Tierra Adentro
Fotografías de Alejandra Carbajal

A propósito de la publicación de Historia descabellada de la peluca, finalista del Premio Anagrama de Ensayo, conversamos con Luigi Amara —quien recientemente recibió el Premio Internacional de Poesía Manuel Acuña por Nu(n)ca— sobre la concepción de este libro, el estado del ensayo en México y de la peluca como una metáfora para hablar de postizos, originalidad y plagio.

Me llamó la atención la manera en que abre Historia descabellada de la peluca. ¿Por qué pensaste en la peluca como esa cosa que mandarías al espacio, como una especie de sinécdoque de la humanidad, como una prueba de lo que somos? 
La verdad, porque siempre me ha atraído la idea de esos experimentos que incluso ha organizado la NASA sobre qué carta de presentación mandaríamos al espacio exterior. Y es un ejercicio interesante porque en realidad no sirve para comunicarnos con nadie, sino para conocernos, para saber qué significa…

También es un ejercicio de vanidad.

Puede ser, pero también de autoconocimien­to, de saber qué significa vivir en este planeta y, claro, es una exageración la idea de mandar la peluca como emisario, pero me parece que en la peluca se enmarañan muchos aspectos humanos que tienen que ver con su lado biológico, con el lado eminentemente mamífero —a veces nos olvidamos de que somos mamíferos y que tenemos pelos y que probablemente nos peinamos y nos acicalamos porque hay un lado de pavoneo en el que, en nuestro caso, influye el pelo—, y también porque, más allá de eso, habla del artificio, de cómo el ser humano no es sólo naturaleza o biología, sino que hay simulación, hay engaño. Pienso que la peluca representa la distorsión: si hubiera un discurso asociado a los cabellos, la peluca lo desmiente o lo trastoca o lo pone en perspec­tiva. Probablemente nada de eso entenderían los marcianos, pero creo que para nosotros sí simboliza ese tipo de posibilidades.

En algún momento mencionas que quizá el li­bro empezó a gestarse en esa época en que el cabello todavía tenía una carga política, en las décadas de los años sesenta y setenta —y Alan Pauls escribió su Historia del pelo en tor­no a eso—, con la carga simbólica del pelo. Pero, ¿por qué desprenderse de eso?, ¿por qué no ha­cer una historia del cabello y sí de la peluca?

Bueno, porque creo que la peluca exacerba todo lo que pueda decirse sobre el cabello y lo lleva a un terreno bastante más disparatado, que era lo que me interesaba. Si asociamos el cabello con esto o con lo otro; digamos, si el cabello largo en alguna época significaba rebeldía o inconformismo, hoy también signi­fica otras cosas. Basta advertir la importancia que tiene como sentido de pertenencia para la juventud tener el fleco de cierta manera, o para gobernar el país tener el copete de cierto modo. Esos simbolismos no han desapareci­do. Creo que lo interesante es que la peluca no sólo continúa eso, sino que también lo subvierte y lo trastoca. A mí me parece genial la trama de la película El fantástico mundo de los hippies, de Juan Orol, porque justamente pone en entredicho eso: ¿basta ponerse el dis­fraz de hippie para ser hippie? En esa medida, creo que la peluca incluye todas las conside­raciones que podamos dar sobre el cabello, pero también otras, que son las de su doblez, la simulación, la de la prótesis, la artificiali­dad, el juguete del yo.

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Me parece que sueles buscar temas que se han dejado de lado, cosas que están fuera del discurso central. ¿Cómo decides sobre qué escribir?

Bueno, en primer lugar porque me atraen, porque hay una curiosidad sobre qué pasa aquí, pero también porque me parece que de repente la filosofía y el ensayo suelen ser muy rutinarios en sus búsquedas y en sus preocupaciones, y a veces también incluso bastante sectarios y dogmáticos. Acercarse a esos asuntos en apariencia laterales muestra que en realidad todos son rendijas o puertas de acceso al ser humano; es una cuestión de por dónde quieres ingresar para acercarte, en última instancia, a los problemas de siempre. Y también, desde mi punto de vista, es una manera de soltar algún tipo de provocación a una práctica que tiende a ser muy cerrada, muy grave y muy solemne.

