La soledad embellecida y otras claves en la obra de Sofia Coppola
Cuentan que fue Thurston Moore de Sonic Youth quien le recomendó Las vírgenes suicidas a su amiga Sofia Coppola. Tal vez fuera la nostalgia suburbana de la novela de Jeffrey Eugenides lo que la hiciera tomar la historia de las hermanas Lisbon para debutar como autora de largometrajes luego de evidenciar sus limitados dotes actorales. O tal vez fueran las vidas atribuladas de las Lisbon (“obviamente, doctor, usted nunca ha sido una chica de trece años”, dice la menor de las hermanas luego de su primer intento de suicidio) el sitio detrás del cual parapetarse para establecer un estilo en el cual las aflicciones por livianas que parezcan adquieren el peso de lo monumental sin renunciar a la belleza. Desde entonces hasta ahora, con una trayectoria que se debate entre la reiteración de un estilo y breves devaneos, Coppola puede ostentar el mote de autora, pero ¿qué ha definido a la directora neoyorquina en cincuenta años de vida y poco más de veinte de carrera?
Existen varios prejuicios alrededor de su obra, la cual oscila entre un gusto generalizado entre los miembros de generaciones que crecimos viendo listas con los diez videos musicales más populares del momento y una crítica reticente a su trabajo (ya sea por considerarlo pastiche de autores más notables y menos populares o por presuponer un recorrido abreviado gracias a su apellido). Por ejemplo, en la crítica parece instalado el lugar común según el cual se puede leer la filmografía de Coppola como el de una niña rica aburrida y achacarle a esa estrechez de mira la falta de representación de personajes orientales en una película ambientada en Tokio (Lost in translation, 2003) o de afroamericanos en un relato que transcurre durante la Guerra Civil (The Beguiled, 2017). Se trata del mismo prejuicio que lleva a buscar en sus protagonistas un trasunto de su autora, lo mismo sea una reina del siglo dieciocho (Marie Antoinette, 2006) o una neoyorquina adinerada convencida de la infidelidad de su marido (On the rocks, 2020). Parece haber en su ostensible privilegio un argumento corriente para desacreditar la “belleza superficial” que enmarca y caracteriza a su trabajo.
Sin que dichos prejuicios o lugares comunes dejen de tener algo de cierto, existen algunas claves –también bastante generalizadas– que no atienden a Coppola como autora solamente, sino a sus relatos audiovisuales: ese barniz de paletas de colores pastel y bandas sonoras de indie rock. Como escribió Lilly Ball en New University, a través de cada película ha creado un mundo donde la aflicción es de alguna manera romántica, con un telón de fondo de bandas sonoras de moda y una cinematografía deslumbrante; películas que siguen un cierto tema de “blonde tragedy” y que colocan a los espectadores en los corazones de las jóvenes que enfrentan sus propias dificultades, ya sea la soledad, el desamor o una revolución inminente.
Así, por ejemplo, constantemente aparece la idea de que sus personajes muchas veces se hallan en el tránsito de una crisis, una suerte de retrato que precede a la tragedia. Ocurre con las hermanas Lisbon antes de que sus cadáveres sean encontrados y con María Antonieta antes de que la Revolución toque a su puerta. Relatos en los que, como la filmografía de Coppola, podría pensarse que se fijan y magnifican los árboles que no dejan ver el bosque. La novela de Eugenides, como la película de Coppola, narra detrás de la acomodada y aburrida vida suburbana la alteración del paisaje: el deterioro creativo de Detroit –como dijo el propio Eugenides en una entrevista: existe un cierto placer en las ruinas porque en ellas se percibe un sentido trágico no sólo del lugar sino de la vida misma. ¿Qué son las Lisbon sino ese sentido del “poso melancólico de sus vidas” que los narradores de Las vírgenes suicidas atribuyen al sepulcro blanqueado que fuera en un tiempo la casa de las hermanas? Algo parecido ocurre con María Antonieta, donde los macarons ocultan un relato que al final emerge: las antorchas del descontento y la extrañeza de una adolescente que no se entera de lo que ocurre más allá de los jardines.
