Los procesos //Erik Alonso//
En Los procesos la vista explica el mundo con palabras, como John Berger afirma en su libro Modos de ver. En esta ópera prima de Erik Alonso, el autor asume a la memoria como espacio y a la construcción como una extensión de la voluntad. A partir de la relación entre los lugares que habitamos y la edificación de nuestro propio pensamiento, las tres secciones de este libro: “Una casa”, “Imágenes en la pantalla” y “El espacio interior” proponen una manera de ver la literatura como un ambiente en que cohabitamos autores y lectores, “una cartografía invisible, provisional y mudable, que espera a ser develada”. Este libro obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Joven José Vasconcelos 2014.
UN ADELANTO:
Dentro de “El espacio interior”
De su viaje a Inglaterra sólo me trajo una taza horrible que todavía conservo. Es enorme y dice London con letras doradas por todos lados. También tiene dibujitos representativos: el Big Ben, el puente de la Torre, el palacio de Buckingham, los taxis negros. Me gusta pensar que esa taza fue un regalo de última hora. La imagino apurada, recordándome accidentalmente en una tienda de aeropuerto. “En esta taza”, me dijo mientras me la daba, “está Londres”. Me acuerdo que se puso a descifrar para mí los dibujos que había en ella. Fingí entusiasmo. Hacía semanas que no nos veíamos. Muy pronto en la relación me di cuenta de que nunca sería buena con los regalos. Aprendí a no esperar cosas que me gustaban. Aun así, sus regalos terminaban volviéndose entrañables. Esa vez, mientras descifraba dibujos, también me contaba de cuando había visitado aquellos lugares: las veces en que se subió a los taxis, cómo se perdió en el metro o de su odisea para llegar a la Tate Modern. Eran las postales de turista que toda la gente cuenta. Pero ella no era toda la gente. Era ella. Nunca he tomado nada en la taza, es muy pesada. La guardo de todos modos, como un trofeo inservible que representa el pasado. Es chistoso cómo lo único que me quedó de aquellos años es una taza que nunca me gustó. Uno conserva aquello que se sobrepone al tiempo. En mi caso eso es un suvenir de aeropuerto. Ella me mostró su viaje a partir de aquellos dibujitos. A lo mejor sí es verdad que Londres cabe en una taza.
En la primavera de 2011 visité la exposición Obra de referencia del holandés Mark Manders en el Museo Carrillo Gil. La exposición era una especie de edificio ficticio donde aquello que no se ve de los objetos es materializado. El segundo piso del museo fue reinterpretado en su totalidad por las piezas que el mismo Manders dispuso en el espacio. La entrada, así como la única ventana del lugar, fueron cubiertas por un plástico delgado y opaco. Algunas de sus esculturas también llevaban ese plástico opaco. Uno se paseaba por la exposición como un fantasma que recorre la intimidad de una casa ajena. No se podía saber quién vivía ahí, pero se imaginaba un rostro. Un rostro cubierto por un plástico opaco. Quiero realizar una persona ficticia, escribe el propio Manders, con la forma de un enorme edificio.
Los objetos que sirven y quedan después de las relaciones encuentran una nueva vida fácilmente; las fotografías y las demás cosas que no tienen ninguna función sólo acumulan sentido mientras pasa el tiempo. Dan ganas de romper la taza de Inglaterra y de adelantarme al colapso. Verla caer y que los pedazos se queden en el piso, que nadie los recoja. Pero no la rompo. Se queda ahí, como siempre, burlándose de mí. Cómo es posible que no haya tomado nada en ella. En vez de romperse lo único que ha hecho es ganar sentido y hacerme sentir, falsamente, que mi tiempo pasado fue mejor.
Mark Manders quería ser escritor, pero se dio cuenta de que lo que él necesitaba mostrar no se puede pronunciar con palabras, sino con nuevos objetos. Con una nueva manera de nombrar. Desde 1986, Manders ha venido construyendo un edificio ficticio donde cada nueva escultura es una manera de decir un recuerdo, una obsesión o un sueño. Crear una habitación, dice Manders, como una frase sin palabras. Algunas de sus esculturas son torsos de personas incrustadas en barras de madera. Otras son animales que varían en forma y tamaño: ratones, perros, pájaros. Todas están hechas de bronce patinado y parecen como de arcilla o barro fresco. Algunas tienen adheridos objetos: tazas, bolsitas de té, fotos.
Fox / mouse / belt (1992) es una de esas esculturas de bronce. En ella, un zorro tiene anudado un pequeño ratón en su costado. Las figuras de los animales están entrelazadas por un viejo cinturón del artista. Como si en esos tres objetos se pudiera percibir la íntima cercanía de las cosas lejanas. Aquella vez, frente a esa pieza, me desconcertó la fragilidad en la disposición de los elementos. Tres objetos que dejaron de ser un vacío en el mundo para ser una enunciación de la precariedad.
Las cosas están siempre al borde de la desaparición.
Cada momento es el fin del mundo.
Todo está sostenido con un viejo cinturón.
Las esculturas de Mark Manders son de cierta forma una resistencia a perder el asombro. Al volver a reinventar las cosas nos recuerda que nada está hecho de una vez por todas. Todo objeto se crea y reinventa a cada instante. Recordar todo el tiempo es perder la vida. Vivir viendo la taza. Haría falta romper todas las cosas y volverlas a hacer de nuevo.
En una de sus Tesis sobre el concepto de la historia, Walter Benjamin escribe: “Articular históricamente el pasado no significa conocerlo ‘tal y como verdaderamente fue’. Significa apoderarse de un recuerdo tal y como este relumbra en un instante de peligro.” Manders crea sus obras a partir de ese apoderamiento del recuerdo. Se relaciona con el pasado dándole una nueva vida a partir de la creación de objetos inexistentes e inservibles. Sus esculturas no intentan recuperar sino volver a descubrir lo que ya no está. Tomar los recuerdos al borde de la desaparición, volver a descubrir lo que, en ellos, sigue estando vivo.