La reinvención de Playboy
Una foto en blanco y negro de Marilyn Monroe, saludando sonriente en el primer número; Pamela Anderson, puro sol, exceso y exuberancia, mostrándolo todo en las páginas interiores; o tus estrellas favoritas, en las portadas de las ediciones locales, sensuales como nunca las habías visto —en Argentina, mi país, es muy recordada la de Dolores Fonzi—, mirándote desde el puesto de diarios cubiertas por esas bandas negras que decían “censurado”: desde los años 50 hasta más o menos los primeros años del siglo XXI, cada generación tuvo su versión de Playboy.
Para nosotros, Playboy fue mucho más que una revista: representaba las encarnaciones que en cada época tomaba el paradigma de la sensualidad femenina, la intersección entre lo que se deseaba en privado pero también, por primera vez, se mostraba en público. Eso es lo que, en palabras del filósofo español Paul Preciado, inventó el editor Hugh Hefner: no la circulación de imágenes de mujeres desnudas para consumo masculino, sino “el modo en que hacía irrumpir en la esfera pública aquello que hasta entonces había sido considerado privado”[1].
Esa es la novedad que trajo Playboy y la que para Preciado es la característica fundante de la pornografía moderna. Y aún así, quedarse con esto solamente sería decir poco sobre la importancia cultural que supo tener el imperio de Hugh Hefner.
Desde su primer número en 1953, Playboy se propuso —de forma bastante autoconsciente, a juzgar por sus editoriales y las declaraciones de Hefner— una subversión de los ideales puritanos que imperaban en los Estados Unidos de la segunda posguerra.
En algún sentido, antes de que los hippies del verano del amor y las feministas de segunda generación hicieran sus críticas al modelo de familia norteamericana de la época, Playboy enarboló su propia revolución sexual: una que no estaría protagonizada por las mujeres, ni por las disidencias sexuales, ni por los pacifistas, sino por los varones solteros adinerados. A estos sujetos —y a los varones casados o pobres que aspiraban a encarnarlos— se dirigió Hefner, no solamente a través de las miradas invitantes de las conejitas, sino también del resto del contenido que la revista traía, curado y producido con la misma inteligencia y atención al detalle que las producciones fotográficas.
A diferencia de las revistas masculinas que circulaban antes de ella, dirigidas a buenos maridos que se escapaban a pescar o cazar para descansar por un rato de sus vidas domésticas, Playboy proponía un tipo de escape completamente distinto, y de alguna manera, incluso, femenino: meterse en la cocina para hacer un cóctel, elegir con cuidado la ropa que uno se pondría esa noche para ver a la novia, disfrutar de una novela o un buen disco de jazz a la luz de las velas o incluso de una larga entrevista con un poeta —como aquella realizada en 1969 al mismísimo Allen Ginsberg—. Todo eso, por primera vez en la historia, sin ser sospechado de homosexual gracias a esas mismas conejitas desnudas que nos recordaban todo el tiempo la virilidad del recién nacido playboy.
Entre los años 50 y 70, Playboy se enfrentó alternadamente con los conservadores que acusaban a la revista de amenazar las buenas costumbres americanas, y con las feministas, para quienes Playboy representaba a las mujeres como objetos sexuales y no sujetos legítimos. La revista salió airosa de ambas peleas: el puritanismo sexual iría perdiendo terreno a lo largo de lo que quedaba del siglo XX, y las feministas más visibles de la segunda oleada —Andrea Dworkin, Betty Friedan y Gloria Steinem entre otras— sostuvieron públicamente posiciones que se confundían demasiado con la pacatería como para que la juventud, envalentonada en la revolución del amor, se sintiera representada por ellas.
Derrotados momentáneamente estos dos adversarios en el mainstream, los años 80 y los 90 serían décadas gloriosas para Hefner y su revista: el capitalismo consumista que Playboy había celebrado como garantía y símbolo de la libertad estaba en su mejor momento, los yuppies reemplazaron a los hippies como el sujeto aspiracional de esa generación y el discurso postfeminista que repitieron productos orientados a mujeres como la revista Cosmopolitan y la serie Sex and the City —la idea de que el feminismo ya no nos hacía falta y con un buen par de tacos, la dieta de la luna y un vibrador último modelo las mujeres nos las arreglaríamos— se volvió hegemónico.
Todo conspiraba a favor de la vigencia de Playboy y el estilo de vida que proponía. Los hombres dejaron de esconder sus Playboy para mostrarlas orgullosos en sus livings como objetos de culto; para las mujeres, ser “una conejita” pasó de ser una vergüenza y un deshonor para ser casi una aspiración.
