Tierra Adentro
Portada de “Tapizado corazón de orquídeas negras”, Évolet Aceves. Tusquets, 2023.

Escribo este texto como si se lo contara a un amigo. Tal vez la soledad a la que me enfrento estando en Nueva York, que me ha aislado de mis amigos en México, me hace sentir la necesidad de escribirlo así. Aquí hay muchas verdades, esperando no disgustar a nadie, y si sí, pues ni modo, porque a los amigos y a la escritura se les trata con claridad y de frente, si no para qué escribir.

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En mi experiencia, me han tocado los siguientes escenarios en los que se asume que, por ser trans, o una travesti, o una dama emplumada que escribe:

1. Soy activista.

2. Debo escribir o sobre prostitución o sobre una travesti de escasos recursos o sobre el miserabilismo en la vida de una mujer trans.

Hace muchos, muchos años, quizás antes de leer No se lo digas a nadie (1994), del peruano Jaime Bayly y que compré un buen día en Sanborns, me encontré con un libro empolvado en el librero que le perteneció a mi mamá en sus años de juventud —que me hacen imaginarla leyendo con sus enormes lentes de sol de acetato transparente y cristal desvanecido—, ese diminuto libro que llamó la atención a mis ojos adolescentes se llamaba Del oficio (1972), único libro de la escritora mexicana Antonia Mora y publicado por la editorial Samo, libro que, por cierto, también encontré entre el vasto librero de la escritora Beatriz Espejo, la última vez que la fui a visitar a su casa para entrevistarla, pues tenía o tengo —ya no sé muy bien—, el proyecto de hacer una biografía suya. Es gracias a ella que hoy se conoce a varias de las grandes escritoras mexicanas del siglo XX: Nellie Campobello, Rosario Castellanos, Guadalupe Amor, Guadalupe Dueñas, Amparo Dávila, Elena Garro e Inés Arredondo.

La realidad es que Beatriz Espejo fue la primera en interesarse, muchas décadas atrás, mucho antes que las investigadoras más recientes, no solo en entrevistarlas sino en estudiarlas, analizarlas, perfilarlas, hacer crítica de su obra. Nunca se ha considerado feminista, y su trabajo, aunque enfocado primordialmente hacia escritoras, también lo ha dedicado a escritores, como Julio Torri o Ramón López Velarde, por mencionar solo algunos; asimismo, ha hecho una gran y extensa investigación del cuento breve mexicano, recopilada en la antología El vuelo del colibrí (2016), en fin. Además de investigadora y periodista cultural, ella misma es una más de esas grandes escritoras, cuentista y novelista, la única que sigue viva entre las destacadas de mitad del siglo XX, junto a Elena Poniatowska, naturalmente.

Ayer por la tarde, Beatriz Espejo me habló por teléfono para actualizarme de su estado de salud y contarme cómo va con sus memorias: “estoy por terminarlas, me faltan solo unas diez páginas, tendrá alrededor de doscientas veinte cuartillas, y estoy pensando en dejarlas inéditas, en no publicarlas. Pero te las quiero enviar para que las leas”. Por supuesto que me interesa muchísimo leerlas, de Beatriz Espejo he aprendido mucho, como escritora y como persona, una autora que ha sido infravalorada por quienes hoy gustan de leer literatura políticamente correcta, y me preocupa el que se queden inéditas, yo creo que sus memorias son sumamente valiosas, como lo son las de Emmanuel Carballo, su difunto esposo.

Vuelvo al libro del que venía hablando. Leí  Del Oficio durante mi temprana adolescencia, recuerdo la delicadeza con que trataba ese libro en pasta blanda maltratado por el tiempo, recorría sus páginas para continuar mi lectura morbosa y para recibir el olor a libro viejo cada vez que lo abría. Me imaginaba siendo la protagonista prostituta siendo tocada por los hombres de la novela, y me gustaba rodearme de esa atmósfera religiosa que invade a uno durante las horas de lectura. Claro que entonces habré tenido unos once o doce años, no recuerdo bien ni mi edad ni la trama de la novela, pero fue, tal vez después de haber leído Flores en el ático (1979) de Virginia Cleo (V. C.) Andrews, de mis lecturas eróticas que marcaron cierta fascinación en mí.

Fui lectora precoz, y peor —o mejor— tantito, de literatura erótica. Ese libro, Del oficio, el cual me provoca bastante intriga el paradero de su autora, narra la historia de una prostituta, algo muy bien contado. Sin embargo, como decía, fue su único libro publicado, no se supo nada más de esta magnífica autora.

