Tierra Adentro
Portada de "La Travestiada", Yobaín Vázquez Bailón. Colección Tierra Adentro, FCE, 2025.
Portada de “La Travestiada”, Yobaín Vázquez Bailón. Colección Tierra Adentro, FCE, 2025.

PROGRESO

1

Canten, oh maricones, la gran redada del baile de los 41, redada que causó infinitos males a los invertidos y precipitó al exilio muchas almas valerosas de travestis, a quienes hizo presa de escarnios y pasto de humillaciones —cumplíase la voluntad de Porfirio Díaz— desde que los encontraron baile y baile en fiesta clandestina y los enviaron a Yucatán como castigo.

2

En el mar veo flotar una peluca, el vaivén de las aguas le da un movimiento que no conoce cuando el aire la despeina. Cada centímetro del cabello —supuestamente de mujer y no crin de mula— se extiende como si quisiera ocupar todo el océano. Es de color castaño, pero en el mar y con los rayos del sol se ve dorada, brillosa, con una vida que no tiene cuando está seca. Da pena verla ahí, sin que nadie pueda estirar la mano y recogerla. Parece una medusa.

No soy la única que la ve flotar, mis otras 10 hermanas contemplan ese prodigio. Estamos tristes porque sabemos cuánto cuesta una peluca, y ahora aquella, aunque alguien tire una red para atraparla, quedará salada y apestosa.

Mientras la peluca flota, en la profundidad del mar yace la dueña: Quinita. Fuimos testigos de cuando se aventó del barco. Simplemente se subió a los barandales, la brisa le movía su falsa cabellera y sin pensarlo dos veces se soltó. No escuchamos un grito, nada más el golpe del cuerpo contra el agua. No ha quedado de ella más que su peluca y, mientras flote, es imposible hacernos a la idea de que el mar escupirá su cuerpo. Maldición de las travestidas: que no tengamos lealtad ni de los pelos que nos dan la fantasía de ser mujeres.

Los soldados que nos vigilan y nos escoltan a nuestro destino, no han dicho nada. Tienen algo de piedad o creen que podemos rebelarnos si nos apartan de ver a la peluca. Están atentos, acarician sus pistolas por si alguien hace algo. No podemos hacer nada, no estamos tan desesperadas para arrojarnos como Quinita.

Tengo a un lado a Chata Figueroa, se cubre la boca con la mano debido a la sorpresa y el terror. Por ser de los maricones más viejos, la agarro del brazo, no se vaya a marear y también caiga al agua. Aunque es menudita y arrugada, tiene una presencia oronda de matriarca.

Del otro lado está Dreyfus, indiferente, casi ceñudo. No me extraña, siempre repite que no es como nosotras. Cuando dice esto es por dos cosas. La primera: reniega ser prieto, tiene la piel más clarita, asegura orgulloso, aunque no deja de ser moreno. La otra razón para decir que no es igual que nosotras se debe a su falta de amujeramiento. No es igual de joto que las demás, repite hasta el cansancio, pero por algo viene en este barco rodeado de maricones.

—¿De dónde habrá sacado Quinita una peluca?—pregunta Chata Figueroa todavía con la mano en la boca, y apenas se le entiende.

—Era capaz de habérsela escondido en el fundillo—contesta Dreyfus desdeñoso.

El enigma no es que Quinita se haya aventado al mar, sino que lo hiciera con una peluca. Todas fuimos rapadas, a todas nos despojaron de nuestros vestidos y nos dieron estos uniformes de percal gris. Imposible contrabandear, aunque sea un colorete, ya no digamos una peluca entera. Vamos peor vestidas que soldado raso, y no duele tanto la falta de buen gusto, sino que nos obliguen a usar pantalones y camisa de varón.

—Más respeto para la finada —le digo a Dreyfus—. Si se la escondió en el fundillo, demostró ser más astuta que cualquiera.

