Tierra Adentro

Cuando me invitaron a ser jurado del II Premio Nacional de Cuento Fantástico Amparo Dávila, no sólo sentí una especie de orgullo, sino también una fuerte responsabilidad. Al enfrentarme a la cantidad de participantes (noventa y seis preseleccionados por una criba de lectores calificados) no pude creer la inmensidad del trabajo que me esperaba, lo delicado de la tarea y el nivel de compromiso que exigía. Me sentí sumergido en El palacio de los sueños, aquella novela de Ismaíl Kadaré, donde una entidad de una distopía imaginaria registraba los sueños de la población, los investigaba, interpretaba y depuraba hasta encontrar al Sueño Maestro, que habría de decidir los destinos de aquel país imaginario. En el caso del Premio Amparo Dávila de lo que se trataba era de encontrar el Cuento Maestro, digno de un premio que lleva el nombre de una de nuestras autoras emblemáticas, sobre todo para quienes practicamos el cuento fantástico y lo consideramos mucho más que un subgénero: una forma de exploración del sueño, el humor, la ironía, los fenómenos extremos como la locura y la violencia.

A medida que me fui adentrando en los relatos era como si estuviera explorando no sólo la diversidad de la literatura mexicana, sino su actualidad, su sincronía con el presente y en muchos casos su constante diálogo con figuras señeras como la de la propia Amparo Dávila, Juan Rulfo, Juan José Arreola, Francisco Tario o Jorge Luis Borges, Bioy Casares, Horacio Quiroga y Julio Cortázar.

Quizás antes de continuar haya que darse una vuelta por la noción de lo fantástico, desde sus grandes lectores e intérpretes. No es una definición fácil debido a sus relaciones profundas con la literatura de fantasía, con la ciencia ficción y con el terror. Desde un punto de vista estricto, todos estos géneros están inscritos dentro de la noción de lo fantástico, ya que comparten una serie de principios hermenéuticos. Roger Caillois y Louis Vax, en sus respectivos ensayos sobre el género, apuntan hacia un principio de transgresión de lo real que necesita de la complicidad del lector. Tzvetan Todorov, por su parte, añade el elemento de la duda. Para Todorov la literatura fantástica implica un principio de interpretación: leemos como literales figuras poéticas o metáforas. Si bien Vax y Caillois coinciden en la fisura y la extrañeza de los personajes en situación, Todorov se dirige más hacia la mirada del lector.

De regreso al Premio Amparo Dávila, sentía que me estaba adentrando en los sueños de la literatura mexicana del presente y del futuro. Ni más ni menos. Angustiosos juegos con el tiempo, variaciones del tema de la muerte, la violencia como constante, la reformulación del pasado histórico desde la perspectiva del sueño y de la imaginación. Abundaban los cuentos plagados de humor y también los siniestros, y los que eran una ardua combinación de ambos. El humor negro fue una constante. Muchos temas abrevaban de la literatura neogótica a lo Clive Barker o Stephen King, con sus ecos lovecraftianos; otros se sumergían en las pantallas y remitían a series como The Walking Dead, la parafernalia zombi, The X Files, el cómic a la Alan Moore o los juegos de video. Otros parodiaban la literatura mexicana y hacían sus judas o piñatas con Octavio Paz o Revueltas y no dejaban títere con cabeza. De todo había en esta muestra impresionante que de suyo daría para un estudio literario, sociológico, psicológico, del estado de nuestras letras: un corte transversal por las mil hojas del pastel literario mexicano. Al final tuvimos que elegir un solo cuento entre por lo menos veinte que nos habían interesado. Intentamos ser fieles a nuestra visión de la literatura fantástica, en mi caso a cierta tendencia personal al diseño riguroso, la geometría y la originalidad: esa idea siempre relativa. El dictamen no fue fácil: Bibiana Camacho, Ana García Bergua, David Toscana y yo discutimos arduamente por nuestros favoritos, decantando nuestras preferencias, hasta dar con el Cuento Maestro.

Lejos de demeritar a los otros finalistas —cada uno de ellos muy bien podría ser el ganador— elegimos premiar a «Los tres grandes milagros de la Santa Niña de los Alfileres», del escritor potosino Julián Mitre Guerra. Se trata de un cuento que da una inteligente vuelta de tuerca al realismo mágico por un lado y, por el otro, introduce los elementos clásicos del cuento fantástico. La inversión alto / bajo de Mijaíl Bajtín y su teoría de lo carnavalesco aparecen en este relato de manera muy evidente y manejados consistentemente. Una de las cualidades de este cuento es su eficaz manejo del contrapunto, lo que nos permite adentrarnos en un orbe familiar —se trata de un cuento milagrero, hijo o nieto del «Anacleto Morones» de Rulfo— y al mismo tiempo extraño. La fuerte dosis de humor negro e ironía dan al relato su necesaria redondez.

Otro relato que gustó mucho fue «Contingencia», de Frida Militza Velázquez: una excelente muestra del manejo de la elipsis. Nada de lo que ocurre —un extraño embotellamiento durante una contingencia en la Ciudad de México— es lo que parece. El cuento recuerda algunas de las pesadillas de Stephen King, por un lado, y por otro a filmes como 28 días después, aunque también ciertas novelas de Phillip K. Dick, como Ubik. Hago estas referencias más en busca de resonancias que de influencias directas. La atmósfera ominosa del cuento, su cualidad de extrañamiento, de volver lo cotidiano siniestro y viceversa (dirían Piglia y Shklovski) hacen de «Contingencia» un cuento perfectamente logrado, con sus variables kafkianas y pesadillescas.

Por espacio, es difícil reseñar a todos los finalistas, pero habría también que destacar «Huevo», de Juan Armando León Contreras: una inmersión al mundo de la pubertad, hacia el descubrimiento del cuerpo, de la inquietud de sí. Su excelente manejo del humor, los diálogos de las protagonistas adolescentes, plenos de frescura y con un oído bien educado del autor, hacen de este texto una excelente muestra de las posibilidades del cuento. En el trasfondo de un relato aparentemente simple, donde dos hermanas se encuentran con un fenómeno extraordinario, hay esa extraña inquietud frente al propio cuerpo. Se trata de un relato que muy bien podría entrar en la definición que diera Freud de lo siniestro (Das Unheimliche): un acontecimiento extraño en un contexto de lo más común y cotidiano.

El Premio Amparo Dávila, desde su propuesta digital, ha permitido el acceso a muchos escritores que comienzan o que ya han afilado algunos relatos y desarrollan su propia obra. Ya es uno de los premios más interesantes de nuestras letras. Celebro y agradezco haber participado en esta aventura. La literatura fantástica mexicana vive y forma parte ineludible de nuestro imaginario. Sus metamorfosis se encuentran, siempre, en sus nuevos creadores.