Quizá en contraste con ese tipo de ensayismo que tiende a ser una mera divagación egotis­ta, tu escritura muestra un proceso de investigación y documentación detrás. ¿Cómo es ese proceso?

Yo creo que no sólo es una investigación li­bresca, también es una investigación personal. Es un auténtico tubo de ensayo donde uno en­tra a pensar, a reflexionar, a contrastar cosas no sólo en bibliotecas, sino en tu propia prác­tica. En el caso de La escuela del aburrimiento, que era un tema mucho más personal, esto era más evidente, pero con la peluca también lo hice: me probé algunas pelucas, salí a la calle con peluca, tuve pelucas cerca, las inspeccio­naba, las acariciaba, preguntaba a las señoras que las venden en las boutiques.
El giro interesante que hace el ensayo con respecto a otros géneros y a otras discipli­nas es, justamente, llevar el eje hacia las propias experiencias. Pero la experiencia no se li­mita a lo que te ha tocado vivir. La lectura es una experiencia y el tipo de experimento que puedas hacer contigo mismo también es una experiencia. El ensayo como prueba —no en el sentido de mostrar sino en el de intentar y de degustar— es muy relevante para la idea que yo tengo de investigación, y obviamente supone documentación, pero también volver­se un conejillo de indias. Creo que de ambas es de donde sale la escritura, no solamente de una documentación bibliográfica.

Alguna vez dijiste que te interesaba más el tra­bajo de Carlo Ginzburg que el de su madre, la narradora y ensayista Natalia Ginzburg. En mu­chos de tus ensayos se encuentra esa veta de microhistoriador —el de la peluca es un ejem­plo clarísimo—: buscar en un elemento en apa­riencia inútil su importancia y hablar de cómo se genera un discurso a partir de ese objeto. Además de Carlo Ginzburg, ¿qué lecturas te han llevado a concebir este tipo de libros?

Carlo Ginzburg me parece un autor inte­resantísimo, de una amplitud de miras in­telectuales sorprendente, logra atar cabos de una manera muy inteligente y, además, con un sentido estético también. Yo diría que, en primer lugar, me interesa el tipo de cosas que hizo Montaigne, quien justamente volteó hacia los asuntos menudos, hacia los asuntos cotidianos, y mostró que ahí había un con­tinente para descubrir reflexivamente. Pero también, por ejemplo, una influencia —creo que decisiva— para escribir éste fueron los li­bros misceláneos de la Roma clásica (Claudio Eliano, Luciano, o incluso Diógenes Laercio, que ya fuera que escribieran en griego o en latín, querían hacer una recopilación de cu­riosidades y anécdotas); yo quise hacer algo parecido, pero con el componente reflexivo. Que no fuera simplemente un libro miscelá­neo que recopilara cosas curiosas, sino que además las pensara y que creara esa suerte de tapiz o de mosaico. Otra influencia, en general, es el género del encomio paradójico, que es lo que hizo Luciano en el Elogio de la mosca; creo que permite acercarse o entrar por una vía oblicua a los temas, y me parece atractiva la posibilidad de crear un cortocir­cuito con las asociaciones consabidas. Algo que me gusta del libro es que está en una colección que suele ser más rígida, y el lector tiene la sorpresa de que hay algo descabellado en la ejecución y no sólo en el tema.

Me interesa eso que mencionas de la colección Argumentos, de Anagrama. En los últimos dos años los libros que han ganado el premio de en­sayo se parecen en su concepción del género, en la forma de ensayar, y los libros que queda­ron finalistas, Librerías y el tuyo, son mucho más libres. ¿Qué opinas de esa jerarquía?

Creo que la práctica del ensayo es bastante amplia y hay mucha divergencia. Parte del atractivo de escribir ensayo tiene que ver tam­bién con eso, que no es un género rígido ni predecible, y eso es lo que me atrae, en parte. Ahora, sí, de algún modo esa flexibilidad del ensayo ha propiciado, quizá, que muchas co­sas se hagan pasar por ensayo: estudios cul­turales e incluso disertaciones académicas. Y no es que no me interesen, sino que no en­cuentro la experimentación formal en ellos, no encuentro más que una vía para argumentar y para proferir opiniones e ideas, pero yo creo que eso no es el ensayo, el ensayo puede ha­cer eso, pero es mucho más: es una disciplina, es una práctica artística en última instancia.
A mí me pasa algo interesante. He leído muchos libros de la colección Argumentos; es una colección que aprecio, que he frecuenta­do, pero no siempre estoy de acuerdo con sus clasificaciones. Por ejemplo, me parece que un libro como Nada que temer de Julian Barnes, que está publicado en Panorama de narrativas, es mucho más un ensayo, o es el tipo de ensa­yo con el que congenio más o con el que me identifico más que muchas otras cosas, pero está en otra colección.

