Tierra Adentro
Fotografía Pixabay.

Siempre quise escribir de ciudades, pueblos o calles a partir de sus perros. Tengo la hipótesis de que ningún monumento, museo o mapa lleva tanta verdad como las nalgas flacas de los perrícolas, como suelo llamarles.

No recuerdo haber visto más perras famélicas con las tetas rellenas de leche que la última vez que fui a Michoacán. Había un deseo frenético de perpetuarse a pesar de sí mismas, un rasgar la tela de existencia aunque fuera con unos cuantos cachorros antes de morir. Se sabe que en las guerras los perros sufren, pero son más difíciles de exterminar que las ratas: para ellos siempre habrá algún niño dispuesto a dejarse mordisquear los zapatos.

En algunas partes del estado de Guerrero, las más pobres, los perros siempre traen mecates rotos alrededor del cuello que los medio ahorcan de forma perenne. Están flacos, moribundos, pero me intriga la forma en alguien los quiso para sí, rabiosamente, antes de olvidarlos y darles una patada en el culo. Recuerdo un pueblo cercano a la costa de Veracruz donde las mujeres eran particularmente gordas y los perros particularmente sarnosos. Son esas tierras altas donde la gente no para de decir peladeces y los perros se rascan como locos. Donde las muchachas tienen grupas anchas y dan vueltas por la plaza central del pueblo con un esquite en la mano y una promesa de casamiento en la otra. Los perros desesperados arremeten contra su propia carne sanguinolenta mientras ellas hacían lo mismo pero a un paso diminuto.

En París los perros son pequeños, flaquitos como la mayoría de sus dueños. Y todos traen correa. Pisan el suelo mojado con absoluto desdén y ninguno hace un intento por mirar a otro que no sea su dueño. Es como si los parisinos hubieran inventado otro tipo de perro, uno que no sabe reír. Están muy cerca de los staffies  londinenses −el nombre de cariño de los Staffordshire Bull Terriers−, que la barriada oscura alimenta y entrena como perros de pelea. Una vez me sentí culpable el día entero porque se me ocurrió acariciar a un staffie que estaba amarradito allí, donde las bicicletas. Se me hizo fácil porque no vi al dueño cerca. A su vez, el distraído animal me regresó la caricia con su hocico y su lengua y cuando por fin me alejé, vi al dueño cruzar la calle con un semblante que daba miedo. Huelga decir que se acercó al perro nada más darle un patadón. Quizás quería patearme a mí, por entrometida, por fomentar el instinto acariciable de un animal que estaba cebando para una muerte violenta. Los staffies son todo eso que en Londres calla: una bravura estándar en todas sus preferencias, un recordar su pasado (¿su presente?) imperialista en los belfos de un animal que indica gallardía y poder. Un ‘lárgate’ constante.

Una vez fui a Mónaco, su centro histórico como una casita de juguetes medieval. Toda la ciudad es pequeñita, pero dentro de esas calles adoquinadas que ahora sirven de anzuelo turístico, suele haber perritos monegascos asomados en los balcones. Se nota que los quieren y los miman; son principitos a su propia manera, pero también se me ocurre que, allí encerrados, envidiarían cualquier mañana del perro de mercado mexicano, recibiendo un buen hueso en la carnicería para ir a oler traseros felizmente dando vueltas por la cuadra, recibiendo esa aventura que da la vida callejera.

No estoy sola con esto de los perros y el mundo. Acabo de leer el nuevo trend de los tipos que quieren ganar dinero fácil: secuestran a un perro. Monitorean a la familia y los roban en los parques o saliendo de la casa. Luego llaman y piden 20 o 30 mil pesos por alguien que, saben, es parte de la familia. No me extraña que esto esté ocurriendo en México pues, si los Wikiquotes están correctos, fue Gandhi quien dijo eso de que “la grandeza de una nación puede ser juzgada por la manera en que trata a sus animales”.


Autores
nació en un hospital público de Av. Toluca (ciudad de México, 1973) pero creció en la Calzada de Las Águilas, lo que supone una infancia feliz aunque cuesta arriba y llena de topes. Le da un poco de pena decir que estudió Comunicación (pero se la aguanta porque no hizo la tesis en balde). Ha escrito algunos guiones y dirigió un cortometraje premiado por IMCINE. Escribe en muchas revistas pero su comentario mensual sobre cine aparece en Chilango. Este año publicará su primera novela en una editorial catalana. En su cabeza revolotean cómics y canciones de los Flaming Lips todo el tiempo.