La tristeza de pensar II
En un escrito anterior, di algunas pautas para poder responder a la pregunta sobre el devenir de la idea que asocia el pensamiento con la tristeza. Por ser un tema tan extenso, y este un espacio tan breve, me conformé con arrojar ejemplos y comentarlos. Por ello me pareció necesario volver a escribir al respecto, para complementar, en la medida de lo posible, un tema tan amplio.
Habría que retomar con más detenimiento algunas de las perspectivas que vinculan el pensamiento a la tristeza a partir del siglo XVIII, especialmente en la medida en que la especialización de la psiquiatría, el nacimiento de la clínica y las perspectivas psicológicas fueran apropiándose de la noción de tristeza, casi desplazando, en cuanto a prestigio, a cualquier otra disciplina.
Las definiciones analógicas de la melancolía nos permiten sopesar con más acierto la conceptualización corriente de cada época. También nos dan una idea, que aunque no definitiva, sí válida, de lo que se entendía entonces, o seguía entendiéndose, por melancolía.
La definición que nos ofrece L’Encyclopédie va más allá de lo que acabo de citar más arriba. De hecho, la definición aparece en tres partes: primero viene una definición de la melancolía como temperamento, donde se destacan las representaciones artísticas más usuales, entre ellas las de M. Vien, quien la personifica como “una mujer delgada y abatida”, en una habitación en desorden, donde hay “libros e instrumentos de música”. Está acostada y apoya su cabeza en una mano y en la otra sostiene una flor, a la cual no le presta atención.[1] La segunda definición es la “melancolía religiosa”, que se apega a la visión negativa que se tenía ya sobre los clérigos, vistos como fanáticos. El perfil descrito del “melancólico religioso” parece acercarse a la descripción de una persona que sufre de neurosis funcional con una obsesión, o monomanía, por la salvación. La tercera definición es muy relevante, pues ya no se trata ni de una definición temperamental ni del perfil casi estereotípico de un fanático, sino de un cuadro clínico apegado a la literatura médica de la época.
La información complementaria es importante para el cuadro clínico: la melancolía difiere de la manía y del frenesí en cuanto a que se presenta sin fiebre ni furor, aunque sí en forma de delirio. Las características que corresponden al cuadro de la enfermedad están relacionadas con la misantropía y el aislamiento, en una primera etapa, que puede extenderse, dentro de las secuelas del trastorno, a síndromes esquizoides, depresiones “nostálgicas”[2] y hasta una suerte de posesión demoniaca. Sin embargo, en lo relacionado con las expresiones anímicas, a la representación de esa mujer con “libros e instrumentos de música”, se agrega el carácter “pensativo, soñador y la constancia en el estudio y la meditación”, el lado positivo, que suele concedérsele al melancólico. Entre las causas de la melancolía, ofrecidas por el autor de este artículo de L’Encyclopédie, se encuentran tanto las pasiones frustradas, las cuitas, el amor y la insatisfacción; sí, pero también los humores alterados, los desajustes de los órganos vitales, la inflamación el epigastrio, etc. En suma, la definición sumaria que se tenía de la melancolía ya en el siglo XVIII, dejaba notar la ambivalencia entre los motivos morales y los fisiológicos y la constante confusión con cuadros clínicos de otras afecciones psíquicas, como la manía. Independientemente de estas diferencias, el discurso preponderante propagaba el vínculo entre los caracteres librescos y algunas de las características, que no todas, o no las más graves, de la melancolía. Por eso no es osado arriesgarnos a afirmar que en el concepto de melancolía ya había más una tipificación que una clasificación minuciosa, que estaba basada casi completamente en la idea de “delirio”.
Podemos tomar el ejemplo de otros diccionarios de época para contrastar el uso que tomó la palabra. El diccionario que nos da el contexto decimonónico es el Émile Littré, que en las acepciones de la palabra melancolía (la primera sólo insiste sobre la idea hipocrática), introduce nuevas aportaciones médicas:
2. En la medicina actual, nombre de una lesión de las facultades intelectuales caracterizada por un delirio que gira en torno, y exclusivamente, sobre una serie de ideas tristes; es la variante de la monomanía que Esquirol ha llamado lipemanía. Es posible encontrar la melancolía también entre los animales que cambian drásticamente de hábitos, en aquellos en que se les ha arrebatado a los sujetos de afecto. 3. Disposición triste proveniente de una causa física o moral, conocida también vulgarmente como “vapores del cerebro”.[3]
El agregado final, además de las nociones de “idea fija” y “monomanía” del médico francés Esquirol, es muy significativo: es la prueba de la ambivalencia de las causas de la melancolía, al ya no poder disociarse su naturaleza moral de su naturaleza física. La idea misma de la posibilidad, del habla popular, de explicar la melancolía por “vapores cerebrales”, resulta interesante retóricamente, pues parece un oxímoron, que conjuga los “vapores” (un concepto fisiológico) y el “cerebro”, lugar donde “reside el intelecto”.
