Las demasiadas citas
Quizá citemos demasiado o quizá citemos demasiado poco. Cualquier persona en condiciones de escribir un texto debe tomarse muy en serio esa costumbre, a menudo desafortunada, de citar. Deberíamos hacernos unas cuantas preguntas antes de sacar a relucir nuestra colección de citas. Preguntas ancladas en el sentido común y también en la humildad. Preguntas como: ¿lo que estoy citando es realmente pertinente? Y la no menos sensata ¿para qué demonios cito?
Citar puede ser un acto jactancioso, decorativo, hasta ornamental; también puede ser una manera de pedir refuerzos en la batalla de nuestros argumentos; también una forma de la cobardía o una forma de la ignorancia. ¿Cuántas veces no se citan fragmentos, frases de libros que no se han leído o que se han entendido bien? ¿Con qué frecuencia no es posible ver una frase fuera de contexto que dice justamente lo contrario? ¿Cuántas veces no se citan sólo lugares comunes: las frases de siempre del mismo escritor, citadas desde otras citas y otras citas?
Stevenson hablaba del “encanto que debe tener el escritor”. Suerte de pertinencia, de buen gusto, de elección. Saber, con no poca elegancia, cuándo es momento de decir algo. Cuando Stevenson habla de “encanto”, yo pienso no sólo en el encanto de la buena elección de las palabras, sino en el encanto de una buena conversación. Aquel mal conversador que a la menor provocación evoca obras, autores y antologías en el diálogo improvisado de una fiesta de cumpleaños, puede que tenga mucho en común con un escritor amante de la referencia y las notas al pie.
El buen conversador se pregunta: ¿vale la pena mencionar esa erudita referencia o mejor me inclino por una verdad de Perogrullo o mejor opto por decir mi propia opinión? El mal conversador, por el contrario, se arroja sin reserva a citar un verso de Du Bellay sobre los viñedos de la Borgoña cuando los invitados al cumpleaños toman vino cosechado en California. La cita impertinente o es pedantería o es miedo al vacío. Ciertamente puede existir una relación psicológica del escritor para con la necesidad o la no necesidad de citar. En algo coincidimos Jean Starobinski y yo respecto de Robert Burton: su libro Anatomy of Melancholy tiene una cantidad de citas más que interesante. La mayoría de las ediciones modernas, incluidas sus traducciones, han añadido como notas al pie de todas las referencias a los textos citados por Burton. Lo que la vuelve no sólo abrumador sino que no va de la mano con el espíritu de la obra. Según Jean Starobinski —no tengo ganas de poner la referencia, así que discúlpenme— la proliferación de citas en la obra de Burton es una suerte de declaración de insuficiencia y también una forma de ornamento para combatir la monomanía y el tedio que caracterizan el estado melancólico. En el “prefacio satírico”, el propio Burton declara que su libro es un “centón”, género literario conocido en el cual las citas son la materia misma de la elaboración literaria. Burton quiere sentirse acompañado en el alivio de la enfermedad de la bilis negra. Pero Burton nunca citó con notas al pie, dando santo y seña de cada libro: las notas al pie del libro de Burton, añadidas por editores desocupados, superan las 2000 sin ningún problema.
Sea por miedo al vacío o simplemente por una sincera declaración de humildad, la idea de que Burton, siguiendo la sensibilidad renacentista usara algunos de los consejos de Montaigne, el “sobrepeso”, los “emblemas supranumerarios”, para mitigar la melancolía, puede que le levante un poco la moral a los citadores compulsivos. Sin embargo, la cosa no es tan sencilla. ¿Usamos las citas para sentirnos acompañados al sostener nuestros argumentos o necesitamos de las citas para poder tener argumentos? Nada tiene de malo decir: “a mí no se me ocurrió”, “alguien más lo pensó antes y lo pensó mejor”. Pero tampoco hay que pecar de blandenguería y tibieza de criterio, también hay que afirmar, interpretar y por qué no, especular, por nuestra propia cuenta y con la sola ayuda, poca no es, de nuestro juicio. Que la obra maestra de la melancolía renacentista sea un centón de medicina y retórica antigua quizá nos ilustre que la costumbre de citar en exceso es ante todo resultado del taedium vitae: el tedio inexorable de la vida.
Si es que vale de algo mi opinión, se me ocurre que la mejor manera de citar es pensando en que hay “muestras”, vestigios, indicios de algo que queremos probar; decir con citas o referencias que efectivamente hay un concepto donde se dice que existe, que hay un idea en cierto libro o en cierto autor y mostrar la prueba. La cita debería ser, salvo mejor cosa, el albacea que vele por la integridad de las ideas del aludido.
Si bien estamos frente a una discusión bizantina, admitamos que, podemos tener una opinión sobre las citas sin que sea necesario citar. Tenemos el derecho a hablar sobre un tema sin necesidad de aludir, con la posibilidad de interpretar, sospechar, especular con la sola enmienda de hacernos cargo de ello. El mal de las demasiadas citas puede no ser un pecado mortal, salvo que nosotros somos los autores de nuestros textos y no tiene nada de malo, de vez en vez, estar solos con nuestros —siempre manidos— argumentos.