Tierra Adentro

En la academia contemporánea de las humanidades existen dos tipos de investigadores: los que escarban en archivos para ofrecer nuevas lecturas sobre distintos documentos culturales, como la literatura, el arte o la historia, y los posmodernos que agotan el presente, la novedad de la teoría y las nuevas perspectivas sobre productos híbridos, sexualidades indefinidas o documentos no artísticos leídos con la misma metodología que un poema clásico. No vale la pena discutir cuál es mejor porque ambos, desde su particular forma de abordar los objetos de estudio, pueden producir textos tan mediocres como brillantes.

Dentro de la primera categoría de académicos, un tanto reduccionista si gustan, me parece que está el trabajo de Rubén Gallo. El tópico de Gallo ha sido constante dentro de su producción académica: la modernidad de principios del siglo XX en México, principalmente en las décadas posrevolucionarias, cuando el país figuró en el mundo como una utopía cultural. Los temas que se discutían en París o Nueva York eran los mismos de los que se hablaba en la capital, no porque nuestros artistas hayan participado de esos debates directamente (aunque algunos sí lo hicieron), sino porque los artistas que debatían la modernidad, es decir los que representaban las vanguardias, en su mayoría, vivían o visitaron México e hicieron de este país la casa de la vanguardia. La lista es larga: fotógrafos, pintores, poetas, novelistas, editores, etcétera.

Los libros de Gallo se sitúan en ese debate precisamente, en el intercambio y recepción de las ideas modernas entre europeos/ norteamericanos y mexicanos. Su libro sobre Freud y México, la relación de Proust y los escritores latinoamericanos, las vanguardias mexicanas y su correspondencia con las europeas son el principal foco de atención en estudios como Freud’s Mexico: Into the Wilds of Psychoanalysis, Heterodoxos mexicanos, Marcel Proust’s Latin Americans y Máquinas de vanguardia, publicado en 2005 primero en inglés, como la mayor parte del trabajo de Gallo, y recientemente traducido por Valeria Luiselli para Sexto Piso.

En Máquinas de vanguardia, como el título sugiere, Gallo aborda la tecnología y su influencia en las vanguardias artísticas a principios de siglo XX. Un tema muy estudiado en inglés, francés y alemán, pero que había sido descuidado por la academia mexicana posmoderna, tan embelesada con la novedad y la subalternidad. El libro abarca las décadas de los veinte y treinta, el fin de la Revolución y el inicio de la fiebre de modernización que el país sufrió durante los gobiernos de Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles. Es la época dorada de Diego Rivera, Frida Kahlo, Tina Modotti, José Vasconcelos, los Estridentistas y los Contemporáneos. Gallo relaciona los métodos y herramientas de trabajo de cada uno de esos artistas con los principales aparatos tecnológicos que revolucionaron la cultura y la política: la industria automotriz, la cámara fotográfica, la radio, la máquina de escribir y el cemento (desgraciadamente, no dedica un capítulo al cine o la música).

Es un libro acucioso, lleno de simpáticas anécdotas de cómo los artistas mexicanos confrontaron la realidad mediada por esos inventos tecnológicos —por ejemplo, cuando narra la residencia del hermano de Apollinaire en la Ciudad de México o las aventuras de Tina Modotti y Edward Weston en el país—. Algunos, como Mariano Azuela y Martín Luis Guzmán, desconfiaban de la modernidad porque, según Gallo, adolecían de una visión todavía muy modernista y de finales del XIX: preferían el clasicismo porfiriano y humanista que ya no coincidía con el proyecto de país posrevolucionario. Mientras que otros, como Rivera y Maples Arce, recibieron con entusiasmo las nuevas tecnologías, aunque con resultados poco convincentes porque no supieron incorporarlas en la construcción de sus obras. Un punto crucial en este sentido es el optimismo y esperanza que la tecnología inyectó en los artistas e intelectuales de izquierda; la recibieron, al igual que Walter Benjamin, como una posibilidad de propagar el mensaje revolucionario y como el medio ideal para construir una nueva sociedad. Gallo narra los encuentros y descalabros de toda una generación que se vio trastocada y obligada a repensar su oficio y, en esa experiencia, revolucionar o fracasar.

Aquí es donde tengo un problema con la lectura de Gallo. Su concepto de modernidad resulta ambivalente: para él, los artistas que mejor se adaptaron a la nueva tecnología son los que merecen llamarse «modernos», mientras que quienes la rechazaron, por prejuicios o ceguera técnica, son conservadores. El primer ejemplo es la máquina de escribir. En este capítulo Gallo compara la postura de dos narradores con dos poetas (primer error): Azuela y Guzmán con Maples Arce y el brasileño Mário de Andrade. Además de pertenecer a generaciones distintas y momentos históricos, aunque no muy distantes, casi ajenos, Gallo califica a los primeros como conservadores porque, a pesar de que utilizaron máquinas de escribir, su actitud no fue tan abierta y entusiasta como la de los jóvenes poetas. En pocas palabras, no renovaron su estilo ni exploraron nuevas posibilidades con esta máquina.

