Tierra Adentro

 

No voy a pedirle a nadie que me crea de Juan Pablo Villalobos, ganadora del XXXIV Premio Herralde de Novela, narra la accidentada aventura de un personaje homónimo al autor que pone en riesgo su vida y la de su familia por inmiscuirse accidentalmente con una peligrosa mafia internacional. Esta obra, hilarante en el particular estilo de Villalobos, explora los límites del humor, aprovechando del absurdo en el que ha caído la realidad mexicana, para sugerir una aproximación crítica e incisiva a la criminalidad, lo políticamente correcto, la corrupción, la comicidad y la delincuencia organizada.

 

Valeria Villalobos: ¿Qué piensas de la tradición de literatura de humor en México?

Juan Pablo Villalobos: Veo dos tendencias muy marcadas. Por una parte, un humor oscuro, tétrico, incluso macabro, que tendría como máximo exponente a Francisco Tario y que conectaría con autores contemporáneos como Enrique Serna o Guillermo Fadanelli. Aquí también cabría una lectura humorística de Cartucho, el libro de relatos de Nellie Campobello. Y del otro lado, un humor de raíces populares, inspirado en la picaresca, en Fernández de Lizardi o José Tomás de Cuellar en el siglo XIX, y que sería el humor de Efrén Hernández, de Salvador Novo, del Arreola más juguetón o de Juan Villoro en la actualidad. Sintetizando las dos tendencias estaría nuestro gran humorista: Jorge Ibargüengoitia. Por supuesto, esta clasificación es una lectura personal.

¿Qué te inclina a hacer literatura que mezcla el humor con situaciones amargas como la delincuencia organizada o el narcotráfico?

Intento escribir un libro como los que a mí me gusta leer (algo, por cierto, que dice el Juan Pablo personaje de No voy a pedirle a nadie que me crea). Y tengo una tendencia, como lector, a la ficción que aborda esos temas amargos con una mirada irreverente. El humor apocalíptico de Kurt Vonnegut, por ejemplo, que es la respuesta que encuentra para poder escribir después del Holocausto. O los disidentes de los totalitarismos, sean de derechas o de izquierdas, que tienden casi siempre a la parodia o al cinismo como vía de escape y de resistencia. Mentiría si dijera que tengo una preocupación, a priori, por abordar los “grandes problemas del país”, por intentar proponer, a través de mis libros, una interpretación de la violencia que está viviendo México. Eso viene después, cuando la novela está publicada y hay que construir un discurso coherente para explicarla. Es un ejercicio muchas veces demagógico, porque esconde la verdad, que es muy banal: el hecho de que lo único que me interesa es leer y escribir y que escribo para mantener ese estilo de vida.

Pasando a tu última novela, No voy a pedirle a nadie que me crea es una obra de lectura accesible. A pesar de que la comicidad de ciertos chistes en el libro tiene un carácter, si bien no fundamental, sí importantemente cultural, hay puntadas afortunadas en chistes que podríamos denominar “de dominio público” sin por ello quedarse en el cliché, como es el caso de la hiperbolización de la oralidad de ciertas latitudes. Pero lo interesante es que más allá de esto logras construir guiños cómicos que se vuelven transculturales porque están sostenidos en la técnica literaria, por ejemplo, las reiteraciones en las cartas de la madre o la insistencia necia del primo. ¿Consideraste un obstáculo la raigambre cultural que hay en ocasiones en la comicidad? De ser así, ¿piensas que lograste superar estas dificultades o crees que la lectura cómica de tu libro está limitada a ciertas geografías?

