Tierra Adentro

Ser distraído, como ser incompetente en las matemáticas, no tiene nada de especial. Es infantil ofrecer como cualidad nuestros defectos. Si vamos a ofrecerlos como tales, debemos estar convencidos que no tienen nada de especial. De hecho, el defecto siempre es más común que la virtud: la mayoría de las personas son distraídas e incompetentes en las matemáticas. No hay nada genial ni extraordinario en ofrecer la torpeza como genial y extraordinaria.

Tengo un amigo (casi imaginario) que trabajó durante un año en un centro comercial. Él estaba encargado de un departamento al que llevaban todos los objetos perdidos. Le hacían llegar todas las cosas extraviadas de los cines, tiendas de ropa, áreas públicas y hasta de los estacionamientos. Era fascinante escuchar la lista de cosas que la gente era capaz de olvidar: identificaciones genéricas, actas de divorcio, la ropa que habían comprado, llaves, monedas en desuso, anillos de juguete y hasta de matrimonio, relojes, plumas, medicinas, celulares, audífonos, lentes, sombreros, pasteles, mochilas, bolsos, cuadernos, libretas, encendedores, cajetillas de cigarros, un álbum de timbres postales, una dentadura postiza, una prótesis de brazo y hasta un par de muletas. Curiosamente, por más extravagantes que fueran las pertenencias, en la mayoría de los casos, nadie las reclamaba. ¿Cómo era posible que alguien olvidara un par de muletas?

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No olvidar algo es estar obsesionado con ese objeto. Cuando alguien afirma «no se te olvida la cabeza nomás porque la traes pegada» es realmente cierto. Si tuviéramos que reparar en las cosas para jamás olvidarlas, como si tuviéramos que recordar hacer latir nuestro corazón, las obsesiones acabarían con nuestras vidas. Reparar en las cosas que son nuestras es difícil precisamente porque son distantes. La distancia de las cosas que nos pertenecen es la primera ocasión para perderlas. Tan pronto nos desapegamos de este mundo y la distracción es posible debido a cierto relajamiento, desde ese instante el olvido se apodera de nosotros. ¿Qué nos pertenece? Todo lo que no olvidamos llevar con nosotros, todo lo que podemos recordar que es nuestro. Si olvidas tu reloj en una playa, de alguna forma pasa a ser de quien lo encuentre. Se puede aprender mucho de lo que extraviamos: quiere decir simplemente que no nos obsesiona. Quizá ni siquiera nos importe.

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No tengo muchos talentos. Sin embargo sí tengo el talento sin importancia de recuperar las cosas que olvido, quizá porque alcanzo a recordar, en un momento todavía pertinente, que las he olvidado. Un 14 de febrero perdí las tarjetas que había hecho para declararle mi amor a cierta muchacha insensible cuyo nombre es irrelevante por ahora. Las dejé, pensé, tiradas en algún lugar. Caminé media hora por los lugares que había pasado, mientras caía nieve en las calles desapacibles de mi provinciana ciudad.  Debajo de la banca de la parada del autobús estaban las tarjetas, escritas a mano con una caligrafía espantosa, humedecidas por el hielo. Alguna vez recobré mi cartera (con dinero) que había dejado en un bar; recuperé decenas de paraguas, mis llaves, unos sacos, algún suéter, un guante de béisbol, la ropa acabada de comprar en el centro comercial, mis lentes (siempre olvido los lentes con el peluquero), el súper (una vez dejé el súper, no sé por qué, arriba de un coche), el equipaje, libros, y un largo etcétera. Sólo no pude recuperar un maletín que dejé en un bar y que traía mis cuadernos (cursilerías de un despechado); tampoco unas galletas de miel que compré en una colonia menonita y que dejé en un camión de Estrella Blanca.

No nos deshacemos de las cosas, las cosas se deshacen de nosotros.

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Una cosa es perder cualquier pertenencia y otra, muy distinta, perder un amuleto, extraviar un objeto cuyo valor y significado están más allá de su utilidad o su valor monetario. Debe ser absurdo y a la vez tristísimo que por un descuido termine en la basura o en manos de un mequetrefe una herencia que ha pasado de generación en generación. Pero de alguna forma, también debe ser un alivio. Debe ser un gran alivio librarse de estar obligado a conservar no sólo un objeto, sino también el significado de ese objeto.

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Perder algo es la más ordinaria de las peripecias.

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Cuenta una leyenda persa que un hermano del rey, marginado a sirviente luego de una conspiración, olvidó darle de comer a una de las mascotas de la corte. Malhumorado, el animal reaccionó violentamente cuando se le acercó el rey: la embestida del animal alcanzó para desangrarlo. Como nadie supo que había olvidado darle de comer al león, no sospecharon de él y, siendo el heredero natural al trono, lo coronaron como nuevo rey.[1] Su descuido fue la mejor conjuración que pudo organizar.

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Alguna vez alguien olvidó ponerle un clavo a una herradura:

«A falta de un clavo, se perdió la herradura,

a falta de herradura, se perdió el caballo,

a falta de caballo, se perdió el jinete,

a falta de jinete, se perdió la batalla,

a falta de batalla ganada, se perdió el reino,

y todo a falta de un clavo para la herradura de un caballo». [2]

 


[1] La leyenda es apócrifa, se me acaba de ocurrir.

[2] Benjamin Franklin, Poor Richard, an Almanack.