Paradójicamente, la caída de Playboy no fue provocada por sus adversarios o sus defectos sino por su propia victoria cultural: a medida que la desnudez se volvió ubicua y el porno hardocre empezó a estar por todas partes —a consecuencia, también, de la aparición de internet— su razón de ser se fue volviendo cada vez más difusa.
La revista intentó mantener su halo de exclusividad y elegancia como marca, pero ese intento de distinción chocaba con la imagen más bien kitsch del resto del imperio Playboy, que el propio Hefner vendió en carne y hueso en su reality “The Girls of the Playboy Mansion” y que para el siglo XXI era el verdadero sostén económico de la empresa. Los siguientes años vieron la aparición de las redes sociales y, con ellas, de una generación de varones a la que las pantuflas, la bata de seda y la pipa de Hef solo le hacían recordar a sus padres —cuando no a sus abuelos— y una de mujeres a la que la figura silenciosa y atontada de la Conejita le parecía cada vez más anticuada.
La crisis de identidad de Playboy no hizo más que profundizarse. A fines de 2015, en una comentada decisión que puso a Playboy brevemente de vuelta en boca de todos, la revista anunció que no publicaría más desnudos totales; un año después, con un número que llevaba en su portada la frase “Naked is normal” (“la desnudez es normal”), Playboy se volvió sobre sus pasos. Finalmente, hace un año, con Hugh ya fallecido y ninguno de sus descendientes en la empresa, la revista decidió encarar una transformación definitiva a la medida de los nuevos tiempos.
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La nueva Playboy se ve, ya desde su estética, muy diferente a su predecesora: una frecuencia algo menor —cuatro números anuales en vez de seis— les permitió a los editores aumentar la cantidad de contenido, de modo que cada volumen tiene el look “ladrillo” de una edición de anuario. No hay avisos, el papel es mate y el famoso tagline “Entertainment for Men” (“entretenimiento para hombres”) brilla por su ausencia.
En febrero de este año, poco después del silencioso relanzamiento, el New York Times publicó un extenso perfil en el que presenta al “triunvirato millennial” a cargo de la revista (compuesto por un varón públicamente gay y dos mujeres) y a la nueva visión más en general: desnudos artísticos y diversos, posiciones políticas fuertes y —sobre todo— una intención abierta de transformar a Playboy de una revista para hombres a una revista para todo el mundo.
A la fecha de la nota, la audiencia de Playboy estaba compuesta en un 75% por varones; la aspiración de mediano plazo, dice la jefa de Marketing Rachel Webber, es alcanzar un 50% de lectoras mujeres. Webber insiste con el objetivo de “ser relevantes” en el mercado actual y, para eso, la necesidad de “tomar posición sobre ciertas cosas”.
Mirando tanto los números impresos como la nueva web, el rebranding de Playboy recuerda al que la revista Teen Vogue intentó hace unos años: un acercamiento a las causas vinculadas a la diversidad —racial, de género, de tipos corporales—, llegando incluso a posicionamientos políticos partidarios claros —tanto Teen Vogue como la nueva Playboy son definitivamente anti Trump— y, sobre todo, la voluntad firme y explícita de distanciarse de los estereotipos de género que eran la base de la propuesta de este tipo de publicaciones cuando fueron creadas y durante la mayor parte de sus existencias.
Esa voluntad coincidió, en ambos casos, con un intento simultáneo de mantener “algo” de la marca original: en el caso de Teen Vogue —que, luego de un período prometedor, dejó de salir en papel por decisión de su compañía madre Condé Nast—, se intentó conservar algo del tono coloquial y de la preocupación por acercarse a lectoras adolescentes, pero justamente teniendo en cuenta que a las adolescentes del siglo XXI —al igual que a las que las precedieron— les interesan la política, la literatura y la música tanto o más que elegir el mejor pantalón para la forma de sus caderas.
En este sentido, Playboy tiene múltiples ventajas: a diferencia de una revista como Teen Vogue, que durante muchos años se ocupó de moda y celebrities, el contenido sofisticado, inteligente y potenciado por firmas prestigiosas ya era parte de la de identidad de Playboy, al igual que el tono desprejuiciado y los planteos políticos sustanciosos. Todos estos elementos pueden encontrarse en los nuevos números, en una combinación que parece hecha a medida de la juventud del siglo XXI, y con un cambio de enfoque clave: tal como prometían en el New York Times, la curaduría editorial de la revista hace un esfuerzo explícito por reconocer que en su audiencia hay —o puede haber— mucho más que varones heterosexuales. Así, una incisiva cobertura del corresponsal en Washington Alex Thomas sobre el proceso de impeachment a Donald Trump se cruza con una nota hecha con el mismo cuidado y seriedad sobre el futuro de la industria de los juguetes anales.