Por azares del destino, supongo, algún día llegó a mis manos El vampiro de la colonia Roma (1979), de Luis Zapata, novela que saboreé enormemente, y claro, un título imprescindible para cualquier homosexual mexicano que se digne de serlo.

Y menciono ambos libros porque la prostitución me llamó bastante la atención literariamente. Años después, leería Lovetown (2010) del polaco Michał Witkowski, supongo para saciar mi nostalgia por mi tiempo vivido en Varsovia, pero también condensado con gran erotismo travesti, algo inédito para mí y que en Latinoamérica aparecería después en Las malas (Tusquets, 2019) de la argentina Camila Sosa Villada. Para entonces yo tenía muy bien guardadita mi primera novela, después de haber escrito poesía y cuento —de lo cual un 95% permanece inédito— y ni tan guardadita porque intenté publicarla, preguntando aquí, metiéndola a un concurso allá, sin lograr resultados.

Camila Sosa ganó el reconocimiento mundial gracias al Premio Sor Juana Inés de la Cruz por su novela, me alegró mucho ver que una novela sobre una travesti y que una autora travesti o trans fueran acreedora a dicho premio. Pensé, bueno, si en México está teniendo tan buena recepción y si es México el gran canal para que una escritora travesti dé a conocer su literatura a gran escala, aquí estoy yo, una escritora travesti y mexicana, con una novela inédita, gótica, erótica, del género fantástico.

He de confesar que a veces me he sentido traicionada por mi país. No sé si sea porque no escribo sobre prostitución ni la ejerzo, pero esa es mi impresión. A veces pienso que hay una especie de entre malinchismo y desdén hacia esta travesti mexicana que escribe sobre asuntos que no tienen que ver ni con la prostitución ni con las nuevas modas políticamente correctas (pobreza, racialidad, indigenismo, etcétera). Tengo el agridulce sabor de haber sido la primera travesti, la primera mujer trans mexicana, en haber publicado una novela en México. Porque, insisto, las damas travestis también escribimos novelas. Y es agridulce, porque no obstante haber sido la primera, finalmente es triste saber que no hay en México antecedentes literarios, y por otro lado, porque hay una audiencia grande que espera que el primer antecedente en México de una escritora trans o travesti escriba sobre lo mismo que se viene escribiendo y donde se quiere volver a colocar a la travesti: en la prostitución, siempre en la prostitución (añádase pobreza, racialidad, etcétera)

Creo que se puede abordar la transición de género, si así se quiere, de otras maneras, más literarias, creativas, porque las travestis podemos ser artistas sin tener que ser activistas ni prostituirnos. Hay travestis que tenemos otra forma de vida alejada del estereotipo. A través de la escritura se gesta la literatura, y esta es una de las bellas artes.

Para entonces ya había publicado cuentos y poemas en Monstrua (UNAM, 2022), por primera vez publicaba mi obra no periodística, pues antes había estado colaborando en Nexos, La Razón, Este País, con ensayos, crítica y entrevistas, y mi columna en Pie de Página que hasta la fecha conservo, pues meses atrás habían censurado mi columna en… (uno de los periódicos más grandes de México), y no logró salir ni una de ellas porque señalaba a grupos transfóbicos, y esos grupos de choque hicieron de las suyas. En fin, en Pie de Página no existe la censura, afortunadamente; pero en Monstrua, junto a grandes escritoras de mi generación, salieron por primera vez mis poemas, cuentos y fotografías. Eran tantas mis ansias por publicar que hasta abusé del espacio, fui la más atascada.

En mis andadas, con mi novela escrita y tratando de publicar sobre todo mis cuentos o poemas, tocando puertas por aquí y por allá dentro de mis posibilidades, porque claro, mientras trabajaba en empresas de tecnología en Recursos Humanos, pues una tiene que comer —Capgemini, Microsoft y Amazon—, además de que me sentía orgullosa de que, viniendo de toda una vida de escuelas públicas —siempre he sido una ferviente defensora de la educación pública—, pudiera trabajar en dichas empresas trasnacionales, donde la totalidad de mis pares y superiores venían o de familias ricas y/o de escuelas privadas. Claramente entrar a cada una de ellas fue un logro alcanzado.

***

Un buen día se comunicó conmigo el editor de Tusquets. No lo podía creer. Se interesaba por leer más de mi obra, al comentarle que tenía una novela inédita, quiso leerla. Y meses después, ¡pum!:

—Nos ha encantado tu novela, ¿es la primera que escribes?

—Sí, es la primera.

—Nos ha gustado mucho, queremos que la publiques con nosotros.

