pierre Michon (Cards, Francia, 1945), al narrador convertido en el personaje de sí mismo, en una confesión lírica y oscura que asombra al desocupado lector.
Vidas minúsculas (1984) cuenta la historia de Michon, el hombre, a través de los pequeños personajes que lo rodearon, desde los preludios de su nacimiento hasta que, ya sumido en la desesperanza y la crisis, encuentra el sentido de su vida logrando escribir literatura. Estas páginas hundidas en el pasado personal apelan a parientes, amigos de familia, sacerdotes, antiguos compañeros de escuela, presencias borrosas de los muertos que le son significativos o vagabundos que se cruzan en la vida, en un coro de ausencias y difuntos, un auténtico viaje a los cielos e infiernos íntimos que revela los árboles de sangre donde se hunden las raíces del escritor francés.
Conocemos la historia del niño Michon que crece en medio del silencio de los abuelos respecto al destino de su padre desaparecido en alta mar, tenemos las primeras noticias e impresiones de la vida en el mundo de la provincia francesa junto a los pequeños detalles y obsesiones de su núcleo rural; lo vemos transformarse en un joven culto, pedante y citadino; sabemos que conoce el placer y las fiebres femeninas; presenciamos el sentido autodestructivo del autor narcisista y fracasado en busca de reconocimiento y de la Gran Obra que no puede escribir, conocemos su pasión por el teatro, el cuerpo de Marianne, la compasión de Claudette, los amores perdidos, la manía alcohólica, los barbitúricos y la desesperación de aquel que “trabajaba para hacerse vidente” sin conseguirlo.
Vidas minúsculas puede leerse como la historia de aquel que lucha y fracasa para convertirse en autor, el ser que se hunde en su miseria y su vanidad, que está a punto de destruirse en el vacío de la página, en los modelos que no puede imitar, y alcanza su misteriosa redención por la voluntad violenta y misteriosa del arte, cuando aquella Gracia de las palabras, aniquiladora y fecunda, en la que Michon cree, parece ya perdida.
Estos ocho relatos de manufactura perfecta se leen con unidad novelesca. En ellos aparecen las sensaciones de los campos y pueblos perdidos en el centro de Francia, las almas rurales de esa patria que inventó la noción del estilo. Lugares donde el influjo medieval aún parece presente, donde la prosa de Michon hace salir del silencio la sangre y las traiciones pueblerinas, los padres perdidos, las hermanas muertas, los abuelos atontados por el alcohol o las baratijas y cachivaches en las cajas de las abuelas que concentran las historias desgarradas del clan. Lugares lejanos del París cosmopolita y vanguardista, que se come a los jóvenes soñadores y puede llegar a destruirlos en la marejada creativa y el ansia de gloria. Sitios donde la culpa y el examen personal son terribles y constantes, que propician evocaciones y diálogos con los muertos donde la figura del Ausente o la autodestrucción lanzan los dados y determinan los destinos del escriba.
La primera vez que leí Vidas minúsculas sufrí un shock. Sus páginas están entre las más intensas y poderosas con que me he encontrado. Su estilo me cautivó, pero me trastornó igualmente. La prosa de Michon es potente y complicada, a ratos dolorosa, muy cercana al ejercicio de leer poesía. Tras varios intentos, hallé el libro por una grata coincidencia, y lo devoré de cabo a rabo, a veces regresando pasajes u oraciones, impresionado por la recreación suntuosa de un mundo campirano y otoñal, o por la disección anímica, en carne viva, de las oscuridades del narrador. Uno a ratos se ahoga en esa prosa como una telaraña móvil, sutil, perfecta, donde las categorías gramaticales brillan entremezcladas y la canónica oración sujeto-verbo-complemento palidece ante una arquitectura verbal apasionada, ornamentada, exaltada y sin embargo precisa.
En Vidas minúsculas se lee por primera vez la escritura sensual, poética y llena de vericuetos del autor, que creció a la sombra de los grandes estilistas y los poetas franceses del siglo XIX, y encontró a su gran mentor en el Faulkner de Absalón, Absalón, como él mismo lo confiesa en otra de sus obras, Cuerpos del rey. Michon nos sumerge en una prosa de flores salvajes y oscuras que brotan y abruman al lector a lo largo de la página. Él es un espíritu antiguo y casi extravagante en una época que parece haber renunciado al estilo en aras de la amenidad de la anécdota, de la prosa funcional que empuja al lector a la línea siguiente. Con aire clásico e inclinaciones simbolistas, su voz narrativa irrumpe ante nosotros con su conciencia del sonido y la materialidad de la palabra, con su paladeo de la oración, con su estilo pausado, lujoso, siempre melancólico y a punto del patetismo sin caer en él, un aliento de largas oraciones subordinadas, yuxtaposiciones y detalles, contrastes y matices, de adjetivos tan sorprendentes como exactos.
“En mi padre, inaccesible y oculto como un dios, no puedo pensar directamente” (59), escribe Michon, y la mayoría de los hombres de estos relatos son presencias evanescentes, calladas, a la sombra de sus contrapartes femeninas. Ellas serán los componentes fundamentales de Vidas minúsculas, elementos de acción, enseñanza, compasión, amor y dolor durante toda la vida del hombre que narra. “La metafísica y el poema me llegaron por medio de las mujeres” (62), reconoce Michon, que caerá seducido por las figuras antiguas y actuales de las hembras que lo rodearon y acogieron en distintos momentos, y entregará en sus retratos algunas de las descripciones más evocadoras y poéticas de la literatura francesa contemporánea:
Clara, mi abuela, mujer larga y demacrada, de mejillas hundidas, imagen de la muerte inquieta, resignada pero ardiente, curiosa mezcla de las expresiones vivas, vivaces, y de la máscara de ultratumba sobre la que se movían; sus manos largas y frágiles apoyadas sobre la rodilla flaca; sus labios, cuyo trazo, aunque adelgazado por la edad, había permanecido impecablemente definido, se dilataban cuando me miraba en una sonrisa, sin duda imprecisa con una nostalgia indecible, pero al mismo tiempo aguda, seductora, de mujer más bien joven; yo temía la agudeza de los grandes ojos muy azules, dolorosamente bonitos, que se fijaban detenidamente en mí, me leían como para dejar fijos, indelebles, mis rasgos en su anciana memoria… (59-60)
La prosa de Michon es un modelo que seduce, como sucede con Faulkner o con Onetti. Puede ser un escollo o un aliciente para el lector y el narrador que se la topa en el camino. Su amor por la construcción de la frase puede descorazonar a algunos, pero a otros puede insuflarles el ánimo de volver a sumergirse en la palabra sin concesiones ni salidas fáciles, esa palabra que gira en sí misma y en su oscuridad necesaria, un pozo de misterio que revela los abismos personales mimetizándolos en su enrevesada sintaxis. Si el estilo es el hombre, el narrador Michon es complejo, oscuro, poético, irónico, poliédrico, atravesado de culpa y de redención. Pero Vidas minúsculas es más que un breve monumento estilístico. Es una apelación a los muertos que construyen el paso de los vivos, un testimonio excepcional de la pasión enfermiza de un hombre por la trama, una temporada en el infierno durante la búsqueda de la voz personal, un recuento entrañable de las motivaciones de sangre que confluyen en la vida de aquel que está destinado a narrar a pesar de sus errores, sus iras, sus egoísmos, sus mezquindades y sus sombras.