Así como la palabra “nostalgia” fue perdiendo su especialización clínica para pasar a otros registros, del mismo modo la palabra “melancolía” fue sustituida por otros términos, o fue separándose de algunas definiciones más específicas para adoptar concepciones genéricas en un registro por lo general literario e intelectual. En Jacques le fataliste, Denis Diderot ya ponía en boca de sus personajes una conversación gratuita al respecto: “Hay una época en que casi todas las muchachas y jóvenes caen en la melancolía; los atormenta una vaga inquietud que lo rodea todo, y que no encuentra sosiego. Buscan la soledad; lloran; el silencio los conmueve […]” Como si se tratara de un proceso genérico del estado del ánimo, sin relación alguna con la “bilis negra”. Luego en su correspondencia, casi un siglo más tarde, Flaubert se explica a sí mismo diciendo: “Llevo dentro de mí una melancolía propia de las razas bárbaras, con sus instintos de migración y con el asco inherente a la vida que los hacía abandonar sus países como si se estuvieran abandonando a sí mismos”.[4] La melancolía, tal parece, había pasado a ser un estado de ánimo intelectualizado.
Más allá de la especulación filológica sobre el término, me interesa justamente reiterar la relación entre dicha conceptualización de la melancolía y el pensamiento. Poco a poco, la presencia de esta palabra podía igualmente expresarse como “esplín”. Se sabe que Charles Baudelaire conocía algunos de los textos de Brierre de Boismont, quien había estudiado los cuadros melancólicos. Por ello, Jean Starobinski dedica algunas páginas, en su libro L’Encre de la mélancolie, para explicar cómo se asemejan las descripciones médicas de la época al sujeto lírico de los cuatro poemas que se llaman “Spleen” en Las flores del mal. El vínculo está, según Starobinski, en el primer verso de “Spleen II”, ese que comienza “tengo más recuerdos que si tuviera mil años”. Justamente, el problema del tiempo, del “tiempo vivido”, es el principal síntoma de melancolía para Ludwig Binswanger y Hubertus Tellenbach. El primero entiende que “los enfermos melancólicos no consiguen deshacerse de su pasado”, “están adheridos a su pasado”, o “su pasado los domina por completo”; la insistencia sobre los recuerdos en las imágenes poéticas que expresan el “esplín” de Baudelaire, se parecen en esto al padecimiento de un melancólico.[5]
Si se repasara con detenimiento las implicaciones discursivas sobre la vida y la muerte en el poemario de Charles Baudelaire, se entendería que el spleen, visto como un ánimo proveniente del carácter melancólico, es el resultado de un insuperable taedium vitae, esto es, un hastío, un aburrimiento (ennui, definido en francés como mélancholie, lassitude morale) absoluto de la existencia. Una insatisfacción definitiva que el pensamiento no sólo no puede remediar, sino que empeora al únicamente volvernos conscientes de ello. “El melancólico, dicen los clínicos, manifiesta su estado psíquico en la dificultad que experimenta al dominar el universo de objetos que lo rodean”,[6] y en ese sentido, Baudelaire, en el famoso poema “El albatros”, otorga al poeta un carácter melancólico, pues lo describe como un ser que se mueve con torpeza en el mundo de todos los días.
El problema moral de la insatisfacción profunda y la realidad frustrada del “deseo”, que tienen como consecuencia una decepción absoluta de la existencia, fueron algunos de los tópicos de la “Escuela del desencanto”, según la llama Paul Bénichou, refiriéndose a la generación de poetas posteriores a Victor Hugo, en los que cabría destacar primero a Gérard de Nerval y luego al propio Baudelaire, y posteriormente a Paul Verlaine. De cualquier modo, no hay que dejar de lado la presencia de personajes melancólicos en la novela francesa. Si como hemos visto, el concepto de melancolía habría de ampliarse en su registro literario, la insatisfacción constante de una Emma Bovary, por ejemplo, aunada a algunas de sus actitudes (como sus lecturas de juventud, su tendencia al exotismo, la necesidad de observar por la ventana, su carácter pensativo y romántico y sus sentimientos hacia la idea del pasado-futuro) podrían hacerla entrar en un cuadro de melancolía, que por lo demás está coronado con una de las consecuencias más significativas de la tristeza: el suicidio.