—Ay, Chinaca, qué respeto ni qué astuta. Era una cobarde.

Cuando dice mi nombre, Chinaca, trata de hacerlo con desprecio, pero yo nunca me he avergonzado de él. Nadie de nosotras osa llamarse Juan, Alberto o Pancracio, qué aburrido. El propio Dreyfus es un sobrenombre de un traidor francés que estuvo en las portadas de todos los periódicos del mundo. No podía llamarle cobarde a Quinita porque no puede serlo alguien que se puso una peluca en este barco lleno de militares. Cobardes nosotras que nos quedamos viendo su cabello resistiéndose a desaparecer.

Entonces caigo en cuenta de que Quinita debió encontrar la peluca aquí. Se lo digo al oído a Chata Figueroa y luego a Dreyfus para que lo pasen de oreja a oreja. Los soldados se ponen nerviosos, han de creer que nos organizamos para saltar por la borda o hacerles frente.

El rumor empieza a correr: el barco viene cargadito con tiliches y mercancía de esa tienda exclusiva. ¿Cuál, tú? Allí donde compran las señoras de ciudad y de provincia. ¿Palacio de Hierro? Ándale, ahí merito. Qué raro, si este es un barco militar. Por eso mismo. A ver, a ver. Hay a lo mucho 20 soldados, ¿no? Sí. Y tres o cuatro marineros. No los conté, pero maomenos. Pues ahí está, es muy poca tripulación para mover un barco. Pero también vamos nosotras. Exacto, es mucho gasto mandar maricones al exilio. ¿Entonces? Piénsalo, ¿y si aprovecharon el viaje para enviar muebles y sedas, que solo el ejército puede custodiar? ¿Y si también subieron vestidos, pelucas, enaguas, choclos? ¿Y si Quinita lo descubrió y fue tan grande su alegría que no dudó en probar por última vez las delicias de ondear una peluca? ¿Y si este barco lleva todos los trucos para que las señoras de Yucatán se pongan coquetas? ¿Y si asaltamos la bodega donde los guardan?

Veo a mis hermanas sonreír porque lo tienen claro: este barco guarda un tesoro y es nuestro deber encontrarlo.

3

En el puerto de Veracruz había cientos de personas cargando maletas, cajas, sacos y jaulas con mascotas. Desde temprano, los marineros jalaban carritos, estiraban cuerdas y se les escuchaba gritar indicaciones o contra-indicaciones que mortificaban a grumetes y personas con boletos en mano. Las señoras con hijos trataban de pegárselos a las faldas y algunos hombres discutían porque su barco partió sin ellos a bordo.

Pocas veces sucedían cosas que desafiaban ese ritmo agitado y la falta de interés por los demás. En la mañana del 23 de noviembre aparecieron 12 hombres vestidos con trajes de reos caminando con cadenas y custodiados por soldados. Iban a rape los 12, a algunos se les notaba cojear y moretones frescos en los rostros. La gente se detuvo y procuraba darles espacio para que la plaga de su criminalidad no se les contagiara.

Caminaron aquellos 12 por el entablado que los embarcaba en la corbeta Zaragoza, un buque de guerra que ya había conocido mundo y ahora servía de transporte para las campañas contra los mayas rebeldes. La gente pasaba de largo aquella embarcación por su forma estirada y poco elegante, tenía mástiles desgarbados y no disimulaba los cañones en sus costados. Todo indicaba que no estaba hecha para llevar tripulación civil.

Los 12 fueron puestos en una bodega reducida con dos bancas y cajas de madera vacías. Estaban encerrados bajo candado y para ellos ya no amaneció porque allí todo era oscuridad. Mientras, la gente comentaba cuál había sido el delito de aquellos. Alguien se aventuró a decir que eran los 41 que descubrieron en un baile de sodomitas. La gente lo abucheó por no saber contar, ¿no estaba viendo que eran 12 y no 41?

