La poesía es algo que sucede mientras estamos tomando una cerveza: Jardín de invierno, de César Silva Márquez

Titulo: Jardín de invierno
Autor: César Silva Márquez
Editorial: Bonobos Editores
Lugar y Año: 2018
Hay poetas con quienes uno quisiera comulgar en un plano etéreo, como si fueran nuestras musas particulares, con tal de canalizar su esencia. Luego, hay poetas con quienes uno quisiera echarse un trago y soltar la lengua un rato. Después de todo, el alcohol y la poesía han sido cofrades desde sus principios bacanales: la uva y la épica comparten el mismo dios.
Con Omar Khayyam, por ejemplo, sería cuestión de ordenar una jarra completa de vino:
A Book of Verses underneath the Bough,
A Jug of Wine, a Loaf of Bread—and Thou
¿Y si fuera Oscar Wilde nuestro interlocutor? Champaña sobre hielo sin duda o, en todo caso, absenta si se pone ríspida la cosa. Con Dorothy Parker, mejor un whiskey sour para aguantar el filo de su ingenio. Con Dylan Thomas, un whiskey solo, o máximo dieciocho —para entrar a esa buena noche, mas no dócilmente.
En el caso de César Silva Márquez, igual que con Charles Bukowski, la poesía es algo que sucede mientras estamos tomando una cerveza. O, mejor dicho, echándonos una cheve, aquel “buen desinfectante de verduras no causa enfisema, cura ganglios y arregla gargantas”.
Y así podemos soltar la carga del ego que lleva como lastre aquella figura del poeta solemne, soberbio, sobrio, y comenzar a dirigirnos a los muertos, ya sean del averno de las letras, o de nuestro panteón familiar: una elegía para la abuela, por ejemplo.
Quizás de ese modo averigüemos, como escuché a César Silva leer en una feria hace unos meses, “que morir en san luis potosí / era lo mejor que sucedería esa noche” —verso que tuvo la temeridad de lanzar ante unos potosinos, quienes afortunadamente no lo pusieron a prueba.
Este poemario, que sucede en un jardín de invierno que se nos antoja improbable desde Xalapa, el hogar actual del poeta juarense, entabla un diálogo etílico, una especie de juerga poética con los diversos epígrafes que elige. Porque la poesía nos permite justamente esa imposibilidad de no sólo abordar, sino charlar con los muertos, como nos recuerda César:
El poema no es como la vida real
en la vida real
no hay puentes como en los poemas
que unen el pasado con el futuro
sin embargo, soy yo en la proa
Desde su proa, el poeta entabla varias tête-à-tête que parten de diversos poemas, por ejemplo, éste de Bukowski, que arroja una breve pregunta desde su libro icónico, El amor es un perro del infierno:
un solo perro
caminando las calientes veredas
del verano
aparenta poseer los atributos
de diez mil dioses
¿por qué?
Aunque, para mí, la pregunta de aquel gran desaliñado cartero sin pretensiones parece haber sido lanzada hacia atrás, buscando el origen del cinismo en aquel can que encarna Diógenes, César Silva toma la estafeta desde el presente y corre:
porque en el perro va el mundo
y en su mordida
queda el rezo para el amo que no fue
porque en el aullido del perro
está la tierra
el grillo
la llamada
la llama del vagabundo
y la sed eterna
como si fueran dos antorchas
en la lengua del aire
una locomotora de voces
que cimbra el pavimento
para que los rabiosos se asomen
a contemplar los nuevos náufragos
porque la tranquilidad es morder la carnaza
que dios deja en las escaleras
a las tres de la tarde
y el sudor sea la sed que se siembra
para terminar abruptamente con
Es un diálogo maravillosamente truncado, interrumpido no ahora, sino en un futuro por alguna voz desconocida que retomará la imagen del perro sobre la banqueta para seguir deshaciéndola, como un origami que se desdobla hacia otras metáforas.
Además de los coloquios etílicos que emprende con Becerra, Pacheco, Anderson, etcétera, vislumbro también una reflexión oculta, enterrada si quieren, dentro de este poemario sobre la herencia del modernismo: de Martí y Darío, Rodó y Gutiérrez Nájera, Nervo y Lugones, los primeros poetas hispanos de este hemisferio que contagiaron a Europa con su ejemplo, y no viceversa. Ellos creaban paisajes de fantasía parnasianos donde princesas con sus bocas de fresa escuchan el canto de la monja paloma y el cisne marqués bajo soles dorados o lunas ebrias en jardines exóticos. Nuevamente, el jardín: Silva actualiza aquel locus amoenus que sirve de motivo imprescindible en la poesía modernista —y hace lo mismo con esas princesas que languidecen en sus sillas de oro, convirtiéndolas en muchachas que se maquillan mientras manejan por el boulevard.
A partir de Marco Antonio Campos, quien se pregunta, “¿volveré a mirar en parís el luxemburgo / y las hojas que huellan mis pisadas?”, César nos recuerda que aquellos jardines afrancesados son para nosotros tan ajenos como “el reino interior” de Darío, porque desde nuestro entorno, un jardín en invierno califica como un oxímoron. Hasta nos hace dudar de su existencia, ciscados como lectores por aquel juego que emprende César en las redes sociales de fingir viajes de pluma, ironizando frente a los jardines de Luxemburgo sobre el tono de aquel poeta solemne (soberbio y sobrio) que es capaz todavía de firmar sus poemarios, “París en tal año”.
pido una cerveza en un bar
frente al luxemburgo
y mientras la espero
pienso en lo que he visto
en los últimos días
y sé que necesitaré 20 años más
para nombrar este presente
porque hoy el sena es tan sólo
una trenza de río, un agua sin reflejo
una palabra que apenas rasga la superficie
de un crimen lavado vidrio a vidrio
de cerveza y cuchillo por cielo
¿tendré el valor de volver en 20 años?
pienso mientras llega mi cerveza
desde aquí percibo el perfil
de los jardines en flor
veo nueve chimeneas inclinadas
sobre la calle san juan
nueve palomas que picotean la acera
nueve años que se fueron volando
antes de llegar aquí
los vidrios beben
mientras
yo bebo
Este Jardín de invierno donde se empalman París y Xalapa, Phoenix y Montreal, África y San Luis Potosí, desde el improbable Júpiter hasta Puerto Vallarta, se ubica en sitios que, aunque estén aquí, están en otra parte —igual que la vida del poeta. Esa otra parte que, para su gran fortuna, invariablemente cuenta con un bar donde César Silva puede beber y escribir.
Con lo cual, tal y como exhortó Per Abbat desde los albores de la tradición poética española, al cerrar así el Cantar de Mio Cid: “el romanz es leído / dadnos el vino”.
O mejor aún: una cheve bien fría.