Sin embargo, me parece más permisible partir de la apreciación que Kierkegaard tiene de la melancolía para explicar la posible melancolía que aqueja a esa provinciana adúltera llamada Madame Bovary. Kierkegaard dio más de una definición de la angustia, y propuso tanto explicaciones como remedios a este “mal de la existencia”. Sin embargo, en uno de los pocos textos donde habla expresamente de la melancolía es en su libro O lo uno o lo otro. Justamente en esta disyuntiva, que habrá de justificar el título del libro, se encuentra la definición de aquello que él mismo habría de empatar con el taedium vitae:
¿Qué es, entonces, la melancolía? Es la histeria del espíritu. En la vida de un hombre llega el momento en que la inmediatez, por así decirlo, ha madurado, y en el que el espíritu reclama una forma superior en la que habrá de captarse a sí mismo como espíritu. Como espíritu inmediato, el hombre se corresponde con la totalidad de la vida terrestre, y entonces es como si el espíritu quisiese sustraerse a esa dispersión y concentrarse y transfigurarse en sí mismo; la personalidad quiere tomar conciencia de sí en su valor entero.[7]
Esta transfiguración de la que habla Kierkegaard es la alternativa en la que se encuentra todo individuo por el hecho de existir: o se entrega a la forma superior, que él llama el “yo ético” o se aferra al “yo estético”, que es la condición ordinaria, que tarde o temprano le significará esa “histeria del espíritu”. Ser melancólico es estar indeciso entre entregarse a sí mismo como espíritu o entregarse a la dispersión de la vida terrestre. Es decir, no tiene más que elegirse éticamente “de manera absoluta”, o si no, la vida del individuo estará condena a una u otra forma de melancolía:[8] a una decepción constante, a una insatisfacción sistemática. Para Kierkegaard, el ser estético es aquel que desea en cuanto al mundo, que se representa su relación con él como una complacencia de su propio deseo, sin tomar en cuenta una transcendencia (eventualmente relacionada con Dios) de sus propios actos o de su “estar en el mundo”.
La definición del “yo estético” que podría acercarse a la naturaleza de un personaje como Emma Bovary, Kierkegaard la da en la segunda parte de su libro, cuando afirma:
El que vive | de manera estética trata, en la medida de lo posible, de entregarse al estado de ánimo por completo, busca ocultarse totalmente en él, que no quede nada de sí mismo que no pueda acurrucarse en el estado de ánimo […]. De allí las enormes oscilaciones a las que está expuesto el que vive de manera estética. También el que vive de manera ética sabe lo que es el estado de ánimo, pero éste no es el más importante para él, puesto que se ha elegido a sí mismo de manera infinita y hace del estado de ánimo algo inferior a él mismo. […] El que vive de manera ética tiene […] memoria de su vida; el que vive de manera estética carece totalmente de ella.[9]
Emma Bovary se aferra a “entregarse a su estado de ánimo” en actos como el adeudamiento continúo que tiene con el proveedor de tapices y muebles y de vestidos, Monsieur Lhereux; en actos como los entusiasmos amorosos que tiene con Rodolphe, su amante, cuando piensa por un momento al menos, en que podría huir con él. La melancolía de Emma, por lo demás, no es sólo la expresión de un consumismo o de un adulterio impulsivo, sino la tristeza constante y la zozobra paulatina con que Flaubert nos la describe: el hartazgo no sólo hacia su marido, sino hacia el pueblo en el que vive e incluso hacia su segundo amante, Léon. De alguna manera, Emma es un ser solitario, o así se siente continuamente. La frivolidad la absorbe al grado de, por ejemplo, ver a su hija con desprecio.
Es evidente que Kierkegaard no se conformaría con hacer una genealogía del estado melancólico, sino que también osaría dar un remedio, puramente moral:
Así, pues, desespera, y tu frivolidad ya no te llevará a vagar como un espíritu errátil, como un aparecido entre las ruinas de un mundo que, de todos modos, está perdido para ti; desespera, y tu espíritu ya no suspirará en la melancolía, el mundo volverá a resultarte grato y hermoso aun cuando no lo mires con los mismo ojos, y tu espíritu, liberado, alzará el vuelo hacia el mundo de la libertad.[10]
Kierkegaard hizo uso de la palabra “melancolía” para describir un fenómeno de abatimiento que tenía su origen en causas relacionadas con las decisiones del individuo, todas ellas conscientes. No habla de un origen fisiológico, ni menciona las posibles causas externas, como la reclusión o un trauma externo o una “idea fija” o una monomanía. Da por hecho que el melancólico posee la potestad de su propio temperamento. No hay que olvidar que, cuando se refiere al “ser estético” y al “ser ético”, el hombre de letras puede estar indistintamente en cualquiera de estos dos ámbitos. No afirma que el pensamiento tienda a ninguna de las dos, muy por el contrario, la conciencia podría ayudar a buscar el añorado aequale temperamentum (temperamento ecuánime) del ser, allí donde el espejismo del “yo estético” no puede llevarnos. Es dable ir más allá: el “yo estético” y el “yo ético” son decisiones de la conciencia: la melancolía, pues, para Kierkegaard no tiene un origen somático, sino intelectual. De alguna manera, el individuo tiene la alternativa de escoger o lo uno, o lo otro.