Pero ese alguien estaba en lo correcto.

Doce maricones fueron embarcados en Veracruz rumbo a puerto Progreso. Los subieron a la corbeta porque habían estado en un baile nefando, un baile de hombres afeminados. Se encerraron en una casa porque no era de buenas costumbres organizar jolgorios donde se usaran prendas femeninas a quienes la naturaleza les había dado cuerpo de varón. Necesitaban organizarse en lo clandestino, para no perturbar la moralidad cristiana de los vecinos.

Acordaron unirse en fiesta un 16 de noviembre de 1901, sábado para mayor inri, cuando ya nadie tenía inconvenientes en el trabajo, pues la mayoría eran hombres adaptados a la vida común. Era el domicilio de la Madre Meza, en la cuarta calle de la Paz, otros dirán que era la casa 4 de la calle Paz, que en esto difieren los que lo cuentan. Lo cierto es que llegaron los invitados más pudientes en carroza o cabriolet; o a pie, los de humilde condición.

De lo que sucedió en aquella casa se sabe: que eran 41 maricones enfiestados, que 19 de ellos se engalanaron con vestidos y pelucas, mostraron coquetería maquillados con chapitas y luciendo grandes pestañas, que bailaron con el resto de los varones ataviados con frac y un clavel verde en la solapa izquierda del saco, pues de este modo se distinguían los amanerados entre sí. Que se besaban, unos tiernos y otros apasionados, ya que los rastros de colorete lo daban por testimonio. Que hubo estridencia y alboroto, que bebieron alcoholes de todo tipo, que escucharon música de polcas, murgas y valses a altas horas de la noche, y con eso llamaron la atención policial.

O fue un vecino malqueriente que, harto de la fiesta, dio el chivatazo fatídico. También hay indicios de que los guardianes de la ley pasaban azarosamente por allí y vieron la oportunidad de sacar algún provecho, ya fuera dinero, comida o un alipús para degustar.

Llamaron a la puerta y les atendió una mujer alta, robusta y barbona. Ella quiso congraciarse con la autoridad y les dio entrada a la casa para que se percataran de que no hacían mal a nadie, ni contravenían alguna ley constitucional.

Los policías dieron fe de un evento que calificaron de desviado y orgiástico. Les pareció asqueroso porque en ellos no cabía la posibilidad de que un hombre se pusiera medias o se pintara los párpados o que bailara con otro apretaditos de la cintura. Ya no pudieron antojárseles los bocadillos elegantes ni las copas de champagne.

El colmo fue que vieron no a dos hombres, sino a tres, besarse simultáneamente ante un público que los animaba por tan atrevido gesto. No pudieron soportar mayor depravación, y uno de los policías salió de la casa sonando su silbato para dar aviso a los demás gendarmes a la redonda, mientras el otro alteraba la fiesta con disparos al aire. Advertidos estaban los jotos de que no había tolerancia a sus desmanes.

Esto fue cosa pública porque, ¿dónde se había escuchado que hombres afeminados se reunieran para darle vuelo al vicio de Sócrates? Fueron detenidos los 41, más la dueña de la casa, Madre Meza, que con esto se llegó a la cifra de 42 erróneamente. Nadie supo de cierto de qué se les acusaba, pues hasta donde se sabía, ser maricón no era delito punible y organizar bailes no ameritaba detención con lujo de violencia.

Y ya desde ese instante fue evidente que no todos los del baile eran iguales, porque los asistentes que iban de frac fueron remitidos al cuartel del Batallón 24, segundo depósito de reemplazo del ejército; y los 19 que iban de mujeres los llevaron al cuartel de la Montada. Separados según lo afeminado, la mano quebrada, la pose de lagartijo.