Creo, en general, más allá de esta novela, que un escritor no puede plantearse los posibles problemas de comprensión o interpretación de lo que escribe. Esto sería una especie de auto-censura. Evidentemente hay un riesgo, que puede llegar al extremo de lo críptico o lo incomprensible, pero no se debe subestimar al lector. En toda lectura hay cosas que se pierden y, en el otro extremo, hay cosas que se sobreinterpretan, siempre hay un lector que viene y te dice que las cucarachas en tu novela son el símbolo del infinito o de la muerte. Eso forma parte de la apropiación que el lector hace y que es condición necesaria para la literatura. Nadie lee un libro de la misma manera. Con el humor pasa lo mismo, podría decirse que nadie ríe de la misma manera. No había otra manera de escribir esta novela: la concebí como una novela transnacional, es decir, que intenta romper la pertenencia exclusiva a una sola tradición literaria, la mexicana, y dialogar también con la tradición española, catalana y latinoamericana. Implica un riesgo, sí, porque el “lector ideal”, como lo entendía Eco, sería alguien que hubiera tenido el mismo recorrido vital que yo, entre México y Cataluña, y que, por lo tanto, podría entender todos los sentidos del texto, incluyendo los chistes. Pero yo no escribo para ese lector ideal, yo trato de escribir para el lector que “distorsionará” con su lectura la novela, que se apropiará de ella, que la hará suya. Creo que sólo ahí se completa la literatura.

La comedia suele estar ligada desde siempre a la crítica. En tu libro me parece que hay dos etapas en la risa del lector. Una aparentemente inocente y otra un tanto incómoda. La risa responde al ingenio: nos burlamos de Juan Pablo porque, de cierta manera, nos sentimos superiores a él. La ingenuidad, algo impermisible en la actualidad, se muestra como debilidad risible. Juan Pablo puede llegar a parecernos un ingenuo que no sabe responder a las desventuras que se le presentan, aunque en realidad, conforme avanzan los acontecimientos comenzamos a incomodarnos porque nosotros, lectores, sabemos tan poco como el personaje. Peor aún, esa superioridad que sentíamos se desvanece al percatarnos de que todos somos vulnerables frente al crimen organizado. La risa, atorada en la garganta por el absurdo y la falta de respuestas, crean una hilaridad sobrecogedora, contradictoria. Es, sin duda, una operación interesante. ¿Crees que “Lo cómico, la potencia de la risa está en el que ríe y no en el objeto de la risa” 1?, ¿crees que tu obra además de ser una crítica a la situación trágica de nuestro país es un escarmiento al lector que la padece? ¿El chiste depende de quién lo cuente o de quién se ría de él?

La risa es problemática por naturaleza, porque es involuntaria, y lo involuntario muchas veces muestra cosas de nosotros que no nos gustan. Si reímos de un chiste misógino, por ejemplo, y si de inmediato, en cuanto se nos corta la risa, nos arrepentimos y “corregimos” mentalmente nuestra actitud, eso no quita el placer que nos produjo la risa, y entonces sentimos culpa. Pero hay que pensar de qué nos estamos riendo. ¿Nos estamos riendo de lo que dice el chiste, es decir, nos estamos riendo porque creemos de verdad que las mujeres son inferiores? ¿O nos estamos riendo del mecanismo del chiste, de su gracia retórica? O incluso más complicado: ¿nos estamos riendo irónicamente de una visión del mundo que considera a las mujeres inferiores? Y la pregunta verdaderamente importante es: ¿podemos reírnos del chiste sin que eso nos haga misóginos? Yo pienso que sí. El chiste, al fin y al cabo, es una ficción. Quién cuenta el chiste sólo determina las fronteras de lo políticamente correcto, quién está “autorizado” o no a contar un chiste. Pero la corrección es el peor enemigo del humor.

En la novela eliminas las variables clásicas del crimen y sólo las insinúas. La tiranía de la criminalidad no se ejercita en el control del dinero de Juan Pablo o en la violencia física perpetrada hacia él o sus familiares, sino en aspectos que parecerían imprácticos a la mafia: una serie de irrupciones injustificadas en la vida privada de Juan Pablo, como la elección del tema de su tesis doctoral o, bien, su relación de pareja. En No voy a pedirle a nadie que me crea casi todos son sospechosos, la mafia está por doquier. Esto parece responder a la situación mexicana contemporánea, donde la delincuencia organizada controla el día a día de la sociedad cada vez más íntimamente, desde todos lados. ¿Tienes una mirada pesimista en torno a la actual situación político-social mexicana o crees que la infiltración de la criminalidad es reversible?

