Tierra Adentro

Ilustraciones: Donají Martínez

 

El encuentro entre una joven aspirante a escritora y un poeta maldito y famoso sirve de pretexto en este relato para ahondar en las complicadas relaciones entre mujeres y hombres, en las inercias que provoca la soledad, el ego de los creadores y la futilidad de la literatura.

 

Para Salma E. y Noel René C.

 

La cita era a las 6:30 de la tarde, en un bar de la colonia Narvar-te. Contraria a su costumbre, Julia llegó puntual al lugar, demasiado puntual: su nulo conocimiento de la metrópoli la obligó a salir con anticipación, esperaba padecer por lo menos alguno de los innumerables contratiempos por los que la capital es famosa: una manifestación, las calles cerradas, embotellamientos, cualquier cosa que la hiciera arribar al Pool Fiction con los diez minutos de retraso que dicta el buen gusto femenino. Pero no. El metro estaba despejado, las indicaciones que le dio la amiga con la que se hospedaba fueron claras y precisas, el trayecto era corto y los tacones de charol negro (que estrenó exprofeso) nada incómodos.

La vista del lugar la desconcertó: un bar con mobiliario de plástico de la cerveza Carta Blanca y unas seis mesas de billar. Todo muy limpio, eso sí (incluidos los parroquianos), aunque nada acorde con su vestido de coctel. «Menos mal que no me puse las perlas», pensó. Sacó el celular de la bolsa para enviarle un mensaje a su cita, que todavía no llegaba: «Hola, ya estoy aquí, ¿dónde andas?». La respuesta demoró unos minutos: «Tuve que reunirme con mi hermano, se me hizo tarde, voy para allá». Julia suspiró. «No tardes mucho, estoy afuera», escribió. Él contestó con una orden: «Entra. Llego en diez»

Julia se apostó en la barra, se sentía ridícula con su cabello castaño oscuro peinado en un chongo y aquel pesado bolso de piel que se le resbalaba del regazo a cada instante. El cantinero la miró con un gesto que dejaba claro lo que ella era: un personaje fuera de contexto.

—¿Qué va a tomar?

—¿Me puede mostrar la carta, por favor? —respondió Julia, con ese tono falsamente tímido que usan las mujeres cuando quieren agenciarse la simpatía ante una amenaza potencial.

—Sólo vendemos cerveza —bufó el cantinero.

—¡Ah!.. ¿de cuáles tiene? —el hombre soltó una retahíla de marcas que Julia intentó, sin éxito, retener en la memoria—, mejor ahorita le digo, es que estoy esperando a alguien.

El cantinero asintió con desgano y se trasladó a la otra orilla de la barra para atender a la gente que sí venía a consumir. Julia tomó de nuevo el celular para disimular la espera solitaria.

Illich llegó con veinticinco minutos de retraso. Para entonces Julia ya se había convencido de la estupidez que era haberse citado en un bar con un desconocido nomás porque le gustaba su poesía (y también porque en las fotos de sus libros no se veía tan mal). «Qué tal si es un pervertido o, peor aún, qué tal si es un mamón», pensaba. Pero luego de extrapolar un par de tragedias al más puro estilo de serie policiaca norteamericana, Julia recordó que estaban en un lugar público y siempre contaba con el viejo truco de la falsa llamada de emergencia. En conclusión, más que peligrosa, esa cita era una estupidez inocua.

Sin embargo, en cuanto Illich cruzó el umbral del Pool Fiction, Julia supo que el único contratiempo que podría presentársele era la posibilidad de tener que chutarse una conversación soporífica: Juan Illich Rodríguez (Licho, para sus familiares y amigos cercanos), poeta maldito de la generación inexistente, adorado por la crítica y los lectores, famoso por su carácter agrio, se dirigió a la barra para encontrarse con ella. Las amistades escritoriles en común, así como una editorial independiente en cuya antología de escritores alternativos habían sido incluidos ambos, los había impelido a hacerse amigos en las redes sociales. Cuando Julia mencionó que durante el verano pasaría una semana en la Ciudad de México quedaron de verse con el pretexto de que él le vendiera su más reciente poemario.
Juan Illich Rodríguez era un hombre casi al final de sus treinta, alto, de bigote y barba tupida, cabello lacio y escurrido, ojos pequeños, su piel blanca acusaba una larga temporada bajo te¬cho. Flotaba a su alrededor un cierto aire de mortificación perpetua, como si recién hubiera cruzado a pie una estepa cubierta de nieve, quizá por eso llevaba botas de trabajo, camisa de franela a cuadros y pantalón de mezclilla. Todo el conjunto resaltaba su delgadez. Extendió a Julia una mano delicada, escurridiza, en un saludo al que le faltaba vigor.

—Hola —le dijo esbozando una sonrisa que evidenció que sus padres no creían en la ortodoncia.

—Por fin —espetó ella y, en un impulso fraternal injustificable, se puso de pie para abrazarlo— llegas tarde, llevo casi media hora esperándote.