Para entonces se había corrido el rumor entre la gente de buenos oídos y no tardaron en hacer aparición las noticias que mencionaban tan aborrecible suceso, y todos estaban entre el asombro y la incertidumbre. Querían saber quiénes eran aquellos señoritos ajembrados y fementidos, no vaya a ser que alguno de ellos fuera amigo o familiar, que ya en esas cosas no se sabía nada.

No fue posible conocer un solo nombre, porque ya muchos de los 41 habían soltado sobornos para que los dejaran ir, de tal magnitud era su riqueza e importancia. Y los que no tuvieron dinero, se quedaron padeciendo la mazmorra.

Del cuartel Batallón 24 salieron todos. En el cuartel de la Montada quedaron 12. Los 12 mismos que navegaban rumbo a Yucatán en la corbeta Zaragoza. Fue su castigo por ser maricones y pobres, y era la única manera de tener conforme a la gente que pidió consecuencias a esa falta de hombría que laceraba profundamente a la nación.

4

No siempre nos dejan pisar sobre cubierta. Por la excepcionalidad de la muerte de Quinita podemos estar unos instantes bajo el sol y el aire fresco. Quizá también aprovechemos para despejar un poco la bodega en la que nos llevan presas, pues en los dos días que llevamos en altamar no se han limpiado los vómitos ni se han vaciado las bacinicas.

Le pido al capitán, el barbudo y con la nariz quebrada, que nos dé trapeadores y botes para hacer limpieza. Lo veo morderse el labio, pensará que le estoy pidiendo armas para un motín. O quizá parte del castigo sea que nos pudramos en los olores. Finalmente acepta darme trapos viejos y dos cubetas con agua. Con eso debo arreglármelas. Tampoco quiere que todas ayudemos en el aseo y tengo que elegir a cuatro de mis hermanas.

Excluyo a Chata Figueroa, a su edad ya no está para limpiar. Tampoco se lo pido a Dreyfus, se ofendería y se sabe que es un majadero. Me llevo a las más dóciles.

—¿Limpiar yo? Mira mis manos tersas, Chinaca, mira mis uñas.

Zazá es la más quejumbrosa. A pesar de que la han dejado igual de pelona que todas, sigue teniendo un aire de mujercita, los pómulos muy finitos, los labios carnosos, ni siquiera se le marca la barbilla. Es muy menuda y por eso la ropa le queda grande. Ciertamente tiene unas manos delicadas y uñas blanquísimas que contrastan con su piel morena.

—Eres la que más vomitó —le digo para justificar mi decisión.

Me mira con odio y luego remoja un trapo viejo en el agua para iniciar la limpieza del suelo. Algunos grumos están frescos y desprenden un olor repugnante.

Otra elegida es Clemencia. Se concentra en llevar una bacinica con mucha precisión, cualquier movimiento brusco derramaría su contenido sobre ella. Tampoco puede reprochar que la haya elegido para limpiar, es la que más orina. Aunque quisiera replicar, no es propio de ella, no habla para nada.

Al igual que Zazá, a Clemencia le queda un aire de mujer. Es más refinada, sus labios delgaditos, sus ojos achinados, y aunque también es morena, parece que tiene la piel deslavada.

—Todo el asco que siento hoy lo ofrendo de penitencia —dice Rosa de Sarón quitándose la camisa y con ella se pone a tallar los vómitos.

Rosa de Sarón siempre ha estado chiflada, tiene la esperanza de ser la primera santa maricona en ocupar un altar. Por eso ayuna mucho, está flaca y correosa. Yo pienso que no hay muchas santas con el color de su piel, pues todas tienen el cutis de porcelana y ella es casi tan negra como yo. A lo mucho sería un san Martín de Porres con vestido.

Panzamarrana es la única que hace limpieza silbando una canción. Cuando se topa conmigo sonríe y yo le mando besos volados. Recién la había conocido en la noche que fuimos detenidas y ya no pudimos bailar esa misma canción que ahora silba.