La principal estrategia narrativa que utilizo en la novela es la elipsis. Hago un uso político de la elipsis. La elipsis, lo que no se cuenta, se corresponde con esos vacíos narrativos que tenemos los mexicanos ante la realidad social, política o económica del país. Pensemos en la versión oficial de la historia reciente de México. Pensemos en Ayotzinapa, Tlatlaya, en los escándalos de corrupción. ¿Cuál es el común denominador de estas historias? Que están pésimamente mal contadas. Violan las más elementales leyes de la lógica narrativa. Y lo peor es que no importa, al gobierno ya ni siquiera le interesa que le creamos. Si le creemos, bien. Si no, da igual. Hemos llegado a niveles de cinismo propios de la literatura del absurdo. El neoliberalismo aliado con el crimen organizado se sabe intocable.

Es muy interesante que en tu obra eliminas la espectacularización del crimen, con excepción del final. Durante la novela no hay escándalo mediático, algo extraño para los tiempos que corren; todo se mantiene en secreto, en comunicaciones cortas (un diario, un manuscrito, cartas, diálogos de no más de tres o cuatro personas). Esto nos recuerda a la novela negra, incluso a la comedia de enredo. ¿Qué piensas de la espectacularización del crimen? ¿Cómo crees que la literatura deba comportarse frente a esta espectacularización?

Esa supuesta espectacularización tiene que ver también con lo políticamente correcto. A mí me encantan las películas de Tarantino, yo me rio a carcajadas con las novelas negrísimas de Tibor Fischer, y al mismo tiempo odio las armas y tengo muchísimo miedo de la violencia física, ¡nunca me he peleado en mi vida!, ni siquiera de niño. Echarle la culpa a una supuesta cultura de la violencia promovida desde los medios o desde el arte es una excusa para no reflexionar en las condiciones educativas, culturales, económicas, sociales, familiares, que están detrás de la violencia. Tenemos un modelo económico, educativo y de salud que excluye a millones de personas, tenemos una crisis social marcada por la violencia de género, por la emigración forzada, etc., y le echamos la culpa de la violencia a internet, a una película de mal gusto, a un libro que supuestamente promueve la violencia…

En tu libro ridiculizas constantemente la supuesta superioridad moral del literato, ¿puedes ahondar más en esto?

En el mundo cultural y literario hay la misma corrupción que en otros ámbitos, lo cual, en primera instancia, podría parecer chocante. ¿No se supone que el saber y la cultura, nuestra sensibilidad, nos deberían hacer sujetos conscientes, éticos? Está claro que no. No somos superiores. A veces nos creemos superiores, escribimos desde una posición de superioridad, pontificamos, criticamos, señalamos los males del mundo. Pero la verdad es que la literatura no nos ha hecho mejores personas. Y eso no es un drama, es algo normal. La literatura puede salvarte de muchas cosas, pero no puede evitar que seas un cretino. Lo más “triste” del asunto es que el que cree que con la literatura se puede cambiar el mundo suele ser un pésimo escritor. El humorista, o el clown, subvierte de manera radical esa moralidad. No quiere ser superior, no quiere tener la razón, no quiere entender nada, no quiere explicar nada, vive para la fugacidad del instante en que estalla la risa.

Creo que, para escribir con humor, y para leer con humor desde luego, se necesita cierta dosificación de malicia. Tu novela opera a través de varios registros, narradores y géneros. Los acontecimientos resultan tragicómicos para quienes los viven y humorísticos para quienes los leen. ¿Cuáles fueron las complicaciones de encontrar el tono de tu novela para mantener la comicidad sin incurrir en un exceso de malicia que cayera en la crueldad? Es decir, ¿cuáles son los límites del humor cuando se quiere hablar de delincuencia?