Como lo mencioné antes, el tópico melancólico, entendido ya como un estado de ánimo misántropo, triste y solitario, habría de mantener una relación, literaria por lo menos, con el intelecto. Los ejemplos que cité con anterioridad de Fernando Pessoa son algunos ejemplos dispersos de la certeza que tenía de que su oficio literario conllevaba un apartamiento del resto de los hombres y una sensación constante de pesadumbre. Tanto en la obra de Kierkegaard como en la obra de Pessoa, sería necesario un análisis exhaustivo para asir los verdaderos alcances de sus conceptos de melancolía. Sin embargo, en el caso de Pessoa, podría bastarnos con comentar una consideración del séptimo volumen de la Edición Crítica de sus obras, recientemente publicado en español como Escritos sobre genio y locura.
Se trata de una recopilación de apuntes y consideraciones sobre el carácter anormal del pensamiento, que Pessoa fue escribiendo, de manera dispersa, durante años. Para Pessoa, el hombre más perfecto (conclusión a la que llega al final del libro) sería el hombre más anormal que pudiera existir, pues pensar es ir en contra de la naturaleza humana y el ejercicio de la conciencia sería el primer síntoma de enfermedad. No hay civilización, se entiende, sin locura. Esta consideración se parece mucho al argumento de las primeras páginas del Libro del desasosiego: la inconciencia es el fundamento de la vida, la reflexión conlleva una forma de anomalía (tal y como lo aseveraba Rousseau, en fragmento que cité en el texto anterior).
Con toda coherencia, esta percepción sobre el pensamiento se adentra en la idea que Fernando Pessoa tenía del artista, y por extensión de su propio oficio como poeta: “El genio es una enfermedad, pero una enfermedad grande y gloriosa”.[11] No sólo le basta con afirmar que el hombre de genio, es decir, una persona extraordinaria para la sociedad en cuanto a los valores que ésta ha establecido, es un enfermo, sino que también los reivindica en un gesto de autoafirmación. Nadie ha de negar las cualidades estéticas de las obras literarias que Pessoa escribió, por eso nos es realmente imposible negarle la posibilidad de que lo que afirma sea cierto.
Sigmund Freud, en una obra de 1914-16, en las consideraciones sobre lo que él llama una “metapsicología”, habla acerca del “Duelo y la melancolía”. Es curioso que, aunque ya estuviera en vigencia el término “depresión”, Sigmund Freud optara por la vieja palabra melancolía: “En el duelo el mundo se vuelve pobre y vacío, en la melancolía no es el mundo, sino el yo mismo”.[12] Esta consideración, si la vemos desde el punto de vista del psicoanálisis, entendido como una teoría sobre el origen del comportamiento humano que también ha propuesto hasta hoy su terapéutica, puede también reflejar la difícil apreciación de los conceptos históricos que han enmarcado la tristeza, el debate sobre su origen —entre lo físico y lo moral—, sobre las tan disímiles recetas para su “cura” y la singular descripción o asociación que la psicología, la psiquiatría y la literatura han ofrecido en torno a ella. Aquí Freud básicamente afirma que la melancolía es un duelo no exteriorizado, un duelo que sentimos hacia nosotros mismos. Curiosamente, ¿no parece esta una definición más literaria que clínica?[13] Freud no habla en ningún momento en este texto de una asociación directa entre el intelecto y la melancolía, pero la asocia con la manía. De hecho, parece ya no tener que asociar la melancolía con un una actividad intelectual, algo que podría significar que la naciente psicología que él formulaba estaba rebasando, o había rebasado ese prejuicio. Sí, pero es curioso que se trate de un texto de 1914-16, época en la que Fernando Pessoa estaba escribiendo algunos de los textos que he citado.[14]
En realidad, de manera implícita, al relacionar el duelo con la melancolía a través del “sentimiento de pérdida”, Freud asiente que, aunque no se trate de una tendencia consciente, el melancólico “piensa”, o al menos “actúa” sobre su melancolía. Habría que preguntarnos entonces si la asociación tradicional entre pensamiento y melancolía no está íntimamente ligada al origen que se le atribuye a la tristeza, siempre ambiguo entre lo moral y lo fisiológico, o como señala Freud, entre lo somático y lo psicogénico. Entre el “sentimiento de pérdida” de Freud; la percepción del tiempo según Tellenbach; la alternativa entre lo ético y lo moral de Kierkegaard y el taedium vitae de Baudelaire y de Madame Bovary media una relación poco evidente: la melancolía permanece en su origen psicogénico. No deberíamos reservarnos el considerar que, si el origen de la tristeza es somático el individuo como ser consciente no sería responsable; de ser puramente moral, o como diría Freud, “psicogénico”, su propio pensamiento podría ser el responsable.
