Tierra Adentro

Gabriel Rodríguez Liceaga, el Neb (o el Gaby, como algunos lo conocen), publicó hace unos días una columna sobre la nostalgia por la Cineteca antes de que fuera remodelada en 2012.

Su argumentación es que se tiene que huir de este recinto porque ahora, más que un espacio para ver cine distinto al de Cinépolis o Cinemex, es uno de moda conquistado por gente gustosa de un venue,, y que ver una película ahí es parte (mínima) de una experiencia.

Su conclusión: «Los desposeídos, los que no creemos que ver cine en blanco y negro es como hacer tarea, los abandonados del fin de semana, los que no buscamos una película que “nos cambie la vida”, nosotros, necesitamos un nuevo foro donde ir a pasar el rato y esperar nuestra función, libro en mano, en agradable compañía del silencio. Porque el cine se tiene que ver en pantallota y con la tribu, no hay de otra».

Los comentarios de los lectores en la página de Frente son de dos tipos: unos que comparten la nostalgia y otros que lo acusan de clasista.

Hay un poco de verdad en ambos porque comparten la raíz.

Lo mejor que ofrecía la Cineteca antes de ser remodelada y masiva, era la posibilidad de explorarla (tanto en sus rincones para el faje como en su oferta de pelis): se podía llegar sin un plan y aventurarse con algo de lo que no se sabía nada.

La nostalgia es «nos quitaron nuestro juguete». Y no está mal sentirla, no está mal querer que las cosas sean como cuando éramos felices. También extraño esa Cineteca en donde el cubo espacial era la única referencia. Sólo que esa nostalgia puede convertirse en exclusión: ¿qué culpa tiene un adolescente de quince años que hasta ahora va a la Cineteca? Algún nostálgico más antaño podría aducir que se si el cine no se ve en 35 o 16mm no vale la pena; si se quiere ser más radical, incluso el color o el sonido podrían estorbar a la experiencia primordial de ver cine.

Es positivo que la Cineteca se llene. Aunque la gente no considere que ver la película sea lo importante (un presupuesto que necesita demostrarse) o que esté de moda ir a un venue, la Cineteca es un buen espacio de exhibición cinematográfica. Antes y ahora. El corte es el mismo desde que aquella que se quemó: películas distintas a la oferta de cadenas comerciales, organización de festivales, la muestra internacional, el rescate del cine mexicano, etcétera. Lo único que ha cambiado es que ahora tiene más salas y que va más gente.

Desde esa perspectiva, sí, muchos «desamparados» perdieron su lugar, pero otros ganaron el suyo. Es decir, los públicos no se excluyen y si un adolescente de quince años va tres veces por semana a la Cineteca porque es cool reunirse con sus cuates ahí y si en esa «vuelta por la plaza» se revienta una que otra película de Marker, de Fassbinder o de Glauber Rocha, estará consumiendo otro tipo de cine; su mirada, por lo menos, se hará más amplia.

Que tampoco ésta es una apología de la Cineteca.

La Cineteca, como cualquier sala de exhibición, tiene la desventaja de la enajenación que ya muchos teóricos han notado: el formato es quedarse quieto y voltear siempre hacia la pantalla (en una versión menos extrema que la tortura de Alex DeLarge, pero esencialmente es la misma), diluirse en la identificación con los personajes y ser masa.

El poder ideológico del cine, por su puro formato de consumo, ha sido aprovechado políticamente por todos lados. Desde las improntas estético-soviéticas de Vertov con sus Kino-Pravda, hasta la normalización axiológica y política (con los gringos empresarios como salvadores del mundo) de John Favreu en Iron Man, el cine se muestra como la herramienta nulificadora por excelencia del capital: si no los puedes controlar, atáscalos en salas de cine, apaga la luz y que desaparezcan. Dale fantasías al público, hazlo creer que puede ser como los héroes de las películas y conquistar a las heroínas de la pantalla.

Como bien vio Benjamin, el cine es el arte de controlar imperceptiblemente al ser humano a través de la máquina pero, como es masivo, abre la posibilidad de hacer explícita esta dominación.

Antes de la remodelación de la Cineteca, esos asistentes desamparados y solitarios sufrían bajo este yugo, lo supieran o no. Si acaso hay que huir de la Cineteca, hay que hacerlo por mejores motivos que la nostalgia: se huye de la enajenación y eso sólo se logra si se piensa que no existe el cine inteligente sino inteligencia sobre el cine.

El espacio que perdieron puede (y debe) ser recuperado en otro aspecto: luchar contra la sujeción del cine a partir la crítica. Los espacios idóneos, entonces, no serán micro Cinetecas personales sino los cineclubes.

En la dinámica del cinedebate y de la proyección por ciclos, el espectador se vuelve activo, le responde al cine —que mientras dura la película es un discurso aplastante—. Si al final, junto con otros, se crea una mirada crítica (o por lo menos se intenta), el poder de dominación del cine se vuelve posibilidad de su cuestionamiento y, por lo tanto, de independencia.

La Cineteca, ni antes ni ahora, es un espacio de ese tipo.

Los desposeídos de Xoco (y todos, pues) deberíamos buscar esa forma crítica del cine.

Tal vez la nostalgia es por algo que nunca hemos tenido.