Su apodo no le hace justicia, es heredado de su padre, que era de hueso y barriga ancha. Ella es grandota y brazuda, musculosa por todas partes. Tiene la piel tostadita de mucho asolearse, aceitunada dicen algunas.

—Chinaca loca, no quieres separarte de mí, ¿verdad? Aunque sea para recoger la mierda de las demás —dice Panzamarrana poniéndose a un lado mío.

—Apuesto a que es lo más romántico que han hecho por ti.

Incluso en esa bodega oscura, Panzamarrana y yo hemos encontrado un momento lindo.

—Acabamos de perder a una hermana —dice Rosa de Sarón exprimiendo su camisa en la cubeta—. Y ustedes ya están de puercas y con sus rumores de que hay ropa de Palacio de Hierro. Un poco de contrición no les vendría mal, un rosario, una novena…

—Amén —contesta Panzamarrana y se santigua aguantándose la risa.

Yo también me la aguanto.

—Mira mi ropa, Rosa —dice Zazá tirando el trapo al suelo—. Mira la ropa de Clemencia —y la señala—. No necesitamos contrición, ni rosarios ni novenas. Necesitamos esos vestidos o pelucas, o lo que sea que traiga este barco, para sentirnos bonitas, aunque sea una vez más.

—Viéndote bonita no se te va a quitar lo mensa. ¡Dios mío! ¡Dame paciencia para combatir la vanidad de estas descarriadas! —Rosa de Sarón sigue tallando el piso con más fuerza—. Nos han desterrado y nada más les interesan los vestidos y jugar a los enamorados.

—¿Y qué otra cosa nos puede interesar? —la reta Panzamarrana.

—La guerra —por fin se decide a hablar Clemencia.

No dice más, sale de la bodega para tirar otra bacinica.

Ante lo abrupto de su participación, quedamos un momento calladas. La palabra guerra no representaba nada para nosotras, eran cosas de las que hablaban los viejos. Ahora, por cada milla náutica que avanza el barco, estamos más cerca de aquel lugar donde combaten a los mayas rebeldes. Supuestamente la guerra ha terminado, pero todavía quedan alzados, insumisos, hombres que no sacian de pelear. A ese infierno nos llevan.

—No vamos de paseo, entiéndanlo —dice al fin Rosa de Sarón—. Nos llevan a una cruzada. Dios nos ampare, allí no hacen falta vestidos ni pelucas, sino puntería.

—Mira mis mejillas, mira mis pestañas, Rosa —Zazá pone sus manos alrededor de la cara—, ¿cómo puede mi belleza combatir en una guerra?

Compadecemos a Zazá porque no tiene ninguna posibilidad de sobrevivir. La van a hacer pedazos nada más pise el campo de batalla.

—Debemos encontrar esos vestidos —insiste Panzamarrana—, y darnos un gustito.

—Lo sé, yo también quisiera —menciona Rosa menos alebrestada—. ¿Pero quién se puede dar esos gustitos? ¿Quién se ha de vestir de mujer en medio de tanto hombre pecador?

—Me sorprende que todavía lo preguntes—respondo a sus dudas—. Quinita lo hizo.

—Sí, y cómo le fue a la pobre.

—Eso es otra cosa —le digo—. Se fue al fondo del mar, pero se hundió feliz.

5

Era domingo de madrugada cuando el baile fue dete nido por los policías y sometieron a los asistentes, poniéndoles esposas en las muñecas y obligándolos a arrodillarse o tenderse sobre el suelo. Un policía hizo el conteo:

—38, 39, 40… y 41.

La última de las detenidas era Quinita y el peso del número le cayó fatal. No podía permitir que la asociaran con aquellas travestidas a quienes conoció esa noche, gritó que estaba en esa casa por error. Pero nadie cae por equivocación dentro de un vestido, ni tropieza la boca contra un labial carmesí. La habían engatusado, clamó con gritos que no alcanzaron para convencer o ablandar el corazón de los que la tomaron presa.