En el caso de Azuela, quien terminó de escribir Los de abajo en una Oliver, las máquinas de escribir eran vulgares porque estaban «asociadas a un episodio amargo de la política mexicana: el Porfiriato y su ideología». Además, Azuela representa la máquina de escribir en su obra como un objeto presuntuoso, pesado, atractivo visualmente, «pero inútil en lo más fundamental». Tuvo que usar la máquina por necesidad, no por gusto, cuando se encontraba exiliado en El Paso, Texas, y el editor de un diario local se la ofreció para que terminara su gran novela. En suma, Azuela, a diferencia de otros escritores como Blaise Cendrars y T. S. Eliot, «era un tradicionalista que ridiculizaba todo intento de llevar la escritura a las filas de la modernidad tecnológica».

Martín Luis Guzmán, tal vez el primer novelista mexicano moderno, tampoco sale bien librado del juicio de Gallo: Guzmán simplemente no puede entender la máquina de escribir y la confunde con una cajita musical cuyo único propósito es arrullar a su hijo. «El autor», dice Gallo, «se consideraba, por supuesto, como un miembro de la comunidad de espíritus cultivados, que se oponían al progreso y a todas sus manifestaciones —la industria, las máquinas, y los nuevos medios como la máquina de escribir o el fonógrafo—, en aras de la alta cultura». Es decir, tenía una visión elitista de la cultura que contrastaba con las ambiciones modernistas del gobierno; tanto así que prefería la Remington a la Underwood, una máquina mucho más sofisticada: «eligió una máquina políticamente conservadora, incluso reaccionaria».

Al lado de estos dos novelistas, la obra de Maples Arce es mucho más moderna porque este poeta, uno de los menos talentosos de la época si se le compara con cualquiera del grupo Contemporáneos, acepta y recibe la tecnología con un entusiasmo desfogado al igual que los futuristas italianos. No importa que no haya creado un poema memorable: su modernidad estriba en su actitud, no en su obra, parece argumentar el académico. «La literatura estridentista de “las máquinas de escribir y los avisos económicos” debía ser ruidosa, irreverente, y estar firmemente arraigada en la época moderna —una literatura, dicho en pocas palabras, que era la antípoda de la prosa lánguida de Guzmán». Difícil no fruncir el ceño ante tal aseveración.

Gallo aquí parece perder el hilo de la vanguardia y la historia de la literatura. Es injusto comparar a Guzmán con Maples Arce y, encima, con un poeta como Mário de Andrade, porque, como reza cualquier tomo de historia de la literatura mexicana o latinoamericana, la novela no dio el giro vanguardista sino muy tardíamente en el siglo XX, mientras que la poesía —el género que encabeza cualquier vanguardia— fue prematura y mejor afianzada. A más de ello, Gallo coloca la modernidad en el lugar equivocado: que el Ulises de Joyce se haya escrito a máquina o a mano no la hace más ni menos moderna porque su modernidad estriba y está contenida en otras características; que un autor escriba a máquina o en computadora, en Word o en Scrivener —la app en la que estoy escribiendo esto—, no lo hace más moderno ni quiere decir que entienda mejor la realidad porque se mantenga atento a las modas tecnológicas. La modernidad está fundada en la actitud crítica de la realidad, no en su aceptación, y esta actitud implica una crítica de la modernidad misma.

El tercer capítulo de Máquinas está dedicado a la radio y aquí Gallo comienza comentando una tierna fotografía de 1920 de un niño escuchando la radio con unos audífonos que le cubren la mitad de la cabeza. El niño aparece en la imagen en un estado de trance, con un gesto de ensueño y abstracción, conectado totalmente con el aparato: «pareciera ser un sujeto moderno arquetípico, atrapado entre tecnologías acústicas y visuales: su oído ha sido electrificado; su mirada, fotografiada». Con esta descripción, Gallo da a entender que el sujeto moderno debe abandonarse a las innovaciones tecnológicas y el artista debe integrarlas en su procedimiento creativo para transformar la forma y el contenido de su trabajo artístico. No se equivoca en algunos casos si se toma en cuenta, por mencionar uno, Altazor de Huidobro, un poema que incorpora el paracaídas y otras máquinas en sus metáforas. El problema de Gallo es que la modernidad que les exige a los artistas que estudia se puede aplicar a él mismo, porque en lugar de criticar esa modernidad y tomarla como un discurso agrietado, se resigna a observarlo como monolito incuestionable.

Parece que para Gallo el artista debe convertirse en vocero de la novedad cuando lo compara con los publicistas de compañías de radio y construcción que intentaban vender sus productos. Dedica decenas de páginas al esfuerzo que las empresas de cemento y radiodifusoras hicieron para captar la atención de los mexicanos y aceptaran consumir sus productos. Entre ellos, Federico Sánchez Fogarty, un publicista-poeta que organizó campañas culturales para que el cemento fuera aceptado como un material moderno y más diverso, fundó revistas literarias y convocó a artistas para que cantaran o representaran al cemento con la dignidad que merecía. Fogarty fue una especie de visionario que enseñó a los artistas mexicanos a apreciar la modernidad, según Gallo, porque con él y la ayuda de otros políticos entusiastas del cemento, «una ideología protecnológica había reemplazado a las viejas fobias y ansiedades que despertó el inicio de la modernidad».

