La musa sin techo
El telégrafo inspiró a Verne y a Henry James, del mismo modo que para Jane Austen las cartas eran fundamentales en sus tramas. Hoy en día los escritores utilizan Twitter, Instagram o Facebook como herramientas creativas. Es el signo de los tiempos: hay una legión de personas que ofrecen su obra sin pensar en los modos tradicionales; son las escrituras a la intemperie, que marcan el comienzo de un camino.
Los hechos que marcan un hito trascendental en nuestra vida, permitiéndonos situar en el tiempo un recuerdo poderoso, suelen ser de tres tipos: afectivos (el primer amor, el nacimiento de un hijo, la muerte de un ser querido), sociales (la caída del Muro de Berlín, o de las Torres Gemelas) o el cambio de costumbres, que emplaza un antes y un después en nuestra actividad. A este último grupo corresponde, sin duda, nuestro trato con las tecnologías. Casi todos recordamos la primera vez que navegamos por internet, compramos un coche o tuvimos nuestro primer ordenador. Cuando pensemos en 2016 dentro de diez años, será fácil recordarlo si nos formulamos la siguiente pregunta: ¿te contabas entre quienes se instalaron Pokemon Go y jugaron, o entre los que hicieron bromas en las redes sociales sobre quienes jugaban a Pokemon Go?
Aunque una de las finalidades de las tecnologías es darle cauce a la conversación general, no pocas veces, como ha sucedido con este videojuego para celulares, la técnica se ha convertido en el objeto de la conversación. Podemos encontrar muchas razones para que esto suceda, como la espectacularidad —la pertenencia de los videojuegos a lo que Debord llamaba La sociedad del espectáculo—, o la devaluación de los medios periodísticos, convertidos muchas veces en meros voceros de los productos de la economía neoliberal. Pero quizá eso sea quedarse en la superficie; si ahondamos un poco, como hace el pensador Fredric Jameson en The Antinomies of Realism, hallaremos más razones:
En un mundo tecnológico como el nuestro, es claro que palabras como ‹técnica› y ‹método› despiertan su propia clase de sospecha y vigilancia; parecen cosificar de inmediato su contenido, el procedimiento con el que buscan describir y nombrar, y por la misma razón tienden a transformar su contenido, el material narrativo que distribuyen y organizan, en una especie de material industrial crudo, que puede ser procesado solamente por ciertos métodos técnicos.[1]
Lo tecnológico, ya lo expusimos hace tiempo y suele recordarlo el escritor mexicano Eugenio Tisselli, es siempre ideológico, porque hace referencia a cuestiones como poder, sostenibilidad ecológica, desigualdad económica —el famoso digital gap—, privacidad y control. Por eso es natural que lo tecnológico, ya sea como herramienta de escritura, ya sea como tema o asunto literario, sea muy frecuente en nuestros días. La economía, cada vez más bursátil e inmaterial, se diluye en datos que viajan a través de la red y los satélites, de la misma forma que nuestros datos privados. Esas redes y satélites, así como los chips que los soportan en teléfonos y ordenadores, tienen un alto coste financiero y ecológico, pues se precisan para construirlos minerales raros de encontrar, solamente disponibles en países pobres y en guerra. Cuando hablamos de tecnología, siempre hay que preguntarse quién la paga y por qué. Es el primer paso para ser ideológicamente consciente y evitar la inocencia de pensar que lo digital «es gratis». Gratis, por desgracia, no hay nada en nuestros días. Lo que se vende cuando parece que no se vende nada eres tú, dijo algún gurú digital, y la ingeniera y profesora de literatura inglesa Wendy Chun lo explica con claridad: nuestros ordenadores y teléfonos están goteando (leaking) información constantemente: información sobre nosotros. La tarjeta de red es para Chun promiscua por naturaleza, va volcando a lugares ignotos todos los pasos virtuales que damos, como la lectura en línea de este artículo, por ejemplo, que en algún repositorio lo está etiquetando a usted como lector de Tierra Adentro. Esto, de momento, no debería ser comprometedor, pero ya veremos dentro de unos años, al paso que va la persecución contra las Humanidades por parte del pragmatismo económico.