—Lo siento, después de comer con mi hermano intenté terminar un soneto en el que llevo trabajando dos meses, pero todavía no encuentro una palabra que haga rima consonante con «mariscal».

—¿Qué te parece «trigal»? — sugirió Julia. Illich hizo un gesto de desagrado.

—No. No tiene nada que ver con el sentido del poema. Además, dije rima consonante. Mejor no hablemos de literatura, no quiero pelearme contigo.

Julia asintió, desconcertada: si no hablaban de literatura, ¿en¬tonces de qué iban a platicar? Pidieron cerveza oscura y aguardaron a que una mesa se desocupara. A decir de Licho, el Pool Fiction era muy popular gracias a la amplia variedad de cervezas que ofrecía, además de ostentar la virtud de servirlas bien heladas. No hubo tiempo para silencios incómodos gracias a que él rara vez le permitía interrumpir su monólogo sobre lo insufrible que le resultaban su madre y la ciudad norteña donde había na¬cido. Con todo, era un tipo divertido.

Bebieron como cosacos. Hacia las once de la noche Julia se encaminó al baño de mujeres haciendo gala de lo que ella consideró un seductor contoneo de caderas, pero que el resto de los presentes únicamente podría haber calificado como el inseguro serpentear de una borracha piernuda. Por supuesto, Illich no desaprovechó la oportunidad para lanzarle un piropo oblicuo:

—Cuando fuiste al tocador el barman volteó a verme y me hizo un gesto de aprobación. Creo que ahora sí me admiran aquí —Julia sonrió, entornando los párpados. Illich hizo una pequeña pausa y continuó—. La verdad es que preferiría que me respetaran por mi poesía, pero qué se le va a hacer.

—Bueno, puedes contarles que me conquistaste con tus poemas —dijo ella, al tiempo que lo abanicaba con sus pestañas.

Illich hizo caso omiso del comentario y siguió narrando su aventurera juventud: cuando dejó la preparatoria, porque no soportaba los sistemas alienantes, se vio obligado a ejercer los oficios más diversos: intendente en un cine, pintor de brocha gorda, carnicero y una larga lista de etcéteras que se solazaba en detallar, jactándose de que él sí sabía trabajar duro, a diferencia de sus contemporáneos, meros poetas de diván sin experiencia vital.

—Por eso su poesía es mala: no saben nada de la vida, sólo conocen lo que les enseñan en sus escuelitas de escritores, gracias a sus pinches bequitas. A mí el trabajo me ayudó a forjar el espíritu. Mi poesía es honesta y simple, como los obreros, como yo.

«Está tan desesperado por ser diferente… pero eso como quiera, el problema es que no deja de hablar de su mamá. Freud estaría encantado con su caso. Pobre», se dijo para sus adentros Julia. Y, sin embargo, decidió que se iría a la cama con él.

Hacia la medianoche el cantinero malencarado bajó la cortina metálica. Dentro del bar sólo quedaron ellos y los clientes habituales. Julia escuchaba, una tras otra, las inagotables anécdotas de Illich sobre su adolescencia en el norte. A estas alturas ya había corroborado su presentimiento de la tarde: Licho era un mamón de la peor clase, de los que se saben talentosos, pero cuya genialidad no les alcanza para construir una modestia verosímil. En cuanto tuvo esta epifanía, Julia comenzó a sentir aquella atracción por los narcisistas que tantas veces la perdió. Estaba dañada, es cierto. Le consolaba saber que al menos ahora se metía en relaciones conflictivas consciente de que lo hacía por un complejo de Electra mal resuelto. Eso, en palabras de su terapeuta, ya era un avance. «Como entrar en la boca del lobo con un cerillo encendido», añadía ella con una sonrisa tristona.

Abandonaron el lugar dos cervezas después, tambaleándose. Julia aprovechó para asirse del brazo de Illich, quien pretendía escoltarla hasta la estación del metro más cercana. ¿Al metro?, ¿así nomás? Estaba desconcertada: justo cuando todo parecía indicar que la noche se alargaría y de pronto él salía con esto. Ella quería coger, así que le sugirió seguir la fiesta. Él no opuso resistencia, dijo que podían tomar un par de cervezas más en su departamento. Hicieron escala en un Oxxo y compraron un doce de repulsivas Tecate light. Luego tomaron un pesero e hicieron una travesía de cuarenta minutos en los que él se dedicó a hacerle una serie de preguntas sobre poesía que le recordaron aJulia sus clases de literatura de bachillerato. «¿Pues no que no quería hablar de literatura conmigo?», renegó para sus adentros.