Mi mundo cambió desde ese día, en ese momento vivía con mi abuelita, era todavía la época de la pandemia o saliendo de ella. Corrí a darle la noticia, se alegró muchísimo, me felicitó con una enorme sonrisa. Como lo digo en la primera dedicatoria de la novela:

A mi abuelita (†), la primera a quien le hice saber

de la publicación de ésta, mi primera novela,

que no alcanzó a leer.

Tapizado corazón de orquídeas negras (Tusquets, 2023), como titulé a mi novela, me hizo ver más allá de las posibilidades de mi realidad hasta ese momento tan alejadas de la publicación de un libro, de una carrera literaria, además, en una editorial que desde mucho tiempo atrás leía en mis ratos libres, en mis traslados de Toluca a Santa Fe, en mis tiempos de descanso en las empresas donde trabajaba, entre cigarro y cigarro.

Todo cambió.

Mi novela es un bildungsroman ligeramente semiautobiográfico, pero para escribirla necesitaba entrar en el mundo de la imaginación. Empezó como un cuento, pero luego ese cuento se me salió a borbollones de las manos, y no podía parar de escribirlo. Yo solo dejé que fluyera, lo dejé desangrarse. Para escribir es necesario alejarse del qué dirán, exprimir la fantasía, jugar a imaginar, esa es mi receta. Y si es necesario, llorar, como me ocurrió en el transcurso de esta novela, porque a veces al escribir se hurga en la memoria y también en el dolor. Y esto en la poesía, en el cuento, en la novela, en el ensayo, en el teatro, géneros que escribo.

Mi novela está ubicada en el México posrevolucionario, primero a inicios del siglo XX, con un sensible y tímido niño de nombre Leonardo, perteneciente a una familia de clase acomodada venida a menos, quien, a través de entradas en su diario, va dejando sus impresiones del mundo, de sus miedos, de su fascinación hacia la feminidad, de los niños de los que se enamora prohibida y perdidamente en el colegio de parvulitos, registros de un niño con unos ojos tan grandes, tan abiertos, como los de Nahui Olin en sus pinturas.

En la novela se intercalan fragmentos de entrevistas en la década de 1920, hechas por un joven y apuesto periodista a la poetisa y fotógrafa Cayetana de la Cruz y Schneider, que en realidad es el pequeño Leonardo pero en su adultez. Cayetana es un personaje ficticio, que yo inventé más o menos basada en mis obsesiones, en mis caprichos, un poco bastante soy yo, aunque situada en otros tiempos, en otra vida y en otras circunstancias. Todos mis deseos, mis juicios, mi cosmovisión y mis penares condensados en una flapper, divina, lúgubre, decadente y emperifollada, a la manera de las señoritas dibujadas por El Chango García Cabral o por Julio Ruelas en las portadas de Revista de Revistas o de El Universal Ilustrado. La hice amiga de Lola Álvarez Bravo, María Izquierdo, Nahui Olin. Vertí mi fascinación hacia las bellas artes, incluí algunos de mis poemas y fotografías también.

Me hace mucha gracia que algunas personas me han preguntado sobre Cayetana, que en qué archivo encontré su historia, que cómo la descubrí, que si tengo fotografías de ella. Ojalá hubiera existido, es también un homenaje a nuestras travestis mexicanas de inicios de siglo, en honor a aquellas que no pudieron aparecer en la escena pública por la reprimenda, el escarnio, el ostracismo, tenemos como ejemplo lo sucedido en el baile de los 41.

Un crítico comentó sobre mi novela algo así como que a mi protagonista le sobra pedrería y plumaje, al principio me enojaba por el tono en que lo decía, pero ahora me parece uno de los halagos más bellos a mi novela, pues, en efecto, precisamente yo buscaba que ese pequeño y tímido niño Leonardo se convirtiera en la femme fatale inalcanzable a su manera, en esa especie de poeta maldita, claridosa y lasciva que era Cayetana de la Cruz y Schneider. Algo que ni siquiera hasta la fecha se nos es permitido porque nos quieren o prostituyéndonos o escribiendo sobre prostitución, que es la nueva esclavitud, pero buenaondita.

Naturalmente no había cabida en mi novela para el miserabilismo, una cualidad que bastante he notado en la literatura contemporánea, y por la cual a veces no dan ganas de leer historias indistintas. Está de moda hablar desde la pobreza, y entre la literatura trans —si se le quiere llamar así — pareciera que hay un triángulo perfectamente cerrado entre muchos editores, escritores y lectores, por leer preponderantemente historias de prostitución, un recurso, como lo dije antes, interesante, pero no solo bastante explotado, sino limitante.