Con más o menos inocencia o consciencia, lo digital preside nuestros días y nuestro quehacer. Si entramos en materia creativa, basta pensar la cantidad de tiempo que pasamos frente al ordenador, aunque sea creando; incluso los más tecnófobos suelen expresar sus quejas contra la tecnología en ordenadores portátiles de último modelo, o a través de teléfonos inteligentes. Lo normal es que los creadores actuales no sólo tengan ordenador, sino que posean una panoplia de recursos electrónicos, amén de colaborar en revistas o diarios digitales, o mantener un blog, o tener cuentas de Twitter, Instagram o Facebook. Conozco varios casos de escritores que se jactaban de no perder el tiempo en internet y que han terminado por abrirse cuentas en redes sociales. Es el signo de los tiempos: si nadie habla de ti en la red, tendrás que hacerlo tú mismo.
Hace poco declaraba a un periódico el escritor argentino Esteban Castromán: «Supongo que la semiótica es una de las disciplinas que mejor encuadra en la lógica de esta época. De repente, todos nos transformamos en analistas de medios y discursos públicos, un comentarismo deportivo y de baja línea en foros, redes sociales y periódicos online».[2] Parecida vocación une a las novelas de nuestro tiempo, preñadas de reflexiones más o menos profundas sobre los discursos públicos y su transmisión. Es normal que la literatura actual se preocupe por los medios de comunicación, porque la comunicación siempre ha sido un asunto literario. Si Julio Verne hubiese escrito hoy Miguel Strogoff (1876), el argumento sería este: los tártaros han cortado internet y se necesita a alguien que lleve hasta Irkutsk una tableta, o una laptop, con información suficiente para impedir que el malvado Ogareff lleve a cabo sus planes ominosos. El mismo telégrafo que inspiró a Verne su historia rusa está presente, como recordaba Edmundo Paz Soldán, en novelas de Henry James,[3] del mismo modo que para las Brontë, George Eliot o Jane Austen las cartas —otra tecnología, aunque algunos olviden ese hecho elemental— eran cuestión medular de y la televisión después fuesen un elemento común para los narradores del siglo XX. Y es normal que la comunicación sea una obsesión de la literatura, porque la literatura es también una forma de comunicación de ideas a distancia. Es lógico que la persona dedicada a transmitir texto muestre curiosidad sobre las formas de transmisión textual de su tiempo; luego será libre de trasladar al libro esa preocupación, pero no es nada raro hacerlo, lo han hecho los mejores: «¿Cómo podía ocurrírsele examinar la carta, observarla críticamente como profesión de amor?», escribía George Eliot en Middlemarch (1871), sin que nadie se llevara en su momento las manos a la cabeza por ello. Imaginemos el escándalo que suscitaría hoy esa frase cambiando «carta» por «mensaje privado» o «Snapchat» en algunas mentes susceptibles a la evolución. Un tal John M. Coetzee escribió en una carta a Paul Auster: «Lo que me intriga es lo que va a representar ser una persona del siglo XXI que escribe una narrativa de la que están ausentes las herramientas de comunicación del siglo XXI como el celular».[4] Cuando hice esa misma pregunta en La luz nueva (2007), hubo cierto escándalo entre mis paisanos españoles, siempre tan quisquillosos con todo lo que no venga recubierto de ochenta años de tradición.
Por fortuna, no faltan quienes, sin dejar de amar y reverenciar la literatura tradicional, entienden que la literatura canónica nunca esquivó los desafíos y temas de su tiempo. Bajo esa idea, Luigi Amara decía en su cuenta de Twitter no hace mucho (28/07/2016): «El extraño caso de leer una novela entrecortadamente, como si fuera una sucesión de tuits, y de venir a leer el TL como si fuera una novela». Esa permeabilidad de visión —esa plasticidad neuronal, que diría un científico—, que permite a las mentes abiertas aceptar las variaciones de la época e insertarlas con naturalidad en la práctica cultural, es la que permite el continuo avance de la literatura, y es la que hizo que Cervantes, en el siglo XVII, entendiera la potencialidad de la imprenta como tecnología para realizar obras narrativas más largas y complejas que las que permitían los códices o pergaminos.