El departamento de Illich era blanco, de techos bajos y paredes vacías, sin más muebles que una mesa pequeña, dos sillas, un viejo televisor sobre un banquito y un sofá cama incomodísimo sobre el que descansaba una gata arisca que no se dejó acariciar. «No te le acerques mucho: no le agradan las mujeres, es muy celosa», le aconsejó él. La cocina era un cuartucho en el que se hacinaban un refrigerador grande, una alacena y la tarja con la cantidad habitual de trastes sucios para un soltero. Como la luz del baño no servía, Julia se secó las manos con unos bóxers de Licho por error. Todo estaba dispuesto de manera que no dieran ganas de quedarse ahí más tiempo del necesario. Evidentemente se trataba de una casa que no consideraba a los invitados como una opción bienvenida. El único lugar agradable era el estudio: dos paredes cubiertas de repisas con libros del piso al techo, un par de cuadros e, incluso, una planta junto al escritorio. El único espacio con vida. Licho puso música en la computadora y siguieron bebiendo hasta que Julia pidió algo de comer para controlar un ataque inminente de gastritis. En el refri tampoco había gran cosa. Illich preparó totopos y le acercó un tazón con nueces que, por supuesto, le había mandado su madre.

Hasta ese momento Julia se acordó del libro, le pidió que se lo firmara. Él accedió con una media sonrisa. Cuando se lo devolvió, ella leyó la dedicatoria más estúpida de su vida: «Para Julia: me caes más que súper bien», seguida de un alcoholizado guiño que pretendía ser coqueto. La escena de seducción empezaba a convertirse en un cuadro lastimero, pero Julia había decidido seguir hasta el final, así que fingió chivearse. Illich rio, complacido de sí mismo. Se miraron a los ojos. Ella se preguntaba hasta qué hora se animaría a besarla. Cuando finalmente él la jaló hacia sí, el beso fue, más que placentero, un descanso tras la tensión que implicaba haber estado tratando de interpretar las señales de Licho. El trayecto a la cama fue corto y atropellado. La habitación no podía ser sino austera: apenas una cajonera rústica, otro televisor anticuado y una bata de toalla colgando de un clavo en la pared.

Illich entró en Julia con la voracidad de alguien rescatado de una isla desierta. «Voy a hacerte mía de todas las formas posibles», le dijo él. A ella le sorprendió semejante cursilería de parte de aquella lumbrera de la lírica nacional, prefirió pasarla por alto y dejarse contagiar por sus ansias; quiso arañarlo, morderlo, dejar su marca en ese cuerpo terso y delgado, muy delgado, frágil. Cogieron con una furia muy parecida al amor. Illich era un hombre incoherente: no parecía del tipo al que le gustaran los besos negros, pero los daba; en cambio, en lugar de roncar mientras dormía, emitía unos suspiros dulces y melancólicos.

A la mañana siguiente, él se levantó sin hacer ruido y fue a la tienda por lo necesario para prepararle hot-cakes; tuvo que ponerse una bufanda antes de salir para ocultar los moretones que Julia le había dejado en el cuello. Ella aprovechó ese momento a solas para tomar sus pastillas, en su camino a la cocina por un vaso de agua, la gata salió de quién sabe dónde y trató de morderle un tobillo. Después de desayunar ya no había mucho por decir. Él se acercó a la ventana del estudio que daba a una pequeña arboleda entre los edificios multifamiliares. Los álamos habían comenzado a dejar caer los vilanos, esas semillas que semejan copos de algodón.

—Cuando todo se cubre de blanco me gusta pensar que ha nevado y estoy en otra parte, un lugar mejor que éste —dijo Illich con afectación.

—¿Sientes nostalgia del invierno norteño? —preguntó Julia. Él agitó la cabeza y su cara se trabó en un gesto de amargura.

—Claro que no. Lo que pasa es que mis papás eran comunistas. Nuestro sueño siempre fue irnos a vivir a la Unión Soviética, pero luego se divorciaron y todo se fue al carajo.

—Ah —musitó Julia, incómoda ante ese instante de vulnerabilidad. No supo qué más decir.

—Ya casi es mediodía. Yo creo que ya es hora de que te vayas, ¿no? Quedé de comer con un amigo a las dos y no me gusta llegar tarde.

—Ah —volvió a musitar Julia—. Sí, mejor vámonos. Yo también tengo cosas qué hacer.

Se acicalaron un poco y caminaron hasta la parada del pesero. Era un día claro, de pronto Julia se sintió de buen humor. Después de todo, había sido una noche entretenida y los hot-cakes no estuvieron nada mal. Illich la contempló con detenimiento. Ella le sonrió.

—¿Siempre eres así de alegre? —preguntó él.

—No, la verdad es que estoy diagnosticada como depresiva crónica, por suerte ya existen medicamentos de nueva generación que se encargan de todo —respondió, entre risas.

Illich rió también, luego se quedaron en silencio. Cuando subieron al pesero charlaron un poco sobre nimiedades. Él la acompañó hasta la parada del metro donde había pretendido dejarla la noche anterior. Se despidieron con un beso en la mejilla y la promesa de volver a verse antes de que ella dejara la ciudad. Pero no se vieron de nuevo.

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KSI Photography, 2013. Imagen recuperada de Flickr. CC BY 2.0
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