Por eso estoy inmensamente agradecida con quienes me han abierto las puertas, han leído mi novela, han decidido dedicar unos minutos, horas de su tiempo a leer mi novela —o mis columnas—, con quienes se han acercado a mí, o en ferias del libro o en presentaciones o por redes sociales, para platicar conmigo, para preguntarme sobre algún fragmento de mi libro o un poema en particular que les gustó, para contarme sus experiencias, sus inquietudes, para invitarme a dar pláticas o lectures en sus universidades (curiosamente han sido todas  — menos una —  universidades en Estados Unidos y Europa), muy recientemente en la Universidad de Santiago de Chile se graduaron dos estudiantes con una tesis sobre mi novela. Lectores sensibles que me hacen creer que vale la pena seguir con mis convicciones, sí hay a quienes les interesa lo que escribo, cuando hace tan solo algunos años estaba llena de incertidumbre sobre mi escritura.

A ese pequeño Leonardo le hubiera fascinado saber que un día sus lectores llenarían ese libro de marcas, post-its, cuestionamientos, notas, ideas, o que entre sus lectores estaría —él, tan aficionado al teatro, a la música, a la poesía—, por ejemplo, Daniela Romo, mujer de gran sensibilidad y además gran amiga de Guadalupe Amor, escritora que también se encuentra entre mis dedicatorias; o bien, verlo en la sección A en el ordenado librero de Elena Poniatowska, amiga, corresponsal y una de mis mayores influencias literarias y periodísticas, y verlo subrayado a lápiz por ella, con su letra, con múltiples frases o palabras, rayas y signos de admiración por aquí y por allá, atestiguar esa lectura tan atenta es un regalo.

En mi novela escribí lo que me hubiera gustado leer antes y no encontré.

Es retador para una escritora travesti escribir en torno a la belleza y la frivolidad. Escribir historias miserabilistas no me llama la atención. Aunque ahí estén los premios, simplemente no me atrae. Creo que en la escritura lo primordial es satisfacer el placer de eso que al escritor inquieta, envuelve, intriga o divierte. La escritura es un proceso sumamente solitario y egoísta, como lo es también la fotografía.

Entre las contadas autoras trans que he llegado a ver, la gran mayoría retratan su testimonio, su proceso de transición, o su paso por la prostitución. Pero me parece necesario y justo no permanecer en la estrechez, abrirse a las travestis, a las mujeres trans, a las personas no binarias que también escribimos novela, cuento, poesía, ensayo, crónica y teatro. Qué bueno que haya testimonios de transición, el testimonio es indudablemente parte de la literatura —y de hecho las memorias, la autobiografía, son algunos de los géneros que más gozo leer—, pero delimitar las memorias a la transición me resulta un tanto fastidioso como lectora.

Las travestis somos más que una transición a secas, somos más que la prostitución en carne viva. Permanecer en el testimonio de la transición me parece colaborar un poco con esa mirada cisheteronormada de un mundo que solo nos ve como bichos que transitan de un género a otro. Lo verdaderamente revolucionario es arriesgarse a escribir más allá del testimonio. Y no me refiero a evadir la transición necesariamente. Tampoco me niego a escribir sobre personajes cuir, homosexuales, vestidas, etcétera, para nada. Simplemente no es un filtro en el que esté pensando todo el tiempo al momento de escribir. Salen cuando salen, cuando se les antoja salir. Los personajes aparecen como aparecen, el que me permita darme esa libertad de no estar pensando en la orientación o identidad de género de mis personajes o de mis historias, me resulta más inquietante y revelador. El no limitarme a cumplir con expectativas impuestas, explícita o implícitamente, me resulta más interesante como escritora.

¿Por qué a los escritores cis no se les orilla a ser activistas, mientras a las travestis nos quieren a fuerzas escribiendo o militando con motivos justicieros o lastimeros? La justicia está en la equidad, y vida, creo, solo hay una. Y esa la quiero ocupar en escribir sin ataduras de ningún tipo.

A mí no me interesa el activismo, yo escribo porque me interesa la literatura y la escritura, me gusta hundirme en la ficción, en la poesía, en la no ficción, en el teatro. En la reflexión. Pero eso no significa que me interese militar en el activismo. Activistas los hay, y qué bueno que los haya, me parecen necesarios y oportunos; pero las artes no tienen que ir necesariamente adheridas al activismo. Habrá artistas que lo hagan; no es mi caso. Y si por ahí llega a coincidir, maravilloso, pero no es mi prioridad.