Tierra Adentro

La biopic es uno de los géneros más manoseados por los estudios hollywoodenses que buscan ganar prestigio en temporada de premios. En tiempos recientes, el género —con exponentes como The theory of everything, The imitation game o Jobs— ha sido continuamente socorrido, no siempre con los mejores resultados. Como es natural, Hollywood puede engendrar buenas películas incluso en un género tan acotado por normas narrativas y de producción: The Social Network, I’m Not There y The Aviator son buenos ejemplos de la última década, pero no mentimos si aseguramos que un buen porcentaje de las biopics tienden a la lágrima gratuita, al asombro hiperbólico, a la convención que raya en el aburrimiento. La vida, ese accidente, parece fácil de reducir a una narración chambona. Excepto cuando no. Es el caso de la vida de Harvey Pekar, historietista extraordinaire.

Harvey Pekar no parecía material de biopic: era grosero, perpetuamente gruñón, bastante feo, tenía un empleo mediocre como archivista de un hospital —acaso el epítome del aburrimiento—. Por si fuera poco, el cáncer de garganta lo dejó con una voz tipluda espantosa. Quería hacer comics, pero dibujaba con la gracia de una retroexcavadora. ¿Por qué alguien querría filmar una biopic de semejante tipejo, en primer lugar?

Básicamente, porque pertenece a una noble estirpe de cronistas del tedio cotidiano. Pekar encarna una vertiente del corrosivo humor judío norteamericano —lo que muchos han llamado «jewish angst»— a la que también pertenecen gente como Louis C.K., Jerry Seinfeld o Sarah Silverman. Todos estos comediantes se inscriben o se emparentan, en mayor o menor grado, con la llamada «observational comedy», un subgénero cómico que, a partir de un agudo análisis de la cotidianeidad, busca evidenciar la estupidez o el absurdo de la vida ordinaria. Pekar estaba ahí, claro: esclavizado a un empleo mediocre, alejado del triunfo y el reconocimiento de uno de sus grandes amigos, el revolucionario historietista under Robert Crumb, abandonado por su esposa. No hay —no existe manera posible— de mostrar esta anécdota como una historia de éxito y lágrima fácil. Pekar no empatiza con las pretensiones épicas de las películas biográficas de la temporada de premios.

En cambio, sí funciona para que nosotros, los que vivimos la vida a ras de suelo, nos identifiquemos con él. Y American Splendor —dirigida por Shari Springer Berman y Robert Pulcini, dos cineastas muy interesantes que han mantenido un bajo perfil por años, sin caer nunca en la inactividad— aprovecha eso en su favor: en lugar de poner a un actor bien parecido, carismático, con cierto star-power, para representar a Harvey Pekar, la película nos deja que sea el mismísimo Harvey Pekar, en toda su gloriosa antipatía, quien nos cuente su historia.

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Bueno, más o menos. También sale Paul Giamatti, uno de los grandes actores de su generación, un tipo que sin problemas se encuentra a las alturas de Philip Seymour Hoffman. Pero convengamos en que, aunque es sin duda un tipo de mayor carisma, tampoco es una impronta considerable respecto al Pekar original. Giamatti, más que cualquier otra cosa, se encarga de representar episodios clave en la vida de Harvey Pekar, funcionando más como una versión joven. La película arranca con una escena en la que un pequeño Harvey Pekar sale a pedir Halloween sin disfraz. Una señora le niega los dulces: así comienza una amarga existencia, cifrada por el sencillísimo pero inconseguible deseo de ser uno mismo nomás por las ganas de serlo. Vemos a Paul Giamatti caminar por las calles de Cleveland con gesto hosco, y una voz quebrada, entre aguardentosa y herida, nos dice «Ok. Este es nuestro hombre, ya adulto y sin rumbo. Aunque es un ratón de biblioteca, nunca recibió educación formal. En general, ha vivido en vecindarios de mierda, con trabajos de mierda, y justo ahora está hundido hasta las rodillas en un desastroso segundo matrimonio. Así que si eres la clase de persona que busca romance o escapismo o alguna fantasía que te salve el día, ¿adivina qué? Escogiste la película equivocada».

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American Splendor es una película extraordinaria. No en el sentido hiperbólico que apunta a un juicio de valor, sino en uno más apegado a su etimología: «que se sale de lo ordinario». Pese a que retrata la vida de un everyman, de un donnadie —su tagline: «Ordinary life is pretty complex stuff»—, American Splendor se sale de las coordenadas de la convencionalidad. En primer lugar, por su estatus de película marginal: pese a contar con la producción de Dark Horse Entertainment —los mismos de, por ejemplo, Hellboy, The Legend of Tarzan o Sin City— y de la distribución de HBO Films, American Splendor no busca el taquillazo —obtenido, a fin de cuentas: con dos millones de presupuesto, su recaudación llegó a los ocho millones, nada mal para una independiente de sus dimensiones— sino una efectiva traducción del original. La libertad del pequeño presupuesto le permite, entre otras cosas, entregarse a las delicias de lo inusual: American Splendor mezcla animaciones —logradas con los dibujos originales del cómic puestos en movimiento, lo que le añade una sensación de fidelidad aún menor— con desplantes meta —va un ejemplo: vemos a Paul Giamatti como Harvey Pekar en el estudio de David Letterman, en una incomodísima entrevista de 1987; mientras Hope Davis, que encarna a Joyce Brabner, historietista también y esposa de Pekar, ve la entrevista original, con el Harvey Pekar original, en el backstage donde espera a que su esposo termine su aparición con Letterman— y distanciamientos brechtianos: en algún momento, mientras el Harvey Pekar de Paul Giamatti conversa con el Toby Radloff de Judah Friedlander, se escucha el llamado de «¡Corte!», y Giamatti sale de su lugar en el set para unirse a los verdaderos Harvey Pekar y Toby Radloff, que conversan en la mesa de comida del equipo. Es tan solo un instante, pero es uno cálido, como de una reunión entre amigos largamente postergada.

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Este tipo de atrevimientos, impensables en una gran producción con Eddie Redmayne en el protagónico, le dan a American Splendor una textura propia, subversivamente única. Entre las adaptaciones de comics como entre las biopics, lo dicho: American Splendor es una película extraordinaria. Y ahora sí lo digo como juicio de valor.