Tierra Adentro
"Relatividad", de M. C. Escher (1953). Fotografía recuperada de Flickr (CC BY-NC-SA 2.0).
“Relatividad”, de M. C. Escher (1953). Fotografía recuperada de Flickr (CC BY-NC-SA 2.0).

Lo que dirige el relato no es la voz: es el oído.

Marco Polo a Kublai Kan

Italo Calvino ya era un ermitaño en París cuando, en noviembre de 1972, la editorial Einaudi publicó en Torino Le città invisibili. En su estudio de Square Châtillon, al sur de Montparnasse, el escritor creyó haber imaginado un último poema de amor a las ciudades con un texto ordenado a semejanza de la “megalópolis”, esa urbe continua e inagotable que cubre el mundo y que también domina la estructura de su libro. Durante años llevó una especie de diario en el que iba escribiendo páginas sobre las ciudades, el paisaje autobiográfico y la imaginación. La poética de Calvino obedece a un principio de asociación matemática por series, en donde logos y topoi permiten al sujeto ubicarse en los espacios de la memoria.

Entre Las ciudades invisibles, sin embargo, no se encuentra ninguna real; todas son inventadas y cada una tiene un nombre de mujer. Italo Calvino las organizó en once series de cinco textos cada una, reagrupadas en capítulos formados por fragmentos de colecciones que, a pesar de sus diferencias, comparten cierto clima: están caracterizadas por propiedades sensibles, intercambios o abstracciones a partir de ideas como la vida y la muerte, el amor o la justicia. Se presentan como una antología de relatos de viaje que Marco Polo cuenta a Kublai Kan, emperador de los tártaros, en los jardines del palacio real de Kemenfú. La cualidad invisible de los territorios que describe el mercader veneciano radica en que estos existen a partir de la oralidad. El Gran Kan no ve los confines de su imperio, pero los imagina escuchando la narración de Marco Polo: “A este emperador melancólico que ha comprendido que su ilimitado poder poco cuenta en un mundo que marcha hacia la ruina, un viajero imaginario le habla de ciudades imposibles…”.

En una carta que escribió en 1960 a Suso Cecchi D’Amico, Italo Calvino destaca a Kublai Kan como un soberano perfecto, de absoluta sabiduría y gusto por los placeres de la vida, aunque melancólico. En otro periodo de su escritura, Calvino también trabajó en el guion de una película que nunca llegaría a realizarse sobre los viajes de Marco Polo. Extrajo a ambos personajes de sus lecturas del Libro de las maravillas y los puso a conversar en Las ciudades invisibles, enlazando narración fantástica y diálogo filosófico. El viajero platica con el emperador, al tiempo que ambos interrogan el sentido de la tribu originaria y prefiguran la aldea global. Palabras, deseos y recuerdos construyen un libro poliedro alrededor de la ciudad como fractal.

En Las ciudades invisibles de Italo Calvino también se despliega una megalópolis continua e inagotable, que va cubriendo el mundo interior y el tangible. En las descripciones miniaturistas, casi fotográficas, del embajador favorito del emperador, Marco Polo y Kublai Kan deambulan por el modelo de ciudad que Calvino propone como un conjunto de muchas cosas: “memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como explican todos los libros de economía, pero estos trueques no lo son solo de mercancías; son también trueques de palabras, de deseos, de recuerdos”. Las conversaciones entre el mercader y el soberano abarcan desde la antigua polis hasta la urbe moderna: ¿Qué es hoy la ciudad para nosotros?

Para Italo Calvino, hay varios puntos de apoyo desde donde se construyen las ciudades: la memoria, el deseo y los signos. Marco Polo inútilmente intenta describir Zaira, la ciudad de los altos bastiones, al magnánimo Kublai Kan. Embebido en una ola de recuerdos, el viajero concluye que una descripción de Zaira tal como es hoy debería contener todo el pasado de Zaira: “Pero la ciudad no cuenta su pasado, lo contiene como las líneas de una mano, escrito en las esquinas de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras, en las antenas de los pararrayos, en las astas de las banderas, cada segmento surcado a su vez por arañazos, muescas, incisiones, comas” (“Las ciudades y la memoria”, 3).

La idea de una ciudad concéntrica, que se habita y es huésped de sí misma, recorre todos los paisajes que describe el mercader más famoso en la literatura de viajes y la “mirabilia” medieval. Solo hay una excepción: Marco Polo nunca la menciona, pero le asegura a Kublai Kan que, siempre que describe una ciudad, dice algo de su lugar de origen: “Para distinguir las cualidades de las otras, he de partir de una ciudad que permanece implícita. Para mí, es Venecia”. Según el viajero, una vez fijadas por las palabras, las imágenes de la memoria se borran; en su nostalgia, él admite el miedo de perder Venecia de una vez por todas si habla de ella, aunque reconoce que, quizás, hablando de otras ciudades, la ha ido perdiendo poco a poco.

