Tierra Adentro
Ilustraciones de Antonio Muñoz, Porkus

Una obra de teatro no está completa hasta que logra escenificarse para los espectadores, lo que crea un vínculo comunitario que pocas disciplinas artísticas logran. Con esta premisa, Luis Mario Moncada decide preguntarse y documentar por qué La virgen loca, un exitoso monólogo, ha tenido tan buena recepción por parte del público y los actores, a la vez que entrelaza la importancia de producir y escribir biodramas.

La primera exigencia de la biografía, la veracidad, atributo pretendidamente científico, no es otra cosa que el supuesto retórico de un género literario, no menos convencional que las tres unidades de la tragedia clásica, o el desenmascaramiento del asesino en las últimas páginas de la novela policial.
Juan José Saer

Cuando me invitaron a dirigir a la Compañía Titular de la Uni­versidad Veracruzana (UV) desconocía la historia de La virgen loca, un monólogo que estaba por cumplir cuarenta años, arro­pado por la mítica sentencia: «si no has visto La virgen loca no eres xalapeño». Hosmé Israel es su autor e intérprete, un hombre discreto perteneciente a la Compañía, quien no ha fallado ni un año realizando al menos una temporada o gira de la obra, siempre bajo la supervisión de Enrique Pineda, quien por esta puesta en escena fue consagrado con un récord Guinness como el director con más años al frente de una misma producción teatral. Con tales antecedentes era necesario organizar un homenaje que, a la vez, fuese una revisión sobre las repercusiones de un montaje que se ha mantenido vivo por tanto tiempo. Hay que decir que en cuatro décadas no ha decaído el interés del público, que la si­gue con devoción. Aunque se le asignen pocas funciones al año, La virgen loca es la obra teatral más taquillera de Xalapa y su re­caudación resulta siempre un alivio para las precarias finanzas de la Compañía.

Dado que un punto central del proyecto de trabajo que presen­té a la UV consideraba abordar escénicamente la microhistoria y el biodrama, aprovechando como material de exploración el lar­go historial de la Compañía (una línea ya vislumbrada por David Gaitán en Béisbol), propuse que el resultado final del homenaje fuese un documental cinematográfico que atestiguara la relación que obra y público han tejido a lo largo de los años. Para ello ar­maríamos una temporada en Xalapa y una gira por diversas ciu­dades de Veracruz en donde la obra ya se hubiese presentado, entonces registraríamos en video las incidencias y los testimo­nios tanto de los creadores como del público.

El problema inicial que enfrentamos el realizador, Ricardo Brao­jos, y yo —que hacía de coproductor y coguionista—, fue que no conocíamos la obra y aún faltaban meses para que ésta volviera a escena, así que para darnos una idea decidimos verla en una gra­bación del año 2009. La experiencia fue, al menos en principio, decepcionante: el video desnudaba los aspectos más grotescos de una puesta protagonizada por una solterona que de la mañana a la noche ruega a San Antonio le consiga un hombre para aliviar su locura. Esa es, en bruto, la trama que durante ochenta minu­tos se desdobla en diversos estados de ánimo hasta bordar una locura que hace recordar los maullidos de una gata en celo. Re­fiero con la mayor honestidad mi primera impresión, compartida por Braojos, quien se preguntaba qué historia podríamos contar a partir de ese material. Como ninguno de los dos tenía una res­puesta aproximada, quedó claro que una de las preguntas que el documental debía responder era qué fue lo que determinó que esta obra se haya convertido en un fenómeno perdurable.

Refiero este primer contacto con la obra como un momen­to crucial pues puso en evidencia el prejuicio chilango que nos impedía identificar, de entrada, los valores y virtudes de la re­presentación o, dicho de otra manera, nos advirtió que ajusta­ramos las varas con las que acostumbramos medir a las obras contemporáneas.

Tratando de proponer otras lecturas, arriesgué una hipótesis que vinculaba el travestismo del actor que hace a La virgen —tá­citamente aceptado por decenas y cientos de espectadores que asisten al teatro en compañía de sus familiares—, con una tradición de cambio de roles cuyos antecedentes se remontan al antiguo Totonacapan. Si logramos establecer este vínculo de aceptación —afirmaba—, comprenderemos por qué una obra transgresora, que surgió como burla de la doble moral y el conservadurismo xalapeño, se ha transformado en una comedia de costumbres. ¿Tendría la misma longevidad La virgen… si hubiera sido interpre­tada por una actriz? Para abordar estos tema entrevistaríamos a una antropóloga social especializada en estudios de género, cuyos trabajos están vinculados con la historia de Veracruz. Sin embargo, apenas iniciado el rodaje comprendimos que por ese camino no llegaríamos lejos. Prácticamente nadie entre los espectadores, ni siquiera el propio Hosmé, reparaban en esta hipótesis como un asunto relevante; algunos afirmaban categóricos que el travestismo no era tema en la obra y, en cambio, valoraban como una perfecta «convención teatral» que un hombre interpretase a una mujer under the influence. Hipótesis fallida o indicio de que el tema se aloja en el inconsciente colectivo (y requeriría otras formas de acercamiento), tuvimos que abandonar esa línea pese a la evidencia física de un hecho singular.

Para colmo, a medio rodaje quedó en entredicho la continui­dad de la gira cuando no llegaron los apoyos solicitados. Es cier­to que podíamos continuar por nuestros medios, pero después de recabar horas de entrevistas y funciones grabadas seguíamos preguntándonos de qué serviría acumular más gigas de lo mismo si no había un hilo conductor. Lo evidente era que no encontrába­mos la narración oculta detrás de una noticia que, por sí misma, apenas daba para un reportaje.