Siguió temblando en el cuartel de la Montada, repitiendo sin cansancio que ella no era una invertida, que la dejaran libre. Cada vez que una de sus compañeras se acercaba para darle algún ánimo, se irritaba, y no permitió un abrazo, a riesgo de que lo tomaran como otra prueba de jotería.

No hubo nada en sus manos para librarse de ir a Yu catán. Sus lloros y lamentos se habían apaciguado, pero de entre las 12 que se hallaban en la bodega del barco, era la más parecida a un espectro. No paraba de rascarse la cabeza rapada, de modo que ya había rastros de sangre en sus uñas y surcos de carne viva en la mollera.

La dejaron tranquila esa primera noche en el mar, porque por mucho que la mecían las olas, no lograba conciliar el sueño y a más de una asustó al encontrarla en la misma posición rígida, con los ojos pelones y la mano en la cabeza.

—Alguien debe hablar con ella —dijo entonces Chinaca, cuando por la mañana no daba señales de cordura.

Respondió Dreyfus, con su altanería acostumbrada:

—En estos casos lo mejor es un cachetadón.

Se acercó a Quinita con la palma de la mano extendida. El trancazo fue oído en toda la bodega. Con eso le restableció el buen sentido.

Colorada del rostro, dijo en voz baja:

—Quieren destruirnos por bailar.

El ambiente de la bodega se hizo más pesado. Era cierto, iban en barco porque les procuraban la destrucción. Habría sido más fácil que las ahorcaran o las fusilaran, pero se empeñaron en hacer de su castigo un trayecto penoso y cruel. Demasiado caro les había costado ser felices por una noche.

Así estuvieron muchas horas adelante, recostadas boca abajo, sentadas en cuclillas, Clemencia orinando en una bacinica y Zazá vomitando en el suelo. Por allá Rosa de Sarón hincada rezando fervorosamente y Dreyfus quejándose del hedor. Quinita aprendió a cerrar los ojos para no asustar a sus hermanas, pero todavía se llevaba los dedos a la cabeza para rascarse. Así descubrió que la sangre de sus costras le pintaban las uñas de rojo, como si fuera un esmalte.

Las noches de viernes eran las preferidas de Quinita. Salía corriendo de la panadería donde trabajaba y, al llegar a casa, sacaba de debajo de la cama sus pinturas envueltas en trapos viejos. Tardaba horas en pintarse las uñas y cuando quedaba lista se sentía contenta. Aquel pequeño ritual se fue haciendo más complejo, porque de las uñas pasó a embadurnarse la cara con harina que tomaba de su trabajo. Cuando aquello dejó de satisfacerla, compró polvos de colores para sus ojos. Así le fue dando forma a una cara ambigua y la perfeccionó hasta dejarla femenina.

Todo aquello lo hizo cobijada por la privacidad de su casa. Mantuvo en secreto y para sí misma sus experimentos con vestidos que compraba con el pretexto de regalarlo a una hermana. Luego compró zapatillas a una esposa imaginaria y de pie grande, finalmente encargó una peluca para su mamá que se estaba quedando peloncita.

Al verse en un espejo estaba segura de que había mujeres más bellas. No por ello quiso dejar de compartir su imagen al mundo. Ya no le bastó que los viernes se le fueran en arreglarse tan esmeradamente para sentarse a cenar, o para bailar con una almohada, fingiendo que abrazaba a un hombre. Extendió su travestismo hasta los sábados a mediodía, siempre manteniendo las cortinas cerradas.

Hasta que una noche abrió la puerta y el trajín de la calle no se detuvo por su rostro chapeado o sus pestañas afiladas. Sacó el cuerpo y la asfixia de su casa se disipó con el destello de los candiles callejeros. Su tacón fue dando pasos temerosos, pero se mantuvo erguida. Siguió caminando convencida de que la noche era cómplice de sus andanzas y llegó a una cantina donde se daban cita otras travestis. Nada más abrió la puerta, anunció:

—Señoras y señores, díganme Quina y yo les daré masajes.