Antes apuntábamos que uno de los problemas de nuestra relación con la tecnología es pensar que es «neutra», que no produce ningún efecto per se y carece de consecuencias sociales. Tan erróneo como ese planteamiento es pensar que la tecnología no tiene ningún efecto positivo; es muy frecuente encontrar pensadores como Nicholas Carr o Andrew Keen, críticos con los efectos de la técnica sobre nuestro cerebro —partiendo de pruebas no definitivas y de estudios que se topan con otros estudios en sentido inverso. Quizá lo más sensato es estar a medio camino entre las posturas apocalípticas y las integradas, tomando lo mejor de cada una. Por ejemplo, me parece inteligente la posición del escritor chileno Alejandro Zambra, expresada en estos términos: «Las generaciones actuales, por ejemplo, crecieron leyendo y escribiendo en la pantalla, y lo más fácil es apelar a eso para descalificarlas: se dice que no poseen la experiencia del libro, lo que los convertiría en lectores de segundo o tercer grado, porque manejan una idea distinta de la lectura, porque para ellos la literatura es sinónimo de texto más que de libro. Me interesan más posiciones como la de Roger Chartier, quien pone en perspectiva histórica los cambios y advierte que no deberíamos desdeñar las nuevas formas de escribir y de leer provocadas por la revolución digital».[5]
Sin embargo, el desdén es una de las formas de materializar los miedos de las culturas en evolución; los más reaccionarios de sus miembros niegan cualquier cambio (los más insensatos asumen y dan por buenos todos los cambios), y consideran que todo lo pasado fue mejor, aunque sí que piden la más avanzada tecnología y cirugía de última generación cuando una enfermedad los lleva a un hospital. Y una de las formas de este desdén cultural ha venido consistiendo en considerar que todo lo colgado en internet, ya fuese arte o texto, está ahí porque no tiene la calidad necesaria para ser editado en papel o mostrado en una exposición. Estos apriorismos desconocen, en consecuencia, que hay toda una legión de personas que están ofreciendo su creación (artística, musical, literaria) o su mera práctica comunicativa en la red, sin pensar siquiera en los modos tradicionales de proyección, porque éstos no se acomodan a su modo de crear. No generan productos terminados, sino obras que puedan actualizarse, cambiarse, refundirse, crecer, minorar, samplearse, circular. No crean buscando la perduración, sino una cierta repercusión. No quieren reseñas, quieren lectores. No buscan hacer libros; más bien contemplan la obra como una actividad continua. Es lo que vengo llamando desde hace un tiempo escrituras a la intemperie, escrituras que devienen literatura a la intemperie cuando, además, tienen unos propósitos similares a los de la literatura tradicional. Por ejemplo: hay muchas personas, sobre todo en México, que tienen cuentas en Twitter donde escriben de continuo y en las que todos los tuits tienen un aire común: no son exactamente aforismos, pero tampoco narrativa, ni poesía. Pienso en cuentas como las de @Frank_lozanodr o la de @_Touche, perfiles con decenas de miles de seguidores fieles, que desarrollan un tipo de escritura difícil de imaginar antes de Twitter. O la utilización que hace la poeta española Miriam Reyes de Facebook, donde gracias a un bot programado por ella misma, la cuenta «Prensado en Frío» reelabora libremente los versos de sus libros de poemas, reescribiendo de manera automática su obra, ya sin su presencia controladora. ¿Cómo podemos leer estas prácticas desde los parámetros de la teoría tradicional? Hay que abrir las mentes y, como suele apuntar el célebre teórico de los nuevos medios, Lev Manovich, las nuevas formas necesitan también de un nuevo pensamiento y de marcos teóricos actualizados. A mi juicio, este tipo de prácticas son escrituras a la intemperie, que viven fuera de los «techos» tradicionales (imprenta, instituciones, editoriales), creando un camino del que sólo estamos en sus primeros pasos.
En los últimos años el despegue de los videojuegos, de los Alternate Reality Games, de la Realidad Aumentada —responsable, entre otros, del éxito de Pokemon Go—, han ensanchado aún más el ámbito de las posibilidades de creación, o de las de la edición entendida como difusión o circulación. Los libros de siempre pueden adaptarse a un videojuego, o volverse narraciones transmedia, o convertirse en webseries o en podcasts de audio, y las creaciones actuales pueden sacar provecho de todas esas vías de apertura. Se investigan seriamente la potencialidad de la inteligencia artificial para hacer arte o literatura,[6] la capacidad de la impresión 3D para la ejecución de obras de arte, las obras transgénicas con material biológico [7] o la programación de algoritmos para la crítica literaria.[8] Todas estas direcciones pueden parecer alocadas o extremas a muchos, y quizá en algún caso lo sean, pero también lo fueron otras invenciones del pasado gracias a cuyos fallos y fracasos llegaron las buenas tecnologías, aquellas que hoy hacen nuestra vida mejor y más rica. La literatura y el arte siempre ensancharon nuestra realidad y la volvieron augmented reality mediante sus mundos posibles. Hoy tenemos la suerte de que tenemos más formas de crear que nunca, sólo hace falta tener talento para utilizarlas.
del autor.
con el e-mail›», La Nación, 29/04/2014, http://www.lanacion.com.ar/1685936-paul-auster-no-me-siento-comodo-con-la-tecnologia