He querido mostrar el devenir de un vínculo errante entre la tristeza y el intelecto, tomando algunas consideraciones emblemáticas al respecto. Es una relación que se ha construido más allá de la literatura, o de la filosofía, pero que éstas han contribuido no sólo a mantener, sino a constituir. No está de más recordar, a manera de conclusión, la anécdota de la esclava tracia, anécdota casi trivial que Platón refiere en su Teeteto (174ª), en el que se cuenta que Tales:
cuando estudiaba los astros, se cayó en un pozo, al mirar hacia arriba, y se dice que una sirvienta tracia, ingeniosa y simpática, se burlaba de él, porque quería saber las cosas del cielo, pero se olvidaba de que las tenía adelante y a sus pies. La misma burla puede hacerse de los que dedican su vida a la filosofía. Sin embargo, cuando se trata de saber quién es en verdad el hombre [el filósofo] pone todo su esfuerzo en investigarlo y examinarlo atentamente […]. Una persona así da que reír no sólo a las tracias, sino al resto del pueblo. Caerá en pozos y en toda clase de dificultades. Debido a su inexperiencia, su terrible torpeza da una imagen de necedad.
La visión griega del filósofo, figura emblemática del ser pensante, no siempre era afortunada. No sólo se le relacionaba con la soledad o la misantropía, sino también con el ridículo.
Es fascinante percatarse cómo transcurre el extraño matrimonio entre estos dos conceptos, melancolía y pensamiento, que se expresa ya como un prejuicio, ya como una intuición: matrimonio que primero fue un síntoma constante según el esteriotipo médico antiguo y renacentista, luego fue mantenido como tema literario y finalmente, en una acepción decimonónica, fue encumbrado como un valor estético.
[2] Johannes Hofer había acuñado el término “nostalgia” en su tesis en la Universidad de Basilea, para explicar el “mal de la tierra” que aquejaba a soldados suizos. Tanto el concepto como su diagnóstico y tratamiento tuvieron un gran éxito. De allí que la palabra ya estuviera incluida en L’Encyclopédie.
[3] “Mélancolie”, t. 5, París, Gallimard-Hachette, pp. 49-50, 1959. Literalmente dice vapeurs du cerveau.
[4] Correspondance, 113, 6 de agosto de 1846.
[5] Ludwig Binswanger, Melancholie und Manie, Pfullingen, 1960, pp. 25-28.
[6] Jean Starobinski, “Rêve et immortalité mélancholique”, op. cit., pp. 448.
[7] Søren Kierkegaard, O lo uno o lo otro. Un fragmento de vida II, vol. 3, ed. y trad. Darío González, Madrid, Trotta, 2007 [Escritos de Søren Kierkegaard], pp. 174-175.
[8] Ibid., p. 196.
[9] Ibid., pp. 207-208.
[10] Ibid., p. 199.
[11] Fernando Pessoa, Escritos sobre genio y locura, Acantilado, Barcelona, 2013, p. 14
[12] Sigmund Freud, “Deuil et mélancolie”, en Métapsychologie, trad. J. Laplanche y J.-B. Pontalis, París, Gallimard, « Idées », 1968, p. 152. Cf. El texto completo que relaciona duelo con melancolía: Sigmund Freud, Obras completas, Vol. XIV, trad. José Luis Etcheverry, Buenos Aires, Amorrortu editores, 1992, pp. 236-255.
[13] “La melancolía, cuya definición conceptual es fluctuante aun en la psiquiatría descriptiva, se presenta en múltiples formas clínicas cuya síntesis en una unidad no parece certificada; y de ellas, algunas sugieren afecciones más somáticas que psicogénicas”, op. cit., p. 341.
[14] La relación, naturalmente, entre duelo y melancolía se establece a partir de la “pérdida del objeto”.