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Otra cosa curiosa es que los ensayos ganado­res de este año fueron escritos por autores mexicanos. Parece que el género pasa por un buen momento en nuestro país. Hay una pro­liferación de escritores jóvenes que están vol­cándose hacia la ensayística y, de algún modo, se han ampliado las posibilidades de pensar el ensayo y de escribirlo. ¿Qué opinas del estado actual del ensayo en México?

Hay una proliferación, una efervescencia, hay muchos autores jóvenes que están haciendo cosas interesantes, incluso experimentales, audaces. Creo que tiene que ver con que hay una tradición ensayística en México, más allá de los nombres que siempre salen (Reyes, Paz), está la senda de Torri, de Hugo Hiriart, de Salvador Elizondo, del propio Salvador Novo, escribiendo ensayos bastante imaginativos y humorísticos, que han llevado a entender el pensamiento no solamente como un ejerci­cio grave, sino mucho más plástico. Y pienso que esa vitalidad innegable de la práctica del ensayo en México quizá está relacionada con un cansancio de la novela, una fatiga —no porque la novela se haya agotado, sino que tal vez los autores jóvenes se han dado cuenta de que hay prácticas de escritura que les permite explorar otras rutas—. Creo que hay una calidad literaria que no corresponde con la atención que se le da por parte de la crí­tica y quizá por parte de los lectores, ya no se diga por los medios masivos: una audacia, una experimentación formal en los ensayistas jóvenes que quizá ameritaría mayor atención.

En un capítulo de Historia descabellada de la peluca mencionas la comparación que hizo Mar­cial entre la peluca y el plagio. Eso de alguna forma se pone en práctica a lo largo del ensayo —habría que pensar que tu libro puede ser leí­do como una teoría del disfraz y que el ensayo, como género, puede ser eso también—. En un punto citas a Montaigne sobre el uso de frases ajenas para conocerse a uno mismo a través de los otros. Esa es una reflexión que puede des­prenderse de la lectura: cómo se percibe uno y a partir de qué elementos se crea a sí mismo.

Me divierte la condena que se ha hecho en México y en otros lugares del plagio como si fuera algo feo, lo comparo con quien se es­candaliza por quien usa peluca. No aceptar la esterilidad de tu cráneo y acudir a un pos­tizo sería condenable para estos policías del plagio, ¿no? Pero, efectivamente, uno de los propósitos del libro era encarnar las ideas que están ahí, no solamente decirlas, sino encar­narlas y hacer una reflexión sobre cómo el sentido del yo pasa por el otro, por apropiar­te de cosas, por asimilarlas, por incorporarlas a tu identidad, a tu cabeza, literalmente.

Se sabe que el pelo sigue creciendo en los ca­dáveres, y en un sentido la peluca implica po­nerse la cabellera de alguien más. Esto puede extrapolarse para pensar en los discursos lite­rarios, en un libro: traer los discursos de otros e incorporarlos a tu propio estilo, a tu propio texto. No sé si exagero al tratar de leer el libro de este modo.

Es un tema que me interesa muchísimo porque problematiza muchas maneras de entender la cultura, la identidad personal y la figura del autor. No sé, si pensamos en la época de los bardos, en el siglo VII a.C., la idea de autoría era completamente diferente porque era una creación colectiva (la tra­dición oral era mnemotécnica e implicaba realizar variaciones sobre el mismo tema). Que estemos ahora en una etapa de crisis del copyright trae a la luz todo este tipo de pre­guntas. Creo que el pelo y los implantes son una buena metáfora para hablar al respecto.


Autores
(Ciudad de México, 1986) es una joven promesa rota. En 2013 fue becario del FOCAEM, en 2014 de la Fundación para las Letras Mexicanas y actualmente lo es del FONCA. No ha plantado árboles, no ha tenido hijos, no ha publicado libros. Es editor de la revista Tierra Adentro.