Conforme avanzan sus conversaciones, Marco Polo y Kublai Kan van estableciendo un lenguaje en el que las palabras y el silencio, así como los gestos y objetos, se complementan. Entre el mapa mental del mercader y el atlas del emperador, se tienden puentes que comunican reinos, puertos que reciben noticias de lejanos océanos, paisajes milenarios que únicamente son modificados por la mirada del viajero. Mientras que, en el mapa mental de Marco Polo, el viaje es el de la memoria y los territorios son cada vez más abstractos, en el atlas del Gran Kan se reúnen los mapas de todas las ciudades y se revela incluso el infinito catálogo de aquellas que todavía no poseen forma ni nombre: Jericó, Ur, Cartago; Constantinopla, México, Cuzco; Ámsterdam, Nueva York, Kioto-Osaka… Todas son ciudades invisibles que conviven con la urbe fantástica, el locus amoenus y la necrópolis del atlas del Gran Kan. Este último incluye, además, los mapas de las tierras visitadas con el pensamiento, pero todavía no descubiertas o fundadas —Nueva Atlántida, Utopía, Ciudad del Sol—, así como aquellas amenazadoras de las pesadillas y maldiciones —Enoch, Babilonia, Brave New World.

Cuando el mercader se acerca al final de su viaje, los territorios que visita se vuelven especulares y geométricos. Italo Calvino asume estas características como hipótesis tanto para sus ciudades invisibles como para nuestras metrópolis presentes y futuras. Una vez que el viajero ha aprendido la lengua del emperador, Marco Polo le confirma a Kublai Kan que cada ciudad tiene a su lado, como Laudomia, otra ciudad cuyos habitantes se llaman con los mismos nombres. La cualidad especial de este territorio es que no solo comprende el mundo de los vivos y el de los muertos, sino que también la habitan los no nacidos: “Y para sentirse segura, la Laudomia viva necesita buscar en la Laudomia de los muertos la explicación de sí misma, aun a riesgo de encontrar allí algo más o algo menos […]. La Laudomia de los no nacidos no comunica, como la de los muertos, ninguna seguridad a los habitantes de la Laudomia viva, sino solo zozobra” (“Las ciudades y los muertos”, 5).

Luego de escuchar a Marco Polo hablar de Berenice, ciudad justa e injusta y germen de una inmensa metrópoli que cubre al mundo, Kublai Kan concluye que el último puerto no puede ser sino la ciudad infernal desde cuyo fondo es imposible escapar por la espiral que aprieta la corriente. Para Marco Polo (a diferencia del Gran Kan), el infierno de los vivos no es algo por venir, sino que lo habitamos todos los días y solo hay dos maneras de no sufrirlo: “La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es arriesgada y exige atención y aprendizaje: buscar y saber con quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio”.

La primera edición italiana de Le città invisibili tuvo como portada Le château des Pyrénées (1959) de René Magritte. En la pintura se observa una colosal roca flotando encima del océano, desafiando así la gravedad terrestre y, al mismo tiempo, hospedando la arquitectura humana en un castillo que despunta la piedra. En su cualidad surrealista, la ciudad onírica de Magritte bien podría haber sido descubierta por Marco Polo —y contada por él mismo ante el Gran Kublai Kan, en sus aposentos de Kemenfú— o imaginada por Italo Calvino en “Las ciudades y el cielo” —Eudoxia, Bersabea, Tecla, Perinzia y Andria.

Tal vez Italo Calvino vio pasar todos los pájaros del mundo y, por último, un cuervo sobrevolando el fondo del cielo en Siena el 19 de septiembre de 1985. Seguramente le gritó en su lengua y lo señaló con el dedo de la mano con que escribió su poema de amor a las ciudades. Quizás el cuervo bajó lentamente en círculos y se posó sobre la tumba que habita Calvino desde entonces en el cementerio de Castiglione della Pescaia, en la Toscana. Existe la posibilidad, no obstante, de que solo esté de viaje en la ciudad que soñó Kublai Kan, aquella en la que las despedidas se desenvuelven en silencio pero con lágrimas, la misma de la que Marco Polo teme nunca más regresar: “La ciudad existe y tiene un simple secreto: solo conoce partidas y no llegadas”.

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