Frente a este presente cool e inclusivo, la sensación es que hace falta hablar del elefante en la habitación: la historia de Playboy está plagada de contradicciones, y no se puede ignorar que aportes valiosísimos y progresistas como sus célebres entrevistas a Muhammad Ali, Martin Luther King y Malcolm X —entre otros— convivieron con una imagen de la subjetividad y la sexualidad femenina muchas veces algo pobre. Mientras los varones que circulaban en la revista eran intelectuales, artistas y políticos de renombre, las mujeres aparecían generalmente solo como imágenes bellas, sin agencia ni pensamiento propio. Bien podríamos decir —como argumenta el artículo ”Does Playoy know who its readers are?” del portal feminista Jezebel— que la nueva revista no termina de hacerse cargo de esta historia; más bien piensa que puede hacer borrón y cuenta nueva, quedarse con aquellos aspectos de la tradición Playboy que se pueden “reciclar” más fácilmente y pretender que los otros no existieron. Y aunque en algún sentido esto es cierto, la revista funciona mejor cuanto más se apropia del legado de Playboy, reivindicando lo bueno y distanciándose explícitamente de lo malo. Así, por ejemplo, una nota sobre la vida sexoafectiva de las estrellas porno presenta las ideas e impresiones de estas mujeres que llevan décadas en las páginas de Playboy, pero cuyas voces, experiencias y saberes jamás habían sido tomadas en serio.
En otro caso interesante, para su número sobre género y sexualidad, los editores repasaron la historia de la relación entre Playboy y la diversidad sexual, tanto en sus redes sociales como en la revista: recordaron a todas las modelos trans que alguna vez se vieron en Playboy y también la célebre publicación del slogan “gay is good” (“gay es bueno”), como título de una valiente carta de lectores en 1969.
La nueva Playboy es astuta, y eso es positivo: en lugar de vivir haciendo un mea culpa por sus pecados de antaño, aprovechan las partes más positivas del pasado de Playboy para apropiarse de un legado que tiene muchos motivos para el orgullo.
Quizás lo más complicado de la marca Playboy desde el punto de vista de los millennials no sea el modo en que se retrataron el sexo y las mujeres, sino un rasgo identitario característico que parece más difícil de reactualizar: la relación con la riqueza, el lujo y la ostentación de la banalidad. La tapa del número sobre el placer, publicada para el otoño norteamericano, está protagonizada por la influencer billonaria Kylie Jenner; su novio, el rapero Travis Scott, participó de la dirección de su sesión de fotos y le hizo una larga entrevista que parece una pieza publicitaria pagada por la pareja. Como es de esperarse, nada interesante se revela en una entrevista como esta. Tampoco es una sorpresa, teniendo en cuenta que Jenner se ve muy bella en las fotos pero no tiene absolutamente nada para decir: es, al final del día, una estrella de reality que nació millonaria y fundó una marca de cosméticos, aunque en la nota se refiera a su creatividad y “su capacidad de superar la adversidad”.
En una revista con una tradición de entrevistas como Playboy —Jan Wenner, el fundador de la revista Rolling Stone, dijo incluso que la clásica entrevista de Rolling Stone tuvo como inspiración al modelo establecido por Playboy— es frustrante que un número clave como es el del placer elija poner en el centro una conversación en la que Scott y Jenner se regodean en lo fácil que es la maternidad para ellos, lo fantástica que es su vida sexual a pesar de todos los mitos sobre sexo y bebés (¿será igual para aquellas parejas que no cuentan con un ejército de babysitters?, podría preguntarse una entrevistadora incisiva) y repiten un montón de lugares comunes sobre el compañerismo.
Es un poco gracioso leer a los editores hablar de la profunda transformación de Playboy para llegar al progresismo millennial y luego cruzarse con semejante nota de tapa; es cierto, de todos modos, que Playboy siempre fue también eso, la revista que creía que quien se viste con ropa cara y toma el Martini como hay que tomarlo ya ha hecho un contribución suficiente en este mundo. Es difícil imaginar cómo cuadra esa parte de su identidad en este nuevo destinatario al que quieren dirigirse, jóvenes cada vez más críticos de las jerarquías socioeconómicas, para quienes la ostentación al estilo Kardashian es en el mejor de los casos algo demodé —y en el peor, una vulgaridad—.
Tal vez, en realidad, sea una idea genial: en el fondo, esa combinación de crítica social inteligente y frivolidad sin autoconsciencia ni ironía es exactamente lo que patentó Hefner en ese primer número, desde el que la sonrisa de Marilyn nos mira, cristalina, para siempre.
[1] Preciado, Beatriz, Pornotopía. Arquitectura y sexualidad en “Playboy” durante la guerra fría. Barcelona, Anagrama, 2010, p. 27.