Se presentó así a sus 32 años y fue ovacionada porque en toda cantina se celebra la novedad y la desfachatez. Quina paseaba entre los parroquianos dando masajes en los cuellos y brazos, haciendo los mismos movimientos cuando amasaba la harina del pan. Los que se dejaban manosear le agradecían invitándole pulque o lo que fuera su voluntad, que a veces eran centavos.

Los viernes por la noche ya no fueron de encierro casero, sino de encierro festivo. Allí lograron apreciarla, porque maricones los había en todas partes, bullangueros y divertidos, mas una que fuera habilidosa con los dedos, que deshiciera nudos en el cuello o se pusiera pícara sobando más debajo de las barrigas, solo Quina.

Mala hora fue en que otro maricón reconoció que sus dotes podían ser populares en mejores tipos de ambientes. La invitó a un baile en casa de una tal Madre Meza, en donde estaban invitados hombres de alta sociedad que recompensarían sus masajes.

—Y no por pulque, querida —dijo el joto que la invitó—. Te dan vino y champagne.

Allá fue, con esa y demás promesas. Al llegar a casa de Madre Meza encontró deliciosas a todas las travestis, unas que parecían señoras bailando y otras que de tan jóvenes y bellas le hacían temer por su rostro poco favorecido. Hizo lo que supo hacer, masajeaba los cuellos y espaldas de hombres que, agradecidos, le daban algún broche o guardapelos.

Luego fue a dar con Chata Figueroa, soberana de las viejas mariconas. Apenas pudo comprender que un hombre llegara a esa edad, con esas arrugas, y todavía tuviera el porte y la elegancia de parecerse a una mujer, un tanto ajada, pero plena. Sentada en una silla de mimbre, Chata Figueroa conversaba con jovencitos mientras fumaba un puro. Apenas se encontraron sus miradas, la anciana le sonrió y dijo:

—A ti te dicen Quinita, ¿verdad, vida mía?

—Sí, señora.

—Me han dicho que tienes manos de ángel y restituyes el alma con sobanderías.

—Algo así, señora, más o menos.

—Deja de decirme señora, vida mía, y dame un masaje en los pies, que ya no aguanto los juanetes.

Chata Figueroa se quitó las zapatillas, sus pies eran del tamaño de tamales. Quinita pensó que, si le había hablado por su nombre, y además en diminutivo, era porque en esa noche ya estaba haciéndose de fama. Por respeto a las siete décadas de Chata Figueroa, se agachó a sus pies y comenzó a masajearla como si fueran un pan de centeno.

Nunca se sintió menos oculta ni extrañó el bullicio destrampado de los borrachos de la cantina. Esto era otra cosa y quiso creer que por fin había encontrado a su tribu.

De pronto comenzaron a escucharse gritos y copas cayéndose. Era la policía entrando con toda su fuerza.

Quinita abrió los ojos para constatar que seguía en la bodega con las otras 11, que no eran una tribu sino un hato de desgraciadas. En una esquina miró a Chata Figueroa y ya no le pareció tan maternal, sino un anciano acabado.

Volvió a llorar, derramó lágrimas que pusieron alerta a los soldados, de tan grotesco que se escuchaba. Les prometieron sacarlas un rato a cubierta, para que no fueran a entregar hombres afeminados y, en añadidura, enloquecidos. Quinita se apartó de las demás y se puso a deambular por el barco sin que ningún soldado no tara que se apartaba del grupo.

Así encontró la peluca con la que, en algunos minutos, se hundiría en el mar.

Portada de "La Travestiada", Yobaín Vázquez Bailón. Colección Tierra Adentro, FCE, 2025.
Portada de “La Travestiada”, Yobaín Vázquez Bailón. Colección Tierra Adentro, FCE, 2025.

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