Los mexicanos somos refractarios a la modernidad, dice el autor en el último capítulo de Máquinas —un capítulo que por lo demás le debe mucho a Octavio Paz y a Gabriel Zaid sin agregar nada nuevo, y que por tanto se antoja excesivo—. Las ambiciones de ideólogos como Vasconcelos y políticos como Obregón, Calles y Heriberto Jara —gobernador de Veracruz que mandó a edificar el estadio de Xalapa— no concordaban con la verdadera realidad social y económica de la población. Gallo lo resume así: «La modernidad había llegado a México pero no reemplazó el pasado premoderno: coexistía con él, y la vida de la capital se convirtió en una yuxtaposición paradójica de artefactos ultramodernos y rituales conservadores, de ambiciones cosmopolitas y tendencias nacionalistas». Una dicotomía que Gallo prefigura en el actual mercado de Tepito porque ahí, dice, los dispositivos tecnológicos son exhibidos como meras mercancías de consumo que han perdido su carácter revolucionario tal y como lo imaginaron los artistas y pensadores marxistas de principios de siglo pasado.

Por esta razón, Gallo coloca a los artistas extranjeros como los verdaderos lectores de la modernidad: los fotógrafos mexicanos son incapaces de sacudirse el pictorialismo decimonónico, mientras que Tina Modotti, afianzada en México y bajo la tutela de Weston, renueva el discurso fotográfico con sus imágenes de cables, postes de luz y estadios deportivos; Maples Arce, un poeta que Gallo reconoce como poco talentoso, no logra cuajar sus metáforas futuristas con una verdadera experiencia de la radio ni la máquina de escribir, a diferencia de Mário de Andrade y Apollinaire, quienes trastocan sus métodos de escritura gracias a esos aparatos. Los artistas mexicanos, al menos los que Gallo estudia, están divididos en dos realidades polares que les impiden crear una obra a la altura de la modernidad. Los artistas contemporáneos tampoco se salvan de este juicio, porque para Gallo hay una gran falta de «interés por el potencial de la tecnología para producir nuevas posibilidades de representación», no hay novelas que «exploren el impacto de esta red universal de la escritura [internet]» y los fotógrafos no han medido el impacto de la digitalización. Por supuesto, esta es una gran mentira: basta asomarse al medio artístico mexicano de los últimos diez años para encontrar cientos de ejemplos de artistas que utilizan el internet (blogs, ebooks, video, redes sociales) y otras tecnologías para crear sus obras.

Me parece que esa carencia que menciona el autor es, por el contrario, una ganancia, y por antonomasia la característica de la modernidad intelectual que nos distingue —idea de Alfonso Reyes—. Habitar la frontera de dos mundos no vuelve a nadie afásico, pero sí tal vez más crítico. Gallo, sospecho, sigue demasiado a Walter Benjamin, un filósofo entusiasta de la tecnología, curioso de las posibilidades de la fotografía, que incluso escribió guiones radiofónicos y que murió tempranamente como para ver el caos que más tarde colegas suyos, como Adorno y Horkheimer, teorizaron —no necesariamente contradiciéndolo— cuando, durante su exilio en Estados Unidos, atestiguaron la modernidad tecnológica y, lejos de inyectarles entusiasmo, la criticaron duramente: el uso de la tecnología en la guerra, la radio como la «trivialización» del arte y principal instrumento de proselitismo fascista, y el consumismo como una falsa categoría de la existencia. El debate de la modernidad que caldeó la amistad de Benjamin y Adorno, incluyendo a otros pensadores como Lukács y Brecht, es el mismo que Gallo intenta transportar al caso mexicano: mientras allá se opuso el naturalismo al expresionismo y el realismo a la vanguardia, aquí fue la ideología porfirista y el nacionalismo contra la modernidad y la vanguardia que promulgaba el nuevo régimen.

El verdadero arte —lo que sea que esto signifique— nos lo demuestran las obras; más que zambullirse en el río de la realidad para dejarse arrastrar, coloca un dique que obstruye ese dejarse llevar. Si incorpora en su composición elementos y discursos de otras disciplinas o campos del conocimiento no los trata como modelos para construir una mejor sociedad, sino como meros objetos en la experiencia humana. Esa ha sido la gran respuesta de los artistas modernos: Pound, Artaud y Cuesta respondieron con la locura, Orwell y Huxley con la distopía, Celan con el suicidio, Novo y Gide con la homosexualidad, Guzmán con el thriller político, Azuela con la crítica del proyecto revolucionario y Proust y Kafka con el encierro; y si escribieron a máquina, se dejaron fotografiar o viajaban en auto no agrega ni quita nada a la calidad de sus obras.