El humor no debería tener límites, como tampoco se les exigen límites a otros tipos de ficción. No veo a nadie preguntándose dónde están los límites del melodrama en las telenovelas. Aquí estoy siguiendo lo que dice Darío Adanti en su ensayo gráfico sobre los límites del humor. Suele decirse que el límite estaría en no herir a las víctimas. ¿Herir? ¿Cómo puede herir un chiste? Si alguien hace un chiste sobre un enfermo de VIH, un chiste que a mí no me haría ninguna gracia porque yo tuve un amigo que murió de esa enfermedad, ¿ese chiste me hiere más allá de la incomodidad pasajera que me produce? Lo pregunto como una provocación, porque creo que es una pregunta muy relevante. Un chiste que se burla de una religión, ¿de qué manera hiere a sus fieles?, ¿esa gente queda herida para siempre, es algo de lo que no se pueden recuperar? Creo que hay mucha exageración para encubrir la verdad: un esfuerzo de censura que intenta imponer una determinada visión del mundo y de la que no se tolera disentir. Al escribir, los únicos límites que deberían existir son los mismos que impone el proceso de escritura, la trama, la estructura, el código de verosimilitud y la lógica narrativa que se hayan elegido.

Además de exponer la gran inmigración que hay en España, ¿qué potencialidades le encuentras a la mezcla y exposición de diversas oralidades lingüísticas?, ¿por qué es tan constante esta hibridación en tu novela?

Esto surge de una crisis personal. Después de vivir trece años fuera de México, diez de ellos en España y tres en Brasil, me di cuenta de que mi manera de hablar y escribir se había transformado sin remedio. Mi español se había “contaminado” por el habla del español de Cataluña, por el contacto cotidiano con amigos argentinos, peruanos o colombianos, y también por el portugués (mi compañera es brasileña y en casa se habla portugués). Llevaba un tiempo haciendo un esfuerzo por “purificar” mi español para recuperar su mexicanidad. Lo hice en mi anterior novela, Te vendo un perro, que escribí viviendo en Brasil. Lo hacía también (lo sigo haciendo), cada vez que voy a México y tengo que concentrarme muchísimo para que no se me escape un “gilipollas” o un “vosotros”. Pero al final me di cuenta de que no podía seguir luchando contra ello, o mejor: que no quería. Esto es lo que soy: así hablo, así escribo. Esta novela, en su mezcla de registros lingüísticos, es un primer paso para reconocerlo. Y debo decir que disfruté muchísimo escribiéndola.

El infortunio nos da risa usualmente mientras no alcance un desenlace fatal, ¿por qué suspender la risa con el súbito final de tu novela?

La idea original de la novela era ésa: una novela que no se puede seguir contando porque se queda sin narradores, porque sus narradores desaparecen. Eso tiene una lectura política, que, como ya dije antes, es posterior a la escritura. La verdad es que me seducía mucho la idea como estrategia narrativa, llevar el uso de la elipsis al límite, jugar con las expectativas del lector, con su frustración. Últimamente me ha dado por pensar que cuando termino un libro “redondo”, con un final bien escrito donde se anudan todos los hilos sueltos y donde se encuentran todas las respuestas, me queda una satisfacción de “buena lectura” que, al cerrar el libro, me permite volver a la vida, a la realidad, “como si nada hubiera pasado”. En cambio, cuando el libro no se soluciona del todo, cuando queda abierto o inconcluso, tengo el sentimiento de que se mete en la realidad, que se extiende hacia la vida, que no te deja en paz y te acompaña, aunque sea un poco más después de terminar su lectura.

¿Crees que todo drama con el tiempo se vuelve comedia?

No me parece una regla certera. Habría que determinar cuánto tiempo tiene que pasar, porque al menos yo tengo algunos dramas de mi pasado que siguen siendo dramas. Y también algunas comedias que ya perdieron todo su chiste.

¿La verdad tiene estructura de ficción o la ficción tiene estructura de verdad? ¿Por qué crees que es pertinente generar literatura humorística hoy en día?

Esa frase de Lacan la perfeccionó Daniel Sada: porque parece mentira la verdad nunca se sabe. En eso sí que creo. ¿Por qué nos reímos? Porque sí. Porque nos hace humanos. Hay que hacer literatura humorística porque sí.

 

1 Baudelaire: Sobre la esencia de la risa.