Lana del Rey, reina del metapop
El 7 de octubre de 1955 en la Six Gallery de San Francisco, Allen Ginsberg leyó por primera vez su poderoso poema Howl. En esta primera lectura, el editor Lawrence Ferlinghetti se encontraba entre el público y al día siguiente envió un telegrama a Ginsberg, ofreciéndole publicar Howl and Other Poems en la colección Pocket Poets de su editorial. El resto es historia: la influencia de Ginsberg en la poesía norteamericana, el juicio por inmoralidad que enfrentó el libro, la presencia del jazz, los viajes por México, la generación Beat y las carreteras de la costa oeste; James Franco protagonizando una película sobre el poeta y Lana del Rey (hoy diva pop) cantando sobre “las mejores mentes de nuestra generación destruidas”.
Casi sesenta años después, también un 7 de octubre, la ciudad de México (ese monstruo que albergó a Jack Kerouac y a William Burroughs en el 59) recibió, precisamente, a Lana del Rey. Estuve ahí y ahora lo entiendo: ella es una gran actriz, pero no una gran cantante. Estuve ahí cuando, de forma abrupta y hermosa, se desmoronó la idealización que había construido en torno a su figura sensual. Canté sus canciones rodeado de cientos de niñas con diademas de flores alrededor de su cabello y sus padres somnolientos mirando su celular, ignorando lo que dicen las letras: My pussy tastes like Pepsi-Cola,/ My eyes are wide like cherry pies./ I got a taste for men who’re older/ It’s always been, so it’s no surprise. La vi recurrir al playback, frágil, insostenible tras su propia ficción.
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La primera vez que vi a Lana del Rey fue en internet. Un maestro que me daba literatura en los primeros años de la universidad me compartió el video de “Summertime Sadness”. La vi y me pareció triste y hermosa, como un cliché. Días después estrenó “National Anthem”. Lana del Rey ya era una sensación en las redes sociales y yo llegaba tarde a su música.
Visualmente era una mezcla de lugares comunes sobre la feminidad: rosas abriendo sus pétalos y tópicos de la cultura estadounidense. Pensé que todo en ella eran guiños que sólo yo podía descifrar. Me atraía la explotación de Lana del Rey con su condición de figura de la cultura popular. Toda su obra eran metarreferencias de cultura pop que la nutrían. Su estética transitaba entre el glamour más excesivo y un decadentismo cimentado en alusiones a drogas, pandillas, motociclistas, desnudistas, tatuajes y fracasos amorosos. Y el rostro de Lana del Rey, de femme fatale, inexpresivo, sensual, triste, desinteresado, travieso.
En diciembre de 2013 estrenó en Vevo el mediometraje Tropico. El filme abordaba el tema del pecado y la redención desde una perspectiva bíblica, con un enfoque netamente norteamericano (algunos de los personajes que aparecían eran John Wayne, Marilyn Monroe y Elvis Presley, la triada divina de la cultura pop). Las canciones a veces se interrumpían para generar tensión y con voz en off, Lana del Rey recitaba fragmentos de poemas de Ginsberg, Walt Whitman y Jonh Mitchum.
Yo creía que Lana del Rey —como Daughter, Grimes, Santigold y Amy Winehouse— era la portadora de una nueva forma de acceder a la poesía. Pero ahora no lo sé.
En la segunda fecha de los conciertos que ofreció en el Auditorio Nacional, con la gira de su nuevo álbum Ultraviolence, me sentí engañado, ligeramente decepcionado porque musicalmente esperaba algo más. Esperaba que Lana del Rey nos recitara poesía en vivo y que los asistentes entendieran que ella simboliza una parodia de un estilo de vida contradictorio. Pero ante su voz sólo existían los gritos de admiración irreflexivos.
Pero luego entendí que Lana del Rey era una gran actriz, como aquellas de la época de oro del cine hollywoodense y que interpretaba un papel. Yo había caído bajo su embrujo y ahora la veía realmente. Está perdida como todos nosotros.