La soledad como báscula de la vida es probablemente el gran tema de sus películas, una soledad que se acentúa con el lugar que ocupan los personajes tanto en el relato como en el cuadro. Si en The Virgin Suicides (1999) el punto de vista era el de los mirones, condenados a observar desde lejos a través de ventanas o binoculares, el de Lost in translation (2003) es el que traslada a sus protagonistas de los márgenes solitarios al centro de un amor no romántico. De las ventanas por las que se cuela un inconmensurable skyline a una cabeza recargada en un hombro. Esos mismos márgenes son donde se sitúa el protagonista de Somewhere (2010). En la introducción lo vemos entrar y salir de escena a bordo de su auto deportivo, en círculos recorre el desierto, evidencia el hastío de quien lo tiene todo; en la última secuencia, en cambio, la cámara sigue al auto al centro de la imagen, ya no dando círculos sino avanzando hacia la carretera vacía en la que será abandonado. Hay en ambas escenas, con “Love like a sunset” Pt I y Pt II de Phoenix, otra de las claves de sus películas: el contrapunto que dan las canciones.
En una conferencia, la propia Sofia Coppola explicaba el ritmo y tono de sus películas a partir de sus bandas sonoras. Si la referida Somewhere era lenta, minimalista y contemplativa, como la canción de Phoenix o “I’ll Try Anything Once” de The Strokes, su siguiente película, The Bling Ring (2013), por el contrario, era rápida, colorida, con cortes veloces como un videoclip o como un scroll por una red social (no por nada se trata de su primera película rodada en digital). En diversas ocasiones se ha comparado el estilo de Coppola precisamente con el de un videoclip, a pesar de que al día de hoy ha dirigido más largometrajes que videos musicales. Lo que es verdad es que la música ocupa un lugar relevante en su filmografía, no sólo por marcar el tono sino por capturar el clima cultural de una época, como la escena de derroche en una discoteca al ritmo de la idea de felicidad y eterna juventud que vende el house progresivo en The Bling Ring, o desplegar un anacronismo que enmarque el ánimo de sus protagonistas, como la aparición de “What Ever Happened” en Marie Antoinette (una manera de reforzar la falta de correspondencia temporal en la película).
En su libro The Politics of Visual Pleasure (2018), Anna Backman Rogers sostiene que la clave en la obra de Coppola parece estar en que “si no podemos comprometernos con la superficie de la imagen como una provocación, perdemos por completo su significado”. La superficie, dice, es profundamente significativa en los mundos de Coppola. Sin que los argumentos en su contra lo sean, pareciera que poner el foco en la superficie despeja apenas una parte de la cuestión ¿Qué nos lleva a elogiar o criticar su obra a partes iguales y qué dice eso de nosotros como espectadores? ¿De dónde debería provenir, por ejemplo, una realizadora que retrate desde la ambigüedad moral los pesares de una reina adolescente o de una panda de chicos obsesionados con la fama? ¿Será que la nadería debe ser abordada exclusivamente desde la afectación? ¿No hay brillantez formal en los “anuncios publicitarios” con los que habitualmente se compara también a la obra de Coppola?
Creo que uno de los trabajos breves da la clave para capturar su estilo. No se trata de una película, sino de un video musical: “Chloroform” de Phoenix, la banda de su esposo. En él se hallan algunos de los elementos recurrentes a lo largo de su obra: la fascinación por retratos femeninos en quiebre, la música como amplificador de las emociones y el improbable origen de su inspiración. Una navidad, su cuñado le regaló el libro titulado The Age of Adolescence de Joseph Sterling; en él, una fotografía muestra a una adolescente en un arrebato emocional, inconsolable, cuya composición no renuncia a una belleza formal. En el video –el cual conserva el sepia de Lick the Star (1998), su primer cortometraje– la banda aparece dando un concierto, mostrándose distantes e inalcanzables tal y como recubre la celebridad. El foco del video, sin embargo, no está en ellos, sino en las chicas que los escuchan en primera fila. En una entrevista con Anne Morra, Coppola cuenta, a propósito del video, que siempre le ha interesado cómo actúa la gente en torno a las celebridades, ya que lo vio desde una edad temprana. En sus películas, le dice Morra, evoca “mundos complejos en los que las mujeres jóvenes habitan y deben aprender a navegar por sí mismas” y después le pregunta por la ausencia de hombres entre la multitud; quería que fuera una fantasía de chicas jóvenes que intentan capturar el sentimiento que recuerdo de ver bandas cuando era joven, le responde, “una audiencia de fantasía, todas chicas jóvenes y bonitas”. Su respuesta no oculta la forma con la que ve el mundo y su manera de tratarlo, son las de alguien que convivió con el lujo desde niña y que sin embargo siempre se fijó no en las celebridades sino en lo que producía la celebridad alrededor suyo: extrañeza y soledad, justo como en sus películas.