A punto de tirar la toalla, encontramos el hilo durante una bo­chornosa tarde después de dar función en el puerto; mientras el actor expresaba su molestia por la intromisión del camarógrafo en plena representación —el barco ya hacía agua por todos la­dos—, el público jarocho comenzó a explayarse en las entrevis­tas repitiendo que el tema era la soledad del personaje, situación que les conmovía y les hacía recordar a personas muy cercanas. Hermanas, primas y tías solteras surgieron en el imaginario de los entrevistados, súbitamente sensibilizados por la tremenda sole­dad que, a su juicio, experimentan algunos de sus parientes. Por la forma en que se expresaban del personaje ficticio resultaba claro el reconocimiento de una identidad de la que nuestra virgen era símbolo. Después de revisar más tarde los testimonios, conclui­mos que la virgen representa a todas las señoritas a las que se les ha ido el último tren y en secreto esperan que se consume un milagro de amor o de lujuria.

Ilustraciones de Anotonio Muñoz, Porkus

Ilustraciones de Anotonio Muñoz, Porkus

 

En reuniones maratónicas redefinimos la ruta del documental y alcanzamos algunos acuerdos prioritarios para el seguimiento del proyecto: el primero —y quizás el más importante—, fue que mediante los testimonios fundamentaríamos que La virgen es vista y reconocida como un personaje eminentemente xalape­ño; cuarenta años no pasan en balde y refuerzan la idea de que ella siempre ha estado aquí; es una persona a quien se menciona de vez en cuando y hasta se le ve los días de desfile. Para nuestra sorpresa, La virgen se convirtió de pronto en un ser de carne y hueso, con opinión propia. De ahí a tomar la determinación de entrevistarla fue sólo un paso. Lo hicimos en su propia casa, que no es otra que la escenografía que ella misma ha decorado por años. Sólo nos autorizó una entrevista, pero en ella nos contó muchas cosas de sí misma que Hosmé Israel no incluyó en la re­presentación; en primer lugar, su nombre. Durante años Hosmé aseguró a cuantos le preguntaron que La virgen no tenía nombre o que si lo tenía nadie lo sabía. Por eso nuestro primer objetivo fue despejar la duda:

—Eduviges Altagracia —respondió sin chistar.

No fue Hosmé, sino La virgen, quien habló. Nos recibió en su habitual vestido blanco y con el mismo maquillaje recargado que le vimos en el primer video. Maquillaje teatral, hay que compren­der, el único que tiene en casa. Durante la entrevista nos habló de la Xalapa vieja y sus costumbres religiosas; del año en que se in­auguraron la Rampa y el Estadio, aunque nunca permitió que le preguntáramos su edad. Habló mucho sobre los caudales de su familia y la docena de ahijados que le cuelgan. También tuvo pa­labras para el actor: ese «muchacho que hace años vino a entre­vistarme para una investigación de la escuela», según dijo.

De la película no podemos decir más porque no se ha exhibi­do. Pero del procedimiento sí porque ahí radica el interés de este artículo: problematizar el concepto de biodrama.

Eduviges Altagracia, mejor conocida como La virgen loca, es un personaje de ficción abordado en forma documental. En sentido estricto es el desprendimiento materializado de una ex­periencia real en la vida del actor Hosmé Israel. A partir de la noción saeriana que concibe «la ficción como una antropología especulativa»,[1] ponemos a examen la vida del actor y a través suyo llegamos a La virgen. Es casi un acto de espiritismo en el que Hosmé hace de médium para que La virgen salga a escena y nos hable desde su propia conciencia. De este ejercicio pueden surgir muchas especulaciones, pero una que particularmente nos interesa sugiere que, después de cuarenta años, en el mis­mo cuerpo habitan dos personas, dos conciencias antagónicas y complementarias. Ambas conforman una dualidad que va de lo masculino a lo femenino y de la luz a la oscuridad. El camerino es el portal en el que uno desaparece para dar lugar al otro. Ma­quillarse y desmaquillarse son la terapia de despresurización y adaptación a una realidad distinta.

Dicho de otra manera, durante cuatro décadas, un personaje al que todos conocen como La virgen ha soñado con encontrar a un hombre —el suyo, el que le ha sido reservado por San Anto­nio—, y cada noche el hombre que se muestra (sin mostrarse) es el propio Hosmé. De forma epidérmica y sutil, cada noche, duran­te una hora, La virgen se deja poseer por un hombre sin perder un ápice de su virtud. La obra, entonces, sería un ritual de vida y posesión para un ser ficticio. ¿Un acto de expiación?, ¿una pro­vocación sensual? ¿Estará ahí la respuesta a la premisa sobre el fenómeno perdurable de esta obra?

Independientemente de los resultados de nuestra exploración —que tarde o temprano se verán—, diremos que el procedimien­to ha sido estrictamente documental; nada ha sido instruido ni ensayado y sólo se le ha pedido al actor y al personaje ser ellos mismos y responder desde su propia conciencia.

Y a pesar de lo dicho, no ha dejado de sorprendernos la afi­ción que tanto él como ella tienen hacia los pájaros finos y las aves canoras.

Si el biodrama es un género escénico que consiste en represen­tar a «una persona real, viva, que habita en nuestra comunidad»,[2] nosotros damos por un hecho que este personaje que lleva tantos años residiendo entre nosotros cabe en las tres categorías.

«El rechazo escrupuloso de todo elemento ficticio no es un cri­terio de verdad»,[3] sentencia Juan José Saer en nuestra defensa.

 

 

[1]Juan José Saer, El concepto de ficción, Buenos Aires, Seix Barral, 2004, p. 16.
[2]Arturo Roig y Hugo E. Biagini (directores), Diccionario del pensamiento alter­nativo, Buenos Aires, Biblos, 2008, pp. 69-70.

[3]Juan José